La violencia sexual es una realidad omnipresente que va goteando titulares continuamente hasta que aparece «un caso» que por su crueldad, por su violencia extrema, por su multiplicidad o por cualquier otra característica, legitima a los medios a tratarlo –y a los consumidores a entenderlo– como un suceso fuera de la norma y los envicia. «Un caso» que desborda pantallas, páginas, emisoras, redes, para clamar: bienvenidos a la excepción, a este cruento remanso donde pueden permitirse no mojarse ni verse reflejados. Con el caso de Dominique Pélicot, el hombre que reclutó a decenas de varones para que durante casi diez años violaran a su mujer, a la que drogaba cada vez sin su consentimiento, se han vuelto a activar los mecanismos que aíslan la violencia sexual de su condición estructural, solo que esta vez ese relato se está rebatiendo con más fuerza que en otras ocasiones.
Aunque queda mucha agua para achicar. En el juicio a esta perfecta corporeización de la cultura de la violación, que se celebra desde el 2 de septiembre en el tribunal penal del departamento francés de Vaucluse (Avignon), se sientan en el banquillo, en total, 51 personas: el marido, Dominique Pélicot, de 71 años, está acusado de drogar, violar y orquestar las violaciones de decenas de hombres a su esposa desde julio de 2011 hasta octubre de 2020, primero cuando el matrimonio vivía en la región de París y desde 2013, en su casa familiar en Mazan, una pequeña ciudad de Vaucluse. Los 50 varones restantes, de entre 26 y 74 años, están acusados de violarla, algunos de ellos repetidamente, cuando ella se encontraba inconsciente.
Además, en el juzgado de Vaucluse aflora una nueva violencia prácticamente en cada sesión: una de las hijas y una nuera mostraron sus sospechas sobre si ellas o los nietos han podido también ser víctimas de abusos de Dominique Pélicot, y uno de los enjuiciados, Jean Pierre M., admitió al comienzo del proceso que también daba ansiolíticos a su pareja para luego violarla, a veces en compañía de Pélicot.
Es una madeja de violencias difícil de desenredar. «Como dice la clarividente Virginie Despentes, los machos se follan entre ellos a través de nuestros cuerpos, asaltando nuestros cuerpos. No se me ocurre mejor ejemplo que el que nos ocupa o las manadas violadoras», apunta Itziar Ziga, escritora y activista feminista.
El patrón sigue mandando
Varios medios de comunicación ya han escogido el rótulo que identificará al serial durante las próximas semanas –se prevé que el juicio dure cuatro meses–: ‘Las violaciones de Mazan’. «Simplemente por cómo lo titulan, podemos ver que el foco no está puesto en hacer una reflexión crítica sobre la violencia sexual que enfrentan las mujeres, sino en la espectacularidad, en una recreación morbosa de los hechos que, en lugar de invitar a reflexionar, apela a emociones mucho más primarias como pueden ser el asco, la repugnancia, las ideas vengativas, el punitivismo. Somos personas, a todas nos genera asco y repugnancia, pero si nos quedamos ahí perdemos la oportunidad de hacer una crítica seria», señala Nerea Barjola, doctora en Feminismos y Género por la UPV-EHU y autora de ‘Microfísica sexista del poder: el caso Alcàsser y la construcción del terror sexual’.
Las dos expertas que ayudan en este reportaje a analizar este caso de tortura sexual coinciden en que negar las raíces estructurales de este tipo de violencia, que compete e integra a toda la sociedad, sirve para no responsabilizarse de ella y, con ello, «la volvemos a reproducir», añade Barjola. «Cuando el conjunto social gestiona, comprende y relata los casos de violencia sexual como excepcionales, en realidad está hablando de la esencia misma de la norma», determina.
«Es obvio que estamos ante un caso muy bestia, no todos los agresores drogan a su mujer y la ofrecen para ser violada a decenas de hombres, afortunadamente», expone Ziga. Pero tiene claro que la gravedad no desengancha este caso de su raíz patriarcal: «Detrás de estos hechos que nos parecen tan extraordinarios, está el machismo de siempre. Somos propiedad de ellos, por eso nos matan cuando los dejamos, y por eso el marido la drogó y la esclavizó sexualmente durante diez años, porque pensaba que era suya».
El relato de la excepción tiene detrás toda una dialéctica que lo forja y suele ser recurrente y compartida en parte de la sociedad. En los titulares de varios medios, el que perpetró y orquestó la tortura sexual ya no es Dominique Pélicot, sino «el monstruo de Mazan». Ese monstruo que dibujan ahora los medios, en quien rebuscan transtornos que no existen para encontrar una explicación a un comportamiento que se ajusta perfectamente al machismo imperante, era, sin embargo, «un tipo genial» para su mujer, que compartió 50 años de matrimonio con él. «Cuando se les califica de monstruos –razona Barjola–, de salvajes… se está intentando sacar el caramelo envenenado del conjunto social. Pero, realmente, las violencias sexuales son violencias estructurales y solo tienen cabida en una sociedad que las permite y las consiente».
«Nuestro consentimiento es una pantomima social, un juego que se saltarán si creen que pueden salir indemnes de ello»
Y, al contrario, la prensa destaca con sorpresa la banalidad de los demás acusados, que son padres de familia, maridos, hermanos, hombres con ocupaciones comunes. Para Barjola, esto sigue la línea de la construcción de la excepcionalidad. «El hombre que ha ofrecido el cuerpo de su mujer llevaba la misma vida ‘normal’ que los otros. Sin embargo, sacrifican a uno para salvar al resto, para repetir el mensaje que dice que no todos los hombres pueden hacer esto», destaca.
Diez años de impunidad
Que este caso de tortura sexual haya podido suceder durante tantos años con tantos hombres implicados es clarificador para Ziga y Barjola, aunque confiesan que no les sorprende. «Nuestro consentimiento es una pantomima social, un juego que se saltarán si creen que pueden salir indemnes de ello. Así es la masculinidad histórica, así se sigue socializando a los identificados como hombres», advierte Itziar Ziga.
Impunidad y fraternidad masculina son dos de los elementos que ayudaron a que las violaciones siguieran sucediendo, junto con todo un sistema «que posibilita que las violencias sexuales transiten libremente», dice Barjola. Lo explica con ejemplos: cuando la mujer les hablaba de enfermedades venéreas, de agotamiento extremo o de sus sospechas de padecer alzhéimer a los profesionales médicos, a estos «nunca les saltó la alarma». «Nunca les saltó la alarma porque, primero, la sociedad está construida y socializada para no creer a las mujeres. Y porque, además, tenemos personas no formadas en feminismo, no formadas en la prevención, deteción y abordaje de las violencias sexuales», aclara.
En realidad, el caso solo salió a la luz cuando una casualidad, también de origen machista –Dominique Pélicot fue sorprendido intentando grabar vídeos bajo las faldas de mujeres–, llevó a la Policía a analizar el ordenador de Pélicot, donde archivaba fotografías y vídeos de las violaciones. La cuestión es que, ni estos 50 procesados –fueron más, pero no los pudieron identificar– ni los pocos que no participaron en la violación sistemática –solo tres de cada diez hombres que contactaba por internet decía que no, según el propio Dominique Pélicot– denunciaron lo que sabían que estaba ocurriendo. Y, a pesar de ello, reivindicar not all men (no todos los hombres, en inglés) fue la reacción instantánea de varios varones tras conocerse este caso.
El contrarrelato feminista
Ciertos medios y buena parte de la sociedad siguen reproduciendo patrones patriarcales para relatar las violencias sexuales, pero lo que sí está cambiando, gracias a un trabajo previo del feminismo que «ha permitido conceptualizar violencias que antes no tenían nombre», es la contestación, celebra Barjola. Se responde al intento de generar relatos excepcionales, los titulares morbosos se contestan rápidamente y hay un intento de situar el foco sobre los hombres, detalla. «Empieza a haber discursos en torno al not all men, pero se refurmulan, se resignifican y dicen: ‘¿Cómo que not all men?’. Este es un caso paradigmático para hacerle frente a esa idea, para ver las violencias sexuales como una violencia estructural y que implica a todas y cada una de las personas de esta sociedad. Y, específicamente, los hombres tienen un trabajo importante que hacer», destaca.
«Las violencias sexuales son violencias estructurales y solo tienen cabida en una sociedad que las permite y las consiente»
Es un caso paradigmático, también, porque desmonta uno de los grandes mitos de la violencia sexual, que dice que este tipo de agresiones solo las cometen desconocidos en callejones oscuros. En esta ocasión, las violaciones no se realizaron en el espacio público, sino en casa, lo que demuestra que, en realidad, «lo que es público es el cuerpo de las mujeres; es público dentro y fuera de casa –sostiene Barjola–. Vemos toda una estructura que tiene que ver con el acceso libre e impune al cuerpo de las mujeres. Creo que es importante que empecemos a visibilizar las violencias que se cometen en el espacio privado, que cometen nuestros padres, nuestros maridos, nuestros novios, nuestros amigos».
La vergüenza cambia de bando
La mayoría de los acusados se tapa la cara para intentar esconder su identidad y, sin embargo, la mujer, Gisèle Pélicot, asiste a las sesiones con el rostro descubierto. Ella fue quien rechazó que el juicio a los hombres que la violaron se celebrara a puerta cerrada, para que «la vergüenza cambie de bando», sentenció con valentía. «Son ellos, sus agresores, 51 agresores nada menos, quienes pretenden esconderse, son ellos sobre los que recae ahora la vergüenza gracias al gesto de ella», celebra Ziga.
La intención de la mujer es clara: que se conozca lo que le han hecho, que las mujeres que puedan estar sometidas mediante sumisión química tengan las herramientas para identificarlo, y que este juicio suponga un punto de inflexión para las violencias que encadena la cultura de la violación. «Siempre hay alguien que abre el camino y nos lo regala para que las demás podamos continuar. Para mí, esto es una de las bases del pensamiento, de la articulación colectiva y del feminismo: hacemos red, y lo que una no lo puede hacer en un momento determinado, lo hace otra», encomia Barjola.
A juicio de Ziga, la actitud que ha tomado Gisèle Pélicot es «importante y liberadora», sobre todo para romper con ciertas dinámicas revictimizadoras que sufren las mujeres víctimas de violencias sexuales. «Pensemos en la persecución a la víctima de la agresión quíntuple de sanfermines, que nos alzó en marea feminista. Han publicado su foto y su identidad por las redes para destruirla, para que no se recupere nunca. Después de la violación, viene la victimización infame, la vergüenza. A las mujeres se nos ha asesinado históricamente por haber sido violadas, porque éramos una vergüenza para el orden patriarcal: hablamos de los crímenes de honor. Ahora no nos matan los hombres de nuestra familia por haber sido violadas, aquí, pero nos condenan a la vergüenza cuando lo denunciamos», ha expuesto. Y, por todo ello, remata: «Gisèle Pélicot lo tiene clarísimo, da la cara por todas las mujeres, y a mí me enaltece como feminista. Mila esker, Gisèle!».