Alessandro Ruta

El problemático Adriático de Italia, Croacia y Albania

El grupo B de la Eurocopa nos remite a los enormes problemas diplomáticos entre estos tres países (Italia, Croacia y Albania) con el Belpaese como base de todo. El cuarto contendiente en el campo, España, queda fuera de este foco.

Albaneses tras desembarcar en Bari (Italia) en agosto de 1991 en el carguero Vlora.
Albaneses tras desembarcar en Bari (Italia) en agosto de 1991 en el carguero Vlora. (Wikimedia Commons)

En el grupo B de la Eurocopa se produce una circunstancia geopolítica llamativa: reúne a tres equipos cuyas relaciones pasadas han sido problemáticas. Hablamos de tres países que hoy día siguen compartiendo el mismo mar; el Adriático. Se trata de Italia, Croacia y Albania.

Un mar, el Adriático, que hasta el descubrimiento europeo del continente americano fue uno de los soportes de Europa pero que luego fue perdiendo, año a año, su importancia global. Pero en ningún caso el peso local, con varios actores en liza tirando de la cuerda hacia su lado. Esos tres en concreto, en el orden que se quiera.

«Fiume es italiana»

Es más facil oír hablar en italiano en Rijeka que en algunas zonas de las Dolomitas. Esto a pesar de que Rijeka se encuentra en Croacia, además siendo uno de sus puertos más coquetos. En octubre de 2020, por cierto, la Real Sociedad fue a jugar allí un partido de Europa League ganando 1-0 con tanto de Jon Bautista.

Rijeka, es decir Fiume («río», que además suena mucho a «erreka»), fue un problema internacional muy gordo en 1919-1920. Hay que retrotraerse a 1915, cuando Italia entró en la Primera Guerra Mundial rechazando los acuerdos anteriores con Austria y Alemania, por supuesto sin avisarles, y pasando al bando aliado bajo toda una serie de promesas (el llamado Pacto de Londres). Entre estas promesas estaba, en caso de victoria, la posibilidad de quitar a Austria todo el litoral del Adriático.

Cuando Italia efectivamente ganó el conflicto junto a sus aliados, los políticos de Roma empezaron a frotarse las manos, hasta que apareció el presidente de Estados Unídos, Woodrow Wilson: «¿Pacto de Londres? Yo no sé nada». Y con ello, ciao ciao al litoral de Dalmacia, donde ya vivía muchísima gente que hablaba italiano, en aquel imperio de los Absburgo de Austria convertido en gran mezcla de lenguas y culturas.

La perla de aquel litoral se llamaba Fiume, ciudad y puerto de vital importancia, casi como el de Trieste. Allí la gente hablaba al menos cuatro idiomas (italiano, croata, húngaro y alemán). Las industrias de manufacturas antes de la Gran Guerra producían a toda pastilla. Cuando se derrumbaron los austro-húngaros, Fiume pidió oficialmente entrar en el Reino de Italia, recibiendo un total rechazo por parte de los organismos internacionales que estaban redibujando el mapa de Europa.

‘Il Vate’ al frente

Aquí entra en escena uno de los personajes más importantes del Belpaese en el siglo XX: Gabriele D'Annunzio, ‘Il Vate’. Poeta, escritor, aviador, soldado, casi un influencer antes de las redes sociales, vividor absoluto, había impulsado la entrada de Italia en la Gran Guerra movilizando sobre todo a los jóvenes y criticando a los gobiernos liberales. Mezclando retórica y mito, hablaba del «amargo Adriático», una de sus obsesiones, porque además D'Annunzio había nacido en Pescara, frente a Croacia.

Cabalgando sobre una opinión pública decepcionada por la «victoria mutilada» en el primer conflicto mundial, (la expresión es del mismo ‘Vate’), el poeta abruzzés reunió a unos 2.500 colaboradores fieles, simpatizantes suyos y jóvenes enfadados a la vez, nombrándolos «legionarios», y el 12 de septiembre de 1919 ocupó Fiume, «en nombre del Reino de Italia».  

D’Annunzio en Fiume/Rijeka. (Wikimedia Commons)

Durante 15 meses aquella ciudad del litoral se convirtió en una especie de Woodstock. Fue proclamada hasta una constitución modernísima, con posibilidad de voto para las mujeres también (en Italia todavía estaba prohibido). Era la llamada Regencia del Carnaro, una república con su mezcla paradójica de corporativismo, socialismo, sindicalismo y estética, donde los artículos de la ley eran escritos por un poeta como D'Annunzio.

A este Estado autoproclamado llegaron aventureros y rebeldes, se experimentó casi de todo –incluido el consumo de drogas– y el ‘Vate’, el «comandante», estrenó algo que luego el fascismo robaría a dos manos: los discursos desde el balcón, en el caso del poeta de Pescara desde el Palacio del Gobierno. D'Annunzio –los historiadores han ido descubriéndolo año a año– fue un proto-fascista sobre todo a nivel de léxico y de actitud, sin desde luego llegar a encarcelar o matar a los opositores.

Fuera de allí, mientras tanto, se estaba decidiendo el destino tanto del Reino de Italia como del recién instituido estado de Yugoslavia, en cuyo territorio se encontraba Fiume, oficialmente ciudad libre. Hasta que el 26 de diciembre de 1920 el Gobierno de Roma fue a obligar a D'Annunzio a solucionar el problema, y no lo hizo con cariño sino bombardeando el Palacio del Gobierno, provocando 50 muertos en la llamada «Navidad de Sangre».  Fin de la aventura del Carnaro, fin de la experiencia del ‘Vate’ como líder  político.

Sin embargo, D'Annunzio mantendrá en el profundo de su corazón a Fiume: en su última residencia, el exagerado Vittoriale degli Italiani en Gardone Riviera, hizo colocar un barco, el Torpedero Puglia utilizado durante la Primera Guerra Mundial, con la proa en dirección al Adriático.

El caso es que Fiume, o Rijeka según la denominación croata, siempre ha mantenido una fortísima identidad italiana. Muchos nacidos allí han hecho carrera en el Balpaese, como atletas o futbolistas: entre los más destacados, el tenista Orlando Sirola o Ezio Loik, interior y estrella tanto del ‘Grande Torino’ (el equipo muerto en el accidente aéreo de Superga el 4 de mayo de 1949) como de la selección azzurra.  

Ezio Loik, con la «azurra». (Wikimedia Commons)

Desde que Croacia se independizó de Yugoslavia, por cierto, Italia nunca le ha ganado; acumula cinco empates y tres derrotas.

‘Lamerica’ de los albaneses

«Uomini e donne d'Italia, dell'Impero e del Regno d'Albania: ascoltate». Cuando Benito Mussolini desde el balcón de Palazzo Venezia en el pleno centro de Roma pronuncia estas palabras para declarar la entrada en la Segunda Guerra Mundial («Hombres y mujeres de Italia, del Imperio y del Reino de Albania: escuchad»), no dice ninguna mentira. Por aquel entonces, 10 de junio de 1940, el país transalpino tiene un imperio con sus colonias, al estilo del Commonwealth británico o los territorios d'Outremer franceses.

Un imperio ridículo, cierto, en el sentido de la grandeza de los territorios: Etiopía y Somalia no eran ningún Eldorado, más allá del postureo a nivel internacional que proporcionaba su exotismo. Muchos italianos fueron allí para combatir contra los naturales de esos países o para casarse con sus mujeres, incluidas menores de edad, las faccetta nera, «caritas negras» de Abisinia, tratadas como esclavas.

Eran colonias conquistadas a un precio muy alto, con los italianos «donando el oro a la patria» para financiar el conflicto en nombre de Mussolini, del Duce. Colas interminables de personas tirando literalmente los anillos en cajas donde se recogían y se fundían para «devolver» al Estado el preciado metal.

El caso es que después del segundo conflicto mundial no quedaría ya nada de imperio, ni en África ni en Albania. Todo lo contrario, el fascismo sería derrotado e Italia quedaría patas arriba económica y anímicamente. El objetivo era «partir los riñones» a los enemigos pero el resultado sería un fracaso absoluto, con lo que Albania recuperaría su independencia a pesar de quedar bajo la influencia de Yugoslavia y el comunismo local.

Albania volvería a ponerse muy de moda en Italia cuando en el año 1991, el 8 de agosto más precisamente, 20.000 prófugos desde Durazzo llegaron de golpe, cruzando el mar Adriatico, al puerto de Bari, escapándose del régimen local.

Fueron imágenes impresionantes para algo que parecía impensable: de hecho, hasta aquel entonces la inmigración había sido sobre todo «interna», del sur de Italia hacia el norte, pero una llegada tan masiva entró de inmediato en el imaginario colectivo. El director Gianni Amelio estrenaría en 1994 probablemente su obra maestra, ‘Lamerica’, que sería premiada en los Goya como Mejor Película Europea.

De aquellos 20.000 albaneses, muchos jovencísimos, algunos encontraron realmente ‘Lamerica’, es decir una especie de bienestar, en Italia. Entre ellos futbolistas como el delantero Edgar Çani, que llegaría a la máxima categoría con el Palermo y el Catania después de haberse mudado desde Bari a Perugia.

Edgar Cani, en una breve etapa en el Leeds.