Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Putin troceará Wagner, pero mantendrá, diversificado, su modelo mercenario

Siete días después de estrellarse el avión de Prigozhin, la única certeza es que viajaba a bordo junto con el resto de la cúpula de Wagner. Más pistas arroja el plan del Kremlin de poner al grupo bajo control militar, trocearlo y repartir a sus «músicos» entre la miríada de grupos mercenarios rusos.

Fotografía de Prigozhin en un altar improvisado en Moscú.
Fotografía de Prigozhin en un altar improvisado en Moscú. (Natalia KOLESNIKOVA | AFP)

Una semana después de que se estrellara el jet privado con la plana mayor del grupo de mercenarios Wagner, poco es realmente lo que se sabe de lo ocurrido.

Los análisis de ADN de los carbonizados o destrozados restos de los pasajeros han confirmado lo que ya apuntaban hallazgos como teléfonos móviles y otros objetos personales junto a los cadáveres.

El jefe de Wagner, Yevgeni Prigozhin, iba a bordo, lo que descarta la hipótesis lanzada por varios de sus seguidores –quizás movidos por la zozobra y la incredulidad–, y aireada en un primer momento por fuentes oficiosas, de que se habría tratado de una puesta en escena, y que Prigozhin realmente viajaba en otro avión.

Junto a él pereció su mano derecha, el comandante y fundador de Wagner Dimitry Utkin. Neonazi confeso y quien eligió para el grupo el nombre del compositor admirado por Hitler, era responsable de la formación de los mercenarios para el combate y les saludaba con el clásico «¡Heil!», además de vestirlos como soldados del Reich. Todo un paladín de la «guerra contra los neonazis ucranianos» de Putin.

Se suma a la lista Valery Chekalov, director de Concord, un departamento de intereses minero y petroleros que en realidad es una sociedad pantalla de Wagner para lucrarse, junto al Kremlin, del negocio de expoliar a los países con regímenes golpistas africanos a cambio de «seguridad».

Funeral de Valery Chekalov. (Olga MALTSEVA | AFP)

Sobre las causas del siniestro, acaecido en la región de Tver cuando, tras volver de África, el avión se dirigía a San Petersburgo, tres son las hipótesis. Un accidente, un ataque con misiles o una explosión en el interior del aparato.

A la espera del análisis de las cajas negras, solo el Kremlin da credibilidad a la primera. La del ataque con un misil tierra aire es alimentada por testimonios que aseguran haber escuchado una o, incluso, dos explosiones. Hay quien recuerda que la residencia de verano del inquilino del Kremlin se encuentra a 60 kilómetros del lugar y no se descarta un ataque de las defensas aéreas «por error».

Incluso se propagaron rumores de que el objetivo sería un centenar de kilos de oro que Prigozhin llevaría a bordo por su «último servicio africano». Un oro que puede que no se fundiera tras el «accidente».

La hipótesis de un atentado con bomba en el interior de la nave es privilegiada por los servicios secretos estadounidenses, que aseguran que explotó en la cola del avión. Otros analistas sitúan el presunto explosivo en el tren de aterrizaje. Unos y otros avalan su tesis en el hecho de que la cola y un ala del avión cayeran a varios kilómetros.

Wagner mantenía grandes medidas de seguridad en sus viajes y solo un puñado de personas conocía los horarios e itinerario del jet Embraer Legacy 600 estrellado.

Las cancillerías y los medios occidentales tienen pocas dudas al respecto y apuntan a una venganza de Putin, quien, recuerdan, ha reconocido públicamente que lo único que no perdona es la traición.

Que el suceso ocurriera justo a dos meses del motín-rebelión de Prigozhin y el mismo día en que el Kremlin admitió la purga del general Surovikin, cercano a él, alimenta su convicción, junto con el historial de ejecuciones extrajudiciales del Kremlin en la era putiniana (Politovskaia, Litvinenko, Skripal, Nemtsov...).

Fuentes cercanas a su partido, Rusia Unida, han sacado el ventilador y acusan ora a Ucrania (y sus drones) ora a Gran Bretaña o a EEUU, por el «modus operandi anglosajón», ora a Francia, despechada por su expulsión de Níger, de estar detrás del presunto derribo.

Con la escasa confianza de que alguna vez se sepa la verdad –el poder en Rusia lo presentaría como un accidente, pero querría que no lo parezca, como aviso a navegantes–, más luz arroja el futuro que Putin quiere para Wagner.

El presidente ruso, Vladimir Putin. (Mikhail KLIMENTYEV | AFP)

Molesto y alarmado por el «monstruo» que creó, un «ejército dentro del Ejército», el Kremlin ya había comenzado a intentar atar en corto a Wagner cuando el grupo protagonizó la toma de Bajmut y su líder, Prigozhin, se lanzó a desafiar abiertamente a la cúpula militar rusa, responsable, a ojos de no pocos rusos, de la mala marcha de la campaña militar rusa en Ucrania.

La orden del 10 de junio del Ministerio de Defensa ruso para que los «voluntarios de los batallones privados» firmaran contratos individuales fue precisamente el detonante de la rebelión de Prigozhin y sus columnas hacia Moscú.

Wagner, estrenada en 2014 por el «chef de Putin» en el contexto de la guerra del Donbass, se hizo famosa en la campaña militar rusa de un año después en Siria, donde protagonizó, en 2017, la expulsión el Estado Islámico (ISIS) de la ciudad-santuario de Palmira.

