Unai Aranzadi

El tiempo de la carimba; la historia de Hugo Blanco Galdós

La imagen de un hacendado marcando con un tizón candente la piel de un empleado indígena le impresionó siendo niño. Tras de aquello, Hugo Blanco Galdós fundó una brigada guerrillera, mató a un policía, fue preso, senador de la República y testigo de hechos históricos en Argentina, Chile o México.

Hugo Blanco Galdós.
Hugo Blanco Galdós. (NAIZ)

El peruano Hugo Blanco Galdós (Cuzco, 15 de noviembre de 1934–Uppsala 25 de junio del 2023) admitía que lo suyo era «una vieja rebeldía», porque en él anidaba «un impulso natural que me pedía la búsqueda de justicia social y un mundo respirable». Siendo así, aquello que despertó en él la necesidad de cambiarlo casi todo, fue un hecho terrible del que Blanco ha sido uno de los últimos testigos que permanecía con vida para contarlo en esta segunda década del siglo XXI. «Se trató de uno de los últimos estertores del esclavismo en la América más profunda y sucedió cuando un gran hacendado de mi región marcó a un niño indígena en la nalga con su marca de hacienda. Dijo que se lo hacía por no haber cuidado bien de sus vacas. Me impresionó mucho».

El instrumento empleado fue la carimba, ese tizón de hierro candente que los patrones utilizaban para marcar de por vida a sus esclavos. «Cuando Eduardo Galeano me preguntó cómo se llamaba el hacendado, pude averiguarlo en una visita al pueblo. El indígena marcado aún vivía y se llamaba Francisco Samata, pero el hacendado que lo marcó ya había muerto. Creo que se llamaba Enrique Berger».

Crímenes como el descrito sucedieron a manos de los terratenientes criollos que, entre el siglo XIX y la reforma agraria de 1969, impusieron su ley en el interior del país. Se les llamó gamonales, unas nuevas fuerzas de las regiones que ni siquiera contaban con la ilustración de las clases dirigentes que desde los tiempos de la colonia se repartían el poder en las ciudades. «Había grandes hacendados, crueles e incultos. Mi mamá tenía una pequeña hacienda, pero no de esas grandes que eran auténticos latifundios semifeudales, en los que a los campesinos no se les pagaba salario. En las pequeñas se les daba un pedacito de tierra y, en pago de eso, tenían que trabajar aparte para el hacendado. Afortunadamente, ahora ya no hay esos latifundios».

«Un gran hacendado de mi región marcó a un niño indígena en la nalga con su marca de la hacienda. Dijo que se lo hacía por no haber cuidado bien de sus vacas. Me impresionó mucho»

Blanco conoció así el fascismo criollo y las últimas exhalaciones de un mundo rural en el que seguían existiendo formas de servidumbre propias de siglos pasados. «Así que frente a todo eso me volví rebelde, por lo que mi papá me mandó a estudiar agronomía a la Argentina. Yo quería entrar en algún partido de izquierdas. El Partido Aprista peruano no me gustaba y, siendo la época de Stalin, mi hermano me advirtió que no entrara al partido comunista, así que me hice trotskista por un periodista que conocí en Buenos Aires».

Aunque no participó en él, vivió el proceso de resistencia argentino que despertó con el golpe de Estado que los militares dieron contra Perón en 1954, lo cual precipitó que Hugo Blanco dejará la universidad y regresará a Perú para meterse de lleno en la primera agrupación trotskista del país, el Partido Obrero Revolucionario. «Entonces me fui a vivir a Lima. Estuve trabajando en una fábrica. Tenía que proletarizarme, hacerme obrero para poder ser de izquierdas».

Sin embargo, la llegada del presidente estadounidense Richard Nixon a Lima precipitó lo que sería una constante durante dos décadas de su vida: la persecución del Estado por sus actividades políticas.

En este caso, el delito consistió en liderar parte de las protestas por la visita de Nixon. «Así que me dijeron que dejara Lima y fuera a Cusco. Allí tenía una hermana que era periodista de un diario, y yo me dediqué a organizar sindicalmente a los canillitas, que eran los niños que vendían los periódicos por las calles de la ciudad. Me fui con el delegado de su sindicato a la Federación de Trabajadores de Cusco, la cual no estaba formada por proletarios, pues no había industria, sino por pequeños artesanos. Al enterarse, el director del periódico encolerizó y me mandó a la Policía tras hacerme una denuncia. Me apresaron y en la cárcel conocí a importantes dirigentes campesinos como Andrés González y otros. Una vez fuera, unos camaradas me recomendaron ir a la provincia de La Convención y sumarme a las luchas de la federación campesina. Era un lugar de hacendados con un régimen semifeudal. El hacendado daba tierra al campesino, pero era una cantidad que el campesino no podía trabajar solo, así que se subarrenda a allegados, y yo fui así, como allegado de un hombre llamado Oscar Cuñones. Este me dijo que me dedicara a organizar a los campesinos y así comenzamos a formar la organización de campesinos de La Convención».

