Periodista / Kazetaria

Franz Kafka, un extraordinario hombre cotidiano

Cuando hace un siglo fallecía el escritor checo Franz Kafka, comenzaba su trayecto hacia los lugares más laureados que tiene reservada la historia de la literatura, reconocimiento póstumo conquistado gracias a una bibliografía que destapa con genuinos trazos la inquietante naturaleza del ser humano.

Retrato de Franz Kafka, en 1923.
Retrato de Franz Kafka, en 1923. (Klaus WAGENBACH ARCHIV, BERLIN | WIKIPEDIA)

Resulta difícil de imaginar una manera más rotunda de encontrar esa anhelada trascendencia por la que todo autor suspira que la de convertir el propio apellido en un adjetivo instalado con fuerza en el habla cotidiana. Poco importa que no se conozca el currículum del checo, o que incluso no se sepa de su existencia, para que casi cualquier individuo haya esgrimido en alguna ocasión el término ‘kafkiano’ como una forma de describir una situación absurda o carente de lógica, tal y como lo enuncia la Academia de la Lengua.

Un concepto que no deja de revelar, con las lógicas limitaciones de su brevedad, la naturaleza escondida en la obra de Franz Kafka (Praga, 3 de julio de 1883 - Klosterneuburg, 3 de junio de 1929).

El castillo de Praga, uno de los emblemáticos vestigios de la ciudad natal del escritor. (PRAGUE CITY TOURISM)

Cuesta imaginar que aquel joven que como tantas otras personas gastaba sus días en uno de esos trabajos anodinos, en su caso realizando informes con los que evaluar las contraprestaciones que debían recibir los trabajadores por sus lesiones, fuera artífice de lo que hoy es admirado como un magistral legado que fue escribiendo, en una parte significativa, durante el tiempo que le dejaba libre su horario laboral. Una capacidad que, talentos innatos al margen, se delineaba tomando sustento de episodios biográficos más o menos dramáticos, pero todos ellos relevantes de cara a conformar su mirada creativa.

Aquel hombre de alteraciones existenciales, quizás no tan excepcionales para su época, fue capaz de construir un majestuoso, aunque sobrio, lenguaje que alcanzaba a colarse en lo más hondo y sombrío de la conciencia individual y colectiva.


Nacer en el seno de una familia de ascendencia judía instalada en pleno Imperio austrohúngaro y de estrato social acomodado, estatus derivado sobre todo de la alta cuna materna, no impidió que muy pronto, demasiado, sin contar todavía con siete años, contemplara el trágico e indescifrable lenguaje con que se expresa la vida, muriendo sus dos hermanos a los pocos meses de nacer; destino macabro que tiempo después, y esta vez encarnado por el terror humano visibilizado en los campos de concentración nazis, compartirían sus otras tres hermanas.

Un desgarro que apartó a su madre, sumida en la desolación, de unas tareas educativas que recalaron en una figura paterna que actuó en todo momento de forma inquisitorial, desaprobando por igual su actividad artística como el interés –más como ejercicio intelectual que místico– por sus heredadas creencias religiosas. Constantes desaprobaciones, e imposiciones, como la de estudiar su nada deseada carrera de Derecho, que acabarían por significarse en una recurrente falta de autoestima que ya jamás abandonaría al autor.

Un turbador paisaje familiar que no tardaría en ser plasmado a través de sus escritos, perceptible ya desde su primera obra, ‘Contemplación’, que recogía una colección de dieciocho escuetos relatos en los que se intercalan pasajes donde la cotidianidad se expresa bajo el escalofrío con unos iniciáticos ademanes poéticos.

Pero sería sobre todo con su segunda publicación, la breve novela, ‘La condena’, donde en la intrigante relación epistolar entre dos amigos se interpone la hosca y desagradable participación del padre, una presencia que en la póstuma –y nunca entregada al interpelado– ‘Carta al padre’ expondría bajo la traumática experiencia personal.

Ya desde sus inaugurales creaciones, la fuerte e intrigante personalidad literaria de Kafka convertirían en un misterio, probablemente no mayor que el almacenado por cualquier individuo que fuera sometido a profundos análisis con el fin de desentrañar sus actos, la verdadera identidad que se escondía tras esa firma.

Señalado, cuando se trata de una caracterización más generalista, por una cohibida disposición en el trato humano y tendente al hermetismo social, sin embargo, tanto textos biográficos como lo vertido por diversos estudios revelan a un hombre afable y de verbo ágil e ingenioso.

