Cuando resta una década para que se cumplan 200 años de su muerte, Tomás de Zumalacárregui sigue siendo una figura reivindicada por corrientes políticas contrarias entre sí y que es objeto de estudio en dos libros que se han publicado coincidiendo en el tiempo y que ponen el acento en su genio militar, en un caso, y en sus motivaciones políticas y los actos que llevó a cabo en consecuencia, en el otro.
El centrado en sus cualidades como general, publicado por la editorial Lamiñarra, se titula ‘Tomás de Zumalacárregui en la Primera Guerra Carlista (1833-1835)’ y es obra del historiador Borja Guinea. En el mismo se analiza en detalle las batallas que libró en los veinte meses que estuvo al frente de las tropas carlistas, sus preparativos, sus tácticas o los problemas a los que se enfrentó.
Sobre esta faceta más militar, Guinea señala que «es cierto que nunca tuvo oportunidad de dirigir una batalla de grandes dimensiones, donde se usasen los tres tipos de armas de la época: infantería, caballería y artillería. Pero en el tiempo que tuvo, demostró que era un general brillante en la lucha de guerrillas».
Además, la Primera Guerra Carlista le sirvió para desplegar la «sorprendente capacidad que tuvo de convertir un proto-ejército formado por voluntarios y Voluntarios Reales en un ejército de verdad, con un organigrama militar sólido y en medio de una escasez de recursos enorme. Por supuesto, para esto, los carlistas tuvieron que usar mano dura para nutrir su ejército de quintos o usar, al igual que los liberales, la represión, dejando páginas bastante oscuras en nuestra historia».
El historiador considera que Zumalacárregui «tenía muchas características que han hecho que hoy día sigamos hablando de él, como su capacidad de organización, su habilidad para saber medir los tiempos, el conocimiento del terreno o la movilidad que tenían sus tropas, entre otros. En mi opinión, estos cuatro puntos fueron claves para lograr formar un ejército y poner en jaque al ejército liberal durante los meses que estuvo al mando del ejército carlista».
Unos puntos a los que se sumaban «un carisma y una severidad que le hicieron ganarse el aprecio de sus tropas, que le llamaban de forma cariñosa ‘el Tío Tomás’. Aplicó justicia con los que se comportaron bien y con los que no, cuidó de sus tropas y procuró no exponerlas demasiado, lo que, unido a la racha de victorias, logró mantener una moral muy alta en su ejército, a la vez que disminuía la del contrario».
Un contrarrevolucionario profundamente carlista
Para elaborar su libro, Guinea ha recurrido al fondo de Juan Antonio Zaratiegui, que actuó como secretario de campaña del jefe carlista, y asegura que, «por lo que he podido leer en la documentación del Archivo General de Navarra, he observado que Zumalacárregui tenía un pensamiento contrarrevolucionario».
Profundizando en esta cuestión, señala que «era profundamente carlista y tenía unos ideales muy contrarios a los de la revolución liberal», y añade que «no creo que le moviese defender los Fueros para echarse al monte. Tras su destitución de su puesto como gobernador de Ferrol, Madrazo nos dice que se presentó ante don Carlos para ofrecerle su espada, mismo argumento que mostró a su hermano Miguel Antonio a finales del invierno de 1834, diciendo que a él le movía el honor, en este caso hacia don Carlos. Además, Zaratiegui dijo que al principio de la guerra, los Fueros no eran algo que estuviera puesto en entredicho. Incluso cuando Espoz y Mina fue nombrado por el gobierno de Madrid virrey de Navarra, hizo referencia a los Fueros y libertades de los navarros».
Le califica de «hombre muy militar, muy centrado en este ámbito y detestaba los entornos de ‘politiqueo’, como el tener que tratar con la corte que rodeó a don Carlos desde su llegada. Sin embargo, sabía que debía ganarse el favor de la población local, que estaba más dividida de lo que en un principio pudiera parecer. Para eso, hizo uso de proclamas o de arengas donde se puede ver su ideario, profundamente antirrevolucionario y basado en la triada ‘Dios, Patria, Rey’».
En su opinión, al general carlista «le movía la defensa de la religión, la lucha contra cualquier forma de liberalismo o de revolución, y el honor hacia la promesa que hizo a don Carlos de luchar por él. Sus arengas están repletas de referencias a estos principios, con algunas particularidades según el objetivo. Con los navarros, apelaba a su lealtad hacia los reyes y a seguir el blasón de las cadenas, mientras que a los guipuzcoanos y vizcaínos, unidos a los navarros, les recordaba que ni los romanos ni los musulmanes lograron conquistarlos, algo que entonces se creía cierto».
Carlos «era el medio, no el fin»
Curiosamente, en el extremo opuesto de esta faceta más política se sitúa la tesis que sostiene el segundo libro que acaba de llegar a las librerías sobre el líder vasco. Se titula ‘Zumalacárregui y la República de los Pirineos’, es obra de Jose Mari Esparza y ha sido publicado por la editorial Txalaparta.
En este trabajo, el autor describe «el ambiente político-militar de Euskal Herria en el siglo XIX, en relación con los Fueros, la independencia y la conciencia nacional del territorio», y «deja en evidencia que las libertades vasconavarras fueron el motor principal de las guerras decimonónicas y descubre los amagos independentistas y los antecedentes de los mismos», señalan desde Txalaparta.
En lo que respecta a Zumalacárregui, se recoge que la defensa de los Fueros constituye el motivo primordial por el que el general vasco tomó las armas, hasta el punto de que el pretendiente Carlos «era el medio, pero no el fin que se proponía», según el testimonio de un emisario del monarca francés Luis Felipe recogido por Esparza.
