La venganza contra Al Assad se cobra en plato islamo-yihadista 13 años después
Con el impulso de Turquía, y para solaz de Israel, la ofensiva islamo-yihadista controla Alepo, tomó ayer Hama y mira ya a Homs y a la capital de Siria, Damasco. 13 años después de que el régimen sofocara, islamizándola y militarizándola, la «primavera siria», esta se revuelve con su peor cara.
La coalición yihadista HTS (Organización para la Liberación del Levante), una amalgama de grupos liderada por la otrora sección siria de Al Qaeda, y los restos del opositor Ejército Libre Sirio (ELS), tutelados desde hace años por Turquía, protagonizan desde hace diez días una ofensiva relámpago desde su bastión de la provincia de Idleb y el norte del país ante la que el Ejército Árabe Sirio (EAS) se desmorona como un castillo de naipes.
En dos días, y con el régimen de Damasco en retirada, tomaron el control de la segunda ciudad siria y capital económica del país, Alepo, matando en ataques suicidas al máximo responsable sirio de su defensa y a un general de la Guardia Revolucionaria iraní.
Sin Alepo, Siria, un Estado fallido que se sostiene gracias a Rusia e Irán, es inviable.
Después de adueñarse de toda la provincia de Idleb, siguieron avanzando hacia el sur. Tras reforzar sus posiciones en torno a Hama, el Ejército Árabe Sirio aguantó días, pero los rebeldes lograron ayer romper sus defensas y tomaron la cuarta ciudad del país.
La conquista de Hama, además de estratégica, tiene un alto valor simbólico. La ciudad conservadora y mayormente suní fue escenario en los setenta-ochenta de una insurrección armada de la cofradía islamista de los Hermanos Musulmanes contra el régimen que este reprimió en 1982 a sangre y fuego, con un balance de entre 20.000 y 40.000 personas muertas.
Al inicio de la Primavera Siria en febrero de 2011, el Ejército huyó de la ciudad, escenario de multitudinarias protestas, pero volvió en julio y la recuperó a cañonazos.
En paralelo, las brigadas del ELS a sueldo de Ankara lanzaban un ataque desde Al Bab, en el norte de Alepo, ocupaban una base militar rusa evacuada a toda prisa, y expulsaban a las milicias kurdas de las YPG de Tel Rifat, forzando al éxodo a decenas de miles de kurdos hacia el este de Rojava.
Tras doblar el territorio bajo su control, los drones de la amalgama salafo-yihadista alcanzaban ya a Homs, la conocida en 2011 como «Ciudad de la Revolución», y a Damasco.
La Policía y los soldados sirios reprimieron entonces a sangre y fuego las protestas en las calles para exigir el fin del régimen y la salida del poder del clan Al-Assad. Este era consciente, como ahora, de que perder Homs, estratégicamente situada en el epicentro del país, es dejar totalmente aisladas a Damasco, a la ciudad-puerto militar ruso de Tartus y a Lataquia, bastión de la minoría alauita (chií) y patria chica de la familia que rige desde hace 52 años los destinos de Siria.
Aunque el International Crisis Group señalaba que la ofensiva, bautizada como «Disuadir la Agresión», comenzó como un intento de testar las líneas de defensa del régimen y alejar el frente de guerra de las zonas más pobladas de Idleb ante el incremento de los bombardeos de los ejércitos ruso y sirio, la elección de la fecha para iniciar el ataque es todo menos baladí.
Coincidió en hora con la entrada en vigor del frágil alto el fuego en Líbano el 27 de noviembre, tras dos meses en los que Hizbulah, uno de los puntales del régimen sirio, bastante ha tenido con resistir un embate total de Israel, que lo ha descabezado y obligado a concentrar todas sus fuerzas en su propio territorio.
Cuando Rusia está enfrascada en una ofensiva militar en el este (Donbass y Jarkov) y sur (Zaporiya) de Ucrania, mientras hace frente a una incursión ucraniana en su propio territorio (Kursk) y al lanzamiento de misiles de medio alcance made in OTAN contra objetivos en su propio suelo.
Cuando Irán ha tenido que abandonar a su suerte no ya a Hamas en Gaza sino a su «joya de la corona», Hizbulah, en Líbano. Y cuando su Guardia Revolucionaria, junto con la propia organización chií libanesa y el Ejército sirio, son castigados casi a diario por bombardeos del Ejército israelí.
Un ataque de tres cazas israelíes en la ciudad-oasis de Palmira dejó el 22 de noviembre un centenar de muertos, la mayoría mandos y miembros de milicias chiíes iraquíes pro-iraníes y de Hizbulah.
Tanto Damasco como Teherán no han tardado en apuntar al complot israelo-estadounidense. Cuando saben, como sabe la propia Rusia y lo corrobora el baile diplomático de los últimos días, que la clave está en Ankara.
Otra cosa es que a Israel le interese el escenario y haga todo lo posible por exacerbarlo –el martes pasado mató en un bombardeo en Damasco al enlace de Hizbulah con el Ejército sirio–.
Pero es la Turquía del presidente islamista, y neotomano, Recep Tayip Erdogan, la que ha visto la oportunidad de sacudir el tablero. Ha atisbado la debilidad de sus aliados y a la vez rivales, haciendo honor al viejo adaggio de que un país no tiene amigos ni enemigos, solo intereses, un axioma aplicable exponencialmente en el mundo multipolar de hoy.
Turquía, que, como bien sabe Rusia, tiene mucho que decir en la guerra de Ucrania con su control del Mar de Mármara y del estrecho de los Dardanelos, ha decidido elevar el pulso y dejar en nada el acuerdo con Moscú por el que este le dejaba ocupar el enclave kurdo de Afrin y aledaños a cambio de que mantuviera bloqueados a los rebeldes en Idleb y en partes de las provincias de Alepo y de Lataquia.
Es evidente que los restos del ELS no mueven un dedo sin las órdenes de Ankara. Pero tampoco HTS protagonizaría semejante ofensiva sin su aquiescencia.
Llegados a este punto, conviene explicar de qué hablamos cuando nos referimos a esta nebulosa de grupos. Hay'at Tahrir Al Sham (HTS, Organización para la Liberación del Levante) es una amalgama yihadista salafista que se creó en 2017 como fusión entre Jabhat Fateh al-Sham (antes Frente al-Nusra, sección siria de Al Qaeda) con brigadas salafistas menