Beñat Zaldua

Catalunya, punto y seguido

Dar por muerto el procés supondría tanto como asumir que aún estaba vivo. Quizá sea más apropiado hablar de cambio de ciclo. El bloque independentista no va a regresar al autonomismo pero el grado de cumplimiento de PSC y PSOE modulará la fuerza con la que se desea una República catalana.

Toma de posesión del president de la Generalitat, Salvador Illa.
Toma de posesión del president de la Generalitat, Salvador Illa. (Lorena SOPEÑA | EUROPA PRESS)

Septiembre de 2012. Pronto hará 12 años  que Artur Mas se desplazó a Moncloa para reunirse con Mariano Rajoy. Acababa de celebrarse la primera Diada masiva, convocada por una recién nacida y poco conocida Assemblea Nacional Catalana (ANC). El tema de la reunión en Moncloa: pacto fiscal. Nótese que ni siquiera se hablaba de un nuevo modelo de financiación ni de la gestión y recaudación de los impuestos. Solo un pacto. Esa era la demanda de Mas para tratar de encauzar la monumental manifestación que, nueve días antes, había sorprendido a propios y extraños. Mariano Rajoy, fiel a su estilo, le respondió que ni creía en el pacto fiscal ni tenía margen para llevarlo a cabo. Ni quiero ni puedo.

Cinco días después, Mas adelantó las elecciones, quedó lejos de la mayoría absoluta a la que aspiraba y, empujado por una ERC pujante y una CUP que estrenaba escaños en el Parlament, empezó el proceso soberanista catalán. Al menos en su vertiente institucional. Porque el cambio venía de lejos, del Estatut y más allá.

La historia no es un armario lleno de compartimentos estancos desconectados, los procesos van transformándose. Es por eso que es demasiado decir tajantemente que el proceso empezó en 2012, igual que parece excesivo afirmar que ahora, con Salvador Illa president, ha muerto. Para empezar, porque eso significa que todavía estaba vivo. Quizá sea más apropiado hablar de fases o ciclos, de los cuales ha habido más de uno durante el propio procés. El referéndum del 1 de octubre de 2017 –o más bien su gestión inmediata– también implicó un cambio de ciclo, aunque no está claro que todos lo hayan acabado de entender siete años después.

 

La incursión de Puigdemont tenía el potencial de señalar la rebelión del TS contra la amnistía, pero ha acabado siendo munición contra los Mossos y el Govern de ERC.

 

En cualquier caso, hablar de cambio de fase, de punto y seguido, si se quiere –siguiendo la estela de la “Directa” del 26 de octubre de 2011–, parece más apropiado que decretar el fin del procés, una fórmula que, más que a la realidad, obedece a las necesidades narrativas de periodistas e historiadores, así como a intereses ideológicos, en este caso españoles. Eso sí, caprichos de la historia, el ciclo se cierra con ERC sellando un pacto de financiación y con los herederos de CiU echados al monte.

Principio de realidad

Pensar que las miles de personas que en los últimos tres lustros han dado el salto del autonomismo al independentismo van a volver al redil resulta fantasioso. Si las condiciones objetivas se mantienen, todo volverá a acelerarse cuando la coyuntura acompañe. Los tiempos políticos en Catalunya, ya de por sí acelerados, son endiablados en este siglo XXI que cabalga a toda velocidad.

Afirmar que no va a haber un regreso masivo al autonomismo no quiere decir, sin embargo, que ese deseo de independencia no pueda modularse y tener altibajos con el paso del tiempo. Es uno de los apuntes más valiosos que contiene un libro importante y valiente que merece recuperar, “Principi de realitat”, escrito por Jordi Muñoz tras el 1-O. No todos los independentistas desean la República catalana con la misma intensidad, que puede ir cambiando en función del contexto.

El último ciclo electoral catalán es una buena muestra de ello. En un escenario sin estrategia clara y de abierta confrontación entre soberanistas, muchos votantes optaron por quedarse en casa, abriendo la puerta a una victoria insuficiente pero contundente del PSC. En otro escenario, quizá Pedro Sánchez podría haber optado por entregar la Generalitat a Junts y asegurarse así la legislatura en Madrid, pero las circunstancias –empezando por la propia actitud de Junts– y el mismo resultado electoral –lejos del empate, Illa sacó 200.000 votos a Puigdemont– cerraron la puerta a esta vía.

El expresident Carles Puigdemont, en su intervención en Barcelona, el pasado jueves. (César MANSO/AFP)

 

En esta tesitura, había dos opciones: o Illa lograba la investidura o se repetían las elecciones. Y a quien tocaba decidir, quizá por desgracia para ellos mismos, era a ERC. La decisión era difícil, con más contras que pros en ambas opciones. El partido está en un momento muy delicado, electoralmente por supuesto, pero también a nivel interno, en pleno proceso de recambio que amenaza con no serlo, tras la estrambótica actuación de Oriol Junqueras, que se ha desentendido del partido en su peor momento en años, alegando que disputará así una presidencia que él mismo ha dejado. Hay cosas que cuesta entender desde la distancia.

 


La investidura de Illa deja la presión sobre Sánchez, que tiene sublevados a sus barones por el pacto con ERC y a Junts lejos de aprobarle los presupuestos

 

Es legítimo pensar que Esquerra podría disponer de un mejor punto de partida para la reconstrucción tras una repetición electoral, por duro que fuese el golpe, que hipotecando su futuro al devenir del Govern de Salvador Illa y, sobre todo, al incierto cumplimiento del acuerdo alcanzado. Nadie en Catalunya se fía de la palabra del PSOE. También es cierto que, una vez abiertas las negociaciones, el acuerdo alcanzado es muy jugoso sobre el papel.

En cualquier caso, ha sido un proceso democrático interno el que ha acabado aprobando el «sí» a Illa. La campaña desatada desde Junts, con Puigdemont llegando a responsabilizar parcialmente a Esquerra de su potencial detención, no parece ser de recibo, como las críticas desatadas desde la ANC, en especial por parte de su presidente, Lluís Llach, hiperactivo en las redes.

La ruptura viene de lejos

En este sentido, resulta también irrisorio querer fijar en la investidura de Illa el final de la unidad independentista, que lleva años hecha trizas. La deslealtad de Junts respecto al Govern de Pere Aragonés, una vez Esquerra le dio el sorpaso, ha sido notoria.

Pero aquí todos tienen sus agravios. La deslealtad de ERC en los momentos clave de septiembre de 2017 está presente en la memoria de Junts. Carles Puigdemont estaba a punto de convocar elecciones el día 26, pero Junqueras se negó a compartir el coste político de la decisión. El president se revolvió y todo acabó con la conocida declaración de independencia del 27 de octubre.

Es inútil pensar en qué hubiera ocurrido si en vez de la DUI se hubiesen adelantado elecciones, pero recordar el episodio es pertinente para abordar la relación entre los principales líderes soberanistas. La represión ha condicionado las estrategias de los partidos, pero no explica por sí sola su guerra sin cuartel.

Junqueras puede volver a estar al frente de ERC en breve, y el liderazgo de Puigdemont, tras la audaz incursión del jueves, es indiscutible. Pensar que sin cambiar de dirigentes puede abrirse una nueva fase independentista parece a menudo una quimera, por mucho que se reconozca el mérito del president exiliado a la hora de poner de manifiesto la anormalidad que supone su persecución, así como para sacar de quicio a los españoles.

¿Y ahora qué?

En este sentido, a veces sorprende que se quiera hacer responsable de la situación de Puigdemont a ERC y al PSOE, por mucho que el papel de los de Pedro Sánchez a lo largo de los años álgidos del proceso soberanista haya sido vergonzoso. No se trata de lavarles la cara, sino de utilizar la coyuntura a tu favor. La obsesión de Madrid siempre fue presentar el conflicto catalán como algo endógeno a solucionar entre catalanes. La rebelión del Supremo contra una Ley de Amnistía aprobada por el propio Congreso español brinda la oportunidad de cambiar de marco y subrayar que, efectivamente, el problema no es catalán, ni vasco, sino español, y que tiene que ver con el funcionamiento democrático más básico. Una defensa más activa de lo votado por parte de los progresistas españoles, desde luego, ayudaría. Brillan por su ausencia.

Pero utilizar las consecuencias de la desobediencia del Tribunal Supremo para criticar al PSOE y tratar de ganar a Esquerra la lucha por la hegemonía independentista supone jugar a pequeña. Que el foco, estos días, esté puesto en la actuación de los Mossos d’Esquadra –con la delirante operación del jueves– es una buena muestra de ello.

Este contexto abre un abanico de posibilidades no tan amplio. Si el PSOE cumple, sobre todo en términos de fiscalidad, el paso adelante para Catalunya será enorme. Que se lo pregunten a Mas. No está claro que ERC vaya a recoger los frutos, en cualquier caso. Si no se cumple lo pactado, la legislatura será un via crucis para un PSC con 42 escaños de 135. Y las condiciones para un nuevo ciclo independentista seguirán dadas, a la espera de la coyuntura y los liderazgos oportunos.

Sobre estos dos escenarios, sin embargo, pende una incógnita, porque para saber si el PSOE va a cumplir, Sánchez tiene que seguir en la Moncloa, y no está nada claro que Junts vaya a facilitarle los votos que requiere para ello.