Mariona Borrull
Venecia

Pinochet como Drácula en ‘El conde’ y ‘Ferrari’ de Michael Mann mezclan, que no agitan Venecia

La segunda jornada de la 80 edición del certamen dirigido por Alberto Barbera venía marcada por el disparate vampírico de Pablo Larraín y la presencia excepcional de Adam Driver en el Lido.

Pablo Larraín posa junto al parte del reparto de ‘El Conde’.
Pablo Larraín posa junto al parte del reparto de ‘El Conde’. (Tiziana FABI | AFP)

«Hay ciertas personas que creen que Pinochet no debe ser filmado, que creen que su figura no debe ser filmada, o nunca o que todavía es muy reciente. Yo creo que el mal sí puede y debe ser filmado, debe ser retratado», decía el cineasta responsable de ‘Spencer’ o ‘Ema’, ambas estrenadas en Venecia, y que ya había retratado la negrura histórica de su país natal, Chile, en ‘Post-Mortem’, ‘Tony Manero’ o ‘No’.

En la sátira que Larraín ha presentado a Competición, Pinochet (Jaime Vadell) y su familia, encabezada por la esposa del dictador Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer), habitan por los siglos de los siglos en una casa ruinosa a la que los hijos de ambos llegan en busca del inmenso patrimonio que acumuló en la dictadura.

Un patrimonio que se presenta como la serie de baratijas que colman las estanterías de la haraposa residencia familiar: soldaditos de juguete, porcelanas, cheques y documentos de propiedad ‘perdidos’ en el archivo… Muy cerca del ensemble rocambolesco de ‘Muchos hijos, un mono y un castillo’ o de la fantástica ‘Grey Gardens’, todo en ‘El conde’ se siente viejo y cutre. No sentimos pena alguna para la familia, que come perritos calientes y se pasea en plumones por el inmenso sarcófago, y Larraín mete mano del horror y el gore para visualizar que su burlesco no debe, en ningún caso, divertirnos.

Nadie se salva de su propia decadencia y maldad, ni la monja que acude a exorcizar al dictador (Paula Luchsinger) mientras recoge los trabalenguas mentales tras los que la familia justifica sus crímenes. Larraín ha dirigido una película fea, antipática y torcida como un cuadro, lánguida y errática cual vampiro aburrido. Quizás era lo único que podía hacerse, con un retratado que –así lo confiesa a su mayordomo (Alfredo Castro) el propio Pinochet– está totalmente «vacío por dentro».

Adam Driver llega a Venecia amparado por el sindicato

Al carácter de evento cinéfilo que supone cada nuevo estreno de Michael Mann (‘Heat’, ‘Colateral’), se le sumaba la excepcionalidad de la visita de Driver, acordada bajo un acuerdo interno con el sindicato SAG-AFTRA.

En la rueda de prensa que ha antecedido a un estreno que se está celebrando con toda la pompa (incluida la llegada de uno de los Ferrari originales de la Mille Miglia de 1957), Driver ha reivindicado que su visita es de servicios mínimos: «Esto para un poco el sangrado del mundo del cine y permite que la gente siga trabajando. Pero, al mismo tiempo, nos hace plantearnos: ¿Por qué una compañía independiente tiene que comprometerse con el sindicato y las grandes empresas no?».

La película de Mann mira a un año especialmente difícil en la vida de Enzo Ferrari, al que Adam Driver interpreta como un Gary Cooper humano e impertérrito. Era 1957, justo después de la muerte de su primer hijo con Laura (Penélope Cruz, esposa grave y desquiciada), con la empresa en quiebra y justo antes de la escalada definitiva de la escudería.

Enzo asume una misión clara, pero un tanto a regañadientes: debe ganar la Mille Miglia para poder negociar y el rescate de la compañía. Para él, correr es un juego de manos, un desafío al reloj. Dice: «Lo que funciona es bonito al ojo», en una película que disfruta perfilando a su reparto de secundarios y los coches que pilotan.

El verde vivo de los campos de la finca de su amante Lina (Shailene Woodley), los rostros atentos de los jóvenes del equipo, al que se incorpora el carismático piloto Alfonso De Portago (Gabriel Leone)...

Desde la forma, Michael Mann entiende que el rugido del motor y el aire que tomamos antes de una conversación importante, lo son tanto como lo que sigue. Pero también comprende que no se puede tener todo y que ser adulto es decidir, concentrarse y hacer oídos sordos a todo lo que, de momento, no podamos remediar. Por ello, la Mille Miglia se vive en paz, como una renuncia comprendida.