Desde entonces, y bajo el amparo del Kremlin, su ascenso fue meteórico, sobre todo en África. Una aventura que arrancó en Sudán en 2016 (a cambio de oro), con el autócrata Omar al-Bashir en el poder, y que sigue a día de hoy con los militares que lo sacrificaron para seguir al mando.

Continuó en la República Centroafricana (diamantes, madera, café o azúcar); en Libia (petróleo), donde apoya al mariscal Haftar, en su día gadafista, en su guerra contra el gobierno reconocido por la ONU; en Mali (tierras raras) y ahora en Níger (uranio).

El Estado ruso, que se beneficia geopolítica y económicamente de esta presencia, parece haber decidido integrar lo que queda de Wagner en África en la llamada Unidad 29155, una rama del servicio secreto militar ruso (GRU), bajo cuyos auspicios se creó precisamente el grupo de mercenarios.

Rusia, que se beneficia geopolítica y económicamente de esta presencia, ha decidido integrar lo que queda de Wagner en África en el servicio secreto militar ruso (GRU), bajo cuyos auspicios se creó el grupo en 2014. 

La aparición del jefe de la GRU, el general Andrey Averyanov, junto a Putin y en la reciente cumbre Rusia-África anima a no pocos kremlinólogos a presagiar que los 20.000 hombres a su servicio se encargarán de mantener atados y bien atados los «negocios en África» y en otros puntos de Oriente Medio.

Por lo que respecta a Wagner en el viejo continente, el decreto firmado por Putin dos días después del «avionazo» exigiéndoles jurar la Constitución rusa arroja luz sobre sus planes e incluso sobre la autoría del oportuno siniestro.

Mientras tanto, Putin seguirá desmantelando a los «músicos», nombre que se daban los wagneritas –ya les despojó de su armamento pesado tras la revuelta y están volviendo del exilio de Bielorrusia porque no les pagan–.

Su futuro parece estar en someterse a un nuevo líder sumiso a Moscú, Andrei Troshev, coronel veterano de Afganistan que fue jefe del Estado Mayor de Wagner en Siria, o integrarse en la miríada de sociedades militares privadas (SMP), más pequeñas y menos personalistas que Wagner, pero no menos mercenarias.

Y haberlas, haylas, hasta una treintena. Desde Redut, Enot y Convoy hasta el batallón Sparta, Cuerpo Eslavo, Unidad Cosaca, la Cruz de San Andrés (vinculada al patriarca ortodoxo Kirill), y pasando por Patriot, Fakel («Antorcha»), Plamia («Llama»), estas tres últimas en la órbita del gigante del gas Gazprom para proteger sus intereses aquende y allende las fronteras). Sin olvidar a los neonazis de Rusich, que amenazan, como hizo Wagner, con retirarse del frente ucraniano si su líder sigue encarcelado en Finlandia.

Prevenir liderazgos fuertes como el de Prigozhin –Putin tuvo que reconocer tras la asonada del 24 de junio que financiaba a un grupo del que había perdido el control– y diversificarlos para mantener la fórmula mágica: la que le permite jugar el doble juego de financiarlos y monitorizar esos grupos para que sigan haciendo el trabajo sucio, en Ucrania o donde sea, sin que se pueda imputar de ello al Estado.

El jefe de Wagner, Yevgeni Prigozhin. (AFP)

Un trabajo que se ha revelado importante en Mariupol, en Soledar, en Bajmut y en los frágiles Estados del Sahel, donde esos grupos venden guardias presidenciales y paramilitares e irregulares sin ningún tipo de control burocrático o jerárquico a los que se pueda pedir cuentan por sus desmanes.

Un modelo operacional occidental de vieja data, personificado en los «soldados perdidos» franceses, británicos, afrikaners o israelíes, tildados por los anticolonialistas africanos en los años sesenta como «los terribles» por su saña anticomunista y contra los movimientos de liberación.

A finales de los noventa, ese mercenariado mutó en empresas como Halliburton, Dny Corps y MPRI (EEUU), Executive Outcones (Sudáfrica), Amarante Internatiobal y Corpguard (Estado francés), sin olvidar a Xe Services, sucesora de la estadounidense Blackwater, que reinó, junto con otras, en las ocupaciones de Afganistán e Irak, y que opera a día de hoy con el nuevo nombre de Academy en Ucrania.

Junto con una larga lista que incluye, entre otros, a la británica Trident Defense Initiative, la alemana Global, la francesa Equipe Berlioz y la estadounidense Mozart, creada en oposición a Wagner y disuelta en enero de este año entre acusaciones de tráfico de armas y acoso sexual.

El Kremlin decidió en 2010 importar el modelo occidental de mercenariado empresarial que se nutre de exmilitares defensores de la supremacía de sus países o imperios, pero con ánimo de lucro.

Que medios occidentales las presentaran y presenten como «contratistas» –no es el caso de este medio– no obvia que se trata de firmas mercenarias con ánimo de lucro, formadas por exmilitares y defensores de la supremacía de sus países o imperios, pero mercenarias. Como Wagner.

Y en las que los Estados permiten enrolarse a lo «peor de cada casa» en un proceso de externalización, de «subcontrata», que les permite ahorrar costes –cargarlos a otros– y no responder de sus desmanes.