Hugo Blanco Galdós, durante su etapa en la guerrilla de autodefensa. (NAIZ)

Allí entró a formar parte del Frente de Izquierda Revolucionaria, donde estaba Juan Pablo Chang, uno de los guerrilleros de Ñancahuazú que terminaría muriendo con el Ché en Bolivia. También mantuvo relación con el histórico revolucionario, Luis de la Puente Uceda, de quien recibió un arma. «Mi primer revolver», señalaba con orgullo, al tiempo que recordaba la importancia de este malogrado guerrillero, precursor de ideas que más tarde tomaría el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.

Pasado un tiempo, el Frente de Izquierda Revolucionario se quedó muy debilitado tras una serie de arrestos. Esto fue aprovechado por unos hacendados que valiéndose de la fuerza pública intensificaron la represión contra la mano de obra campesina que se quejaba de sus pésimas condiciones y salarios. «El episodio que terminó desbordando el vaso de aquel malestar fue el asesinato de un menor por parte de la Policía. Un campesino nos dijo que habían hecho llamar a su ahijadito y lo había matado un policía, así que nos cansamos y montamos el grupo malamente armado».

La brigada de Blanco fue bautizada como Remigio Huamán, en honor a un campesino abatido por la Policía años antes. El grupo se movía por la «ceja de selva», que es como se llama en Perú a los bosques brumosos de las alturas. Consiguieron algunas armas «como carabinas y escopetas para cazar animales, pero claro, ninguna de guerra». Pese a estar mal pertrechados, decidieron asaltar un cuartel de la fuerza pública. El revolver de De la Puente Uceda lo estrenó ese día. «Maté a un policía de un disparo. Otros dos cayeron en combate».

Los insurrectos se veían a sí mismos «más como un movimiento de autodefensa lanzado por la organización campesina que como una guerrilla para lanzar ofensivas». Eran quechuahablantes, «lo cual abría muchas puertas». Les llegaban noticias y cierta inspiración del éxito de Castro en Cuba pocos años antes, pero no teníamos lazos con nadie de la isla. «Admirábamos su revolución, pero estábamos muy lejos, sonaba a una latitud remota, inalcanzable con nuestros medios».

Pasadas unas semanas, la presión del Estado se hizo notar. «Yo estaba perseguido a muerte y finalmente caí en manos de la ley. Me sentenciaron a 25 años. Fui llevado a la isla penal del Frontón. Pidieron pena de muerte, pero las movilizaciones en EEUU y Europa me ayudaron a eludirla. Desde Francia me apoyaron Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. También Mario Vargas Llosa, aunque hoy no querrá acordarse (risas). En el presidio hice huelga de hambre por un preso común al que bajaron a la lobera, que era una especie de cueva donde se castigaba a los presos. Subía la marea y la gente se podía ahogar con el agua llegándole al cuello. Los presos políticos y comunes estaban separados, pero los políticos comenzaron a hacer trabajo de solidaridad y denuncia por los presos comunes y eso les hizo ganarse su respeto».

Una vez conmutada su pena, el partido lo animó a ir a Chile, «donde el trotskismo apenas tenía raíces, por lo que los compañeros me pidieron difundirlo». Sin embargo, pronto llegó el 11 de septiembre de 1973 y el golpe de Estado contra el presidente electo, Salvador Allende. «Fue trágico. Tuve que salvar la vida y nos refugiamos en la embajada sueca. De ahí salimos a México y finalmente pudimos viajar a Suecia, donde nos dieron asilo. En Estocolmo fui trabajador en un almacén y di clases de español y quechua a cooperantes. Fueron años buenos».

«Pidieron pena de muerte, pero las movilizaciones en EEUU y Europa me ayudaron a eludirla. Me apoyaron Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Y Mario Vargas Llosa, aunque hoy no querrá acordarse»

En 1976, y una vez normalizada su relación con las fuerzas estatales de Perú, Blanco regresó al país como candidato del Frente Obrero Campesino Estudiantil y Popular a la Asamblea General Constituyente, ocupando una butaca del Congreso (bajo diferentes partidos de izquierda) hasta 1992. Fue justamente en ese año cuando un miembro de la guerrilla de Sendero Luminoso le pidió un posicionamiento explícito sobre su lucha. «Yo no estaba con Sendero ni era partidario de Sendero. Yo sí estaba a favor de la autodefensa pero no he sido guerrillero de querer tomar el poder. Lo nuestro fue solo defendernos. Aquel senderista me dijo que al no entrar a trabajar con ellos era un traidor. Esta gente de Sendero mató a dirigentes de izquierda también, y al final en ese Perú no se sabía quién mataba a quién; qué era terrorismo de Estado o terrorismo senderista. Desde entonces en Perú la izquierda ha quedado como estigmatizada».

Preguntado por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, la otra guerrilla entonces activa, me respondió: «Con el MRTA tuve un poco más de simpatía. Eran más nobles y humanitarios. Había cierta ética de esta guerrilla, lo cual con Sendero no se daba. Quizás al comienzo, pero luego aquello degeneró mucho».

Posteriormente, Blanco se acercó al EZLN mexicano, llegando a vivir en el país para aprender de este y otros procesos indigenistas. Desde allí dirigió varios medios alternativos, algo lastrado por un accidente cardiovascular que le forzó a aminorar la marcha de su frenético caminar político. Pasadas dos décadas de militancia virtual a través de las redes, la muerte le vino a encontrar el pasado mes de junio en Suecia, el país donde viven varios de los hijos que dejó a su paso en la década de los setenta.