Así, recuerda que una vez constituida la junta que gobernaría Nafarroa, el 14 de noviembre de 1833, esta institución se reunió con varios jefes militares, Zumalacárregui incluido, y firmaron un acuerdo de fidelidad a «Carlos VIII de Navarra» y de «adhesión a los Fueros y leyes de este Reino».
Esparza recoge que la reacción del Gobierno liberal ante el levantamiento armado fue extender el Estatuto Real a Nafarroa, Gipuzkoa, Araba y Bizkaia, cuyos Fueros quedaban derogados de facto. Teniendo en cuenta ese modo de proceder, el autor se pregunta que «si la sublevación no había sido por los Fueros», como sostiene una parte de la historiografía, «¿qué sentido tenía el castigo de suprimirlos?».
A continuación sostiene que esa defensa a ultranza de los Fueros habría llevado a Zumalacárregui a proclamar una república federal en los territorios vascos en la primavera de 1834. Esa proclamación se recoge en una carta hallada por el historiador Mikel Sorauren en el Archivo General de Nafarroa y que facilitó a Esparza, convirtiéndose en el principal detonante de su libro.
Esa misiva estaba fechada el 9 de abril de 1834 y la escribió José Antonio Zurbano, agente de negocios de la Diputación de Nafarroa en Madrid, y está dirigida al secretario de esa entidad, José Basset. En la misma, Zurbano le informaba de que había llegado a Madrid «una proclama de Zumalacárregui en la que dice que en atención a la inadtitud (sic) y abandono con que mira la defensa de su causa Don Carlos, se declara el Reino de Navarra y provincias vascongadas en República Federal y para ello se convocarán a los estados, luego que las circunstancias de la guerra lo permitan».
Esparza apunta que el general vasco se habría decidido a dar ese paso tras meses de lucha exitosa contra los liberales, en los que «contó con el apoyo de la población civil, ya que esta veía al ejército liberal como un ejército invasor». Y ante el vacío de poder, al ser «abandonado por su jefe», se decía entonces, ya que Zumalacárregui no tenía noticias del pretendiente Carlos, que se hallaba refugiado en Portugal.
La proclamación llega incluso a Metternich
Los corresponsales franceses en Baiona fueron los primeros en divulgar la noticia señalando que el Zumalacárregui había emitido una proclama «a los habitantes de las cuatro provincias insurgentes, por la cual los declara independientes y los libera de toda sumisión; o hacia la autoridad de don Carlos o hacia la de la reina», estableciendo «una especie de gobierno federal».
A partir de ahí, la noticia corrió como la pólvora «por toda la prensa del continente y llegó a las cancillerías europeas». El autor señala que «las diputaciones vascas, el Gobierno español y los gobiernos de Francia, Inglaterra y el Imperio austro-húngaro tuvieron conocimiento directo» y que «periódicos de Suiza, España, Francia, Gran Bretaña, Prusia e Italia cubrieron la noticia». Incluso el canciller austríaco Metternich, el político más importante de la Europa del momento, se hizo eco de lo que ocurría en Euskal Herria.
Esa proclamación habría provocado un «precipitado viaje de Carlos» desde Inglaterra, donde se encontraba tras salir de Portugal, para reunirse con un general vasco que había derrotado en menos de un año de campaña a cuatro militares de renombre de Madrid: Sansfield, Valdés, Quesada y Rodil.
Era tal el prestigio de Zumalacárregui, que firmó un tratado internacional con Gran Bretaña en relación a los prisioneros. Se trataba de un Convenio de Canjes y Humanización de la Guerra, denominado Convenio Eliot, para normalizar las leyes de la guerra y evitar el fusilamiento de prisioneros. Lo firmaron «entre Londres y la cuatro provincias en exclusiva», lo que desató las iras del Congreso español.
La llegada de Carlos frenó esa incipiente república federal vasca y provocó que Zumalacárregui terminara poniendo sitio a Bilbo, una operación militar que decidió acometer cediendo ante «Carlos y su camarilla». Mientras dirigía el sitio, una bala le alcanzó en una pierna el 15 de junio de 1835. La herida no fue correctamente atendida y terminó falleciendo el día 24.
Esparza recoge en su libro que se llegó a decir que, al conocer que había muerto, Carlos se entregó a «una alegría estúpida, como quienes salen de una tutela y se quitan un peso de encima». A lo que se añade el detalle de que «no acudió al funeral» a pesar de que estaba a apenas 35 kilómetros de distancia.
Tras la muerte del general, continuó un debate sobre su figura que llega hasta nuestros días y que Borja Guinea atribuye principalmente a que «aún no se ha hecho una biografía realmente académica de Zumalacárregui, que trate su vida desde su niñez hasta su muerte. Esto provoca que haya lagunas oscuras y que se le encasille en ideologías a veces contrapuestas. Además, cada vez se observa más cómo se falsea la historia o se cuentan medias verdades, con una visión revisionista de la misma, y Zumalacárregui, con la aureola de caudillo romántico propia del siglo XIX es muy atractivo para esto».
Por su parte, Esparza pone el acento en la reveladora carta hallada por Sorauren, ya que «ahora resulta que bajo la txapela del Lobo de las Amezkoas aparecía un carlista circunstancial y un republicano independentista y federal vasco». Y recuerda que «la idea de la independencia sobrevoló antes y después de la muerte del militar vasco en las cuatro provincias», como se recoge con abundantes ejemplos en su trabajo.
Sus respectivos libros ponen en evidencia que a prácticamente 200 años de su muerte, Zumalacárregui sigue siendo una figura que se presenta bajo prismas muy diferentes.