La guerra obliga a los niños de Gaza a trabajar y olvidar lo que es jugar
Algunos rompen piedras, otros venden cartones de zumo o de café: en la Franja de Gaza asediada y devastada por el Ejército israelí, los niños palestinos trabajan para satisfacer las necesidades de sus familias en un territorio donde, según constata el Banco Mundial, «casi todo el mundo» es pobre.
Cada mañana, a las siete, Ahmed, de 12 años, sale a las ruinas de Jan Yunis, en el sur del pequeño territorio palestino bombardeado incesantemente por las tropas israelíes desde hace más de diez meses. «Recogemos los escombros de las casas destruidas, luego trituramos las piedras y vendemos el cubo de grava por un shekel», es decir, 25 céntimos de euro, cuenta a AFP este pequeño gazatí, con el rostro bronceado por el sol, las manos cortadas por las piedras que levanta y la ropa cubierta de polvo.
Sus «clientes», dice, son familias desconsoladas que utilizan esta mala grava para erigir frágiles estelas sobre las tumbas de sus seres queridos, a menudo enterrados apresuradamente, que forman parte de las más de 40.000 personas a las que Israel ha matado en su brutal ofensiva militar contra la Franja de Gaza.
«Al final ganamos dos o tres shekels cada uno, eso no alcanza ni para un paquete de galletas. Hay tantas cosas con las que soñamos, pero que ya no podemos comprar», lamenta.
Lesiones y desnutrición
En Gaza, uno de los territorios más poblados del mundo, pero también uno de los más pobres, la población es joven: uno de cada dos habitantes es un niño. Bajo el bloqueo israelí durante 17 años, sin perspectivas económicas y de desarrollo, el trabajo infantil, a diferencia del resto del mundo, ha seguido aumentando en los últimos años. Oficialmente prohibido antes de los 15 años por la legislación palestina, el empleo de niños en la agricultura o la construcción ya existía antes de esta ofensiva.
Hoy en día, con cientos de miles de puestos de trabajo perdidos, más del 60% de los edificios destruidos o dañados y la falta de electricidad, trabajar es un desafío.
Para sobrevivir, los adultos que intentan encontrar un lugar en los campamentos improvisados que se mueven constantemente, según las órdenes de evacuación del Ejército israelí, movilizan a los niños con ellos.
Khamis, de 16 años, y su hermano pequeño, Sami, de 13, recorren calles destrozadas y campos de desplazados para vender cartones de jugo.
«De caminar descalzo entre los escombros, a mi hermano se le infectó la pierna con una metralla», dice el mayor.
«Tenía fiebre, manchas por todas partes, y no tenemos medicinas para tratarlo», continúa, mientras los organismos humanitarios siguen dando la voz de alarma sobre el sistema de salud que fallaba antes de octubre y ahora, asediado y destruido por Israel, es incapaz de hacer frente a los enjambres de heridos, las epidemias y la desnutrición infantil.
Según organizaciones humanitarias, la desnutrición grave entre los niños ha aumentado un 300% en el norte de Gaza y un 150% en el sur. Destacan también que el 41% de las familias ya se hacen cargo de uno o más hijos que no son suyos.
En la familia de Khamis y Sami todo el mundo trabaja. Consiguieron comprar un carro y un burro por 300 shekels (75 euros) cuando huyeron de su casa por primera vez. Luego tuvieron que marcharse con la tienda de campaña que habían podido conseguir, esta vez por 400 shekels.
A estos viajes les siguieron otros siete, la tienda se perdió y hoy la familia lucha por permitirse «un kilo de tomates a 25 shekels», es decir, a más de seis euros, asegura Khamis.
«Encontrar mi vida de antes»
Moatassem, por su parte, dice que a veces consigue ganar «30 shekels al día» vendiendo café y frutos secos en una caja de cartón que coloca a un lado de la carretera. «Paso horas bajo el sol para reunir esa cantidad y la gastamos en un minuto», dice este adolescente de 13 años de la ciudad de Gaza.
«Y algunos días solo gano 10 shekels, aunque grito durante todo el día para atraer clientes», continúa, una gota en el océano de gastos en Gaza, donde el precio de las bombonas de gas ha aumentado un 500% y el de la gasolina, un 1.000%.
En estas condiciones, «solo pensamos en nuestras necesidades básicas, nos hemos olvidado de lo que es el ocio, de gastar por placer», asegura.
«Me gustaría llegar a casa y volver a mi vida de antes. Antes era fácil encontrar agua para beber», recuerda.