Monumento a Kafka, en Praga. (PRAGUE CITY TOURISM)

Contradicciones extensibles, por mor de la neblina que expandían sus novelas, a su relación con las mujeres, ya que el hecho de que ninguno de sus diversos compromisos maritales, quizás el más esencial el generado entorno a la relación inestable pero alargada en el tiempo con Felice Bauer, llegara a fructificar extendía un muestrario de interpretaciones en lo concerniente a un ámbito íntimo sobre el que construyó una puritana distinción moral entre el ambo afectivo y el sexual, que desahogaba en sus recurrentes visitas a burdeles.

Probablemente, todos los destinos que pretenden alcanzar las diversas apreciaciones sobre el ámbito personal de Kafka sean realidad, o por lo menos contengan parte de ella, y reflejen la identidad de alguien en constante lucha con un contexto al que demandaba un escenario idóneo (nunca alcanzado) desde el que expresarse de forma natural e innata.

Una inestabilidad, ya espoleada desde su contexto familiar, que se ramificaba desde múltiples escenarios, ya fuera por la decisión de escribir en alemán, idioma que hablaba en casa y en el que estudió, como por el padecimiento de una salud especialmente quebradiza.

Pasajes enfermizos, enraizados tanto en su cuerpo como en su ánimo, representados por cefaleas continuas, episodios depresivos, un insomnio perpetuo y sobre todo una tuberculosis que, previo paso por diversos sanatorios, acabaría definitivamente con su vida.

Obras maestras como ‘El proceso’ o ‘El castillo’ son libros originalmente inconclusos que han llegado a nuestras manos por mediación de su amigo Max Brod, quien desoyó el deseo expreso de su autor de quemarlos.


Pero aquel hombre de alteraciones existenciales, quizás no tan excepcionales para su época, fue capaz de construir un majestuoso, aunque sobrio, lenguaje que alcanzaba a colarse en lo más hondo y sombrío de la conciencia individual y colectiva.

Miedos e inseguridades particulares que consiguió sublimar haciendo convivir de manera original y, a partir de ese momento claramente identificativo, aspectos tan dispares como el nihilismo de Nietzsche, la profundidad psicológica de Goethe, rasgos ideológicos de raíz libertaria o las enseñanzas en torno a los procesos constitutivos de la sociedad industrial impartidos por su profesor Alfred Weber, hermano del famoso sociólogo Max Weber.

Elementos de los que se sirvió para retratar una inquietante realidad capaz de desposeer al individuo de los más esenciales rasgos humanos. No hay manera más explícita, y al mismo tiempo desasosegante, que descubrir un día cualquiera que hemos amanecido convertidos en insecto, fantasmagórico argumento que protagoniza el ya icónico Gregorio Samsa en ‘La metamorfosis’, posiblemente su obra más popular.

Un perfecto y truculento espejo donde observar, cómo sin motivos aparentes, aunque en verdad haya un número infinito de ellos latentes, nuestras rutinas y convenciones se desmoronan dada su innata fragilidad.

Si ese desagradable bicho, al que expresamente, aunque le hicieran caso omiso en diferentes ediciones, nunca quiso visibilizar bajo forma conocida, era el vehículo para instigar nuestros terrores atávicos, obras posteriores externalizaron esa congoja para sumergirla en la continua deformación del poder burocrático, aspecto ya muy presente en la ‘En la colonia penitenciaria’, y que tendría sus continuaciones, en cuanto a concepto global, en obras maestras como ‘El proceso’ o ‘El castillo’.

Unos libros originalmente inconclusos pero que, por mediación de su amigo Max Brod al desoír el deseo expreso de su autor por ser quemados, han llegado a nuestras manos para retratar la naturaleza indómita e inexplicable con las que emergen leyes y las estructuras de mando hasta convertirse en monstruos imposibles de codificar.

Es precisamente esa determinación, moralmente dudosa pero artísticamente inevitable, de propagar toda la obra que nunca pudo ser alumbrada –en parte por la negativa expresada por su firmante– en su momento, la que ha conseguido constituir una de las carreras más extraordinarias de la literatura.

La proliferación de textos de carácter biográfico, como el reguero de relaciones epistolares que mantuvo con su entorno, o manuscritos completistas siguen siendo a día de hoy una fuente inagotable para cincelar con mayor profusión la mente creativa de Kafka. Probablemente uno de tantos hombres abatidos y amargamente condicionados por su contexto que han caminado erráticos por la historia de la humanidad, pero uno de los pocos, sino el mejor, que trasladó toda esa incertidumbre a una obra que sigue haciendo de cada una de sus páginas un escalpelo con el que revelar ese inhóspito escenario que se llama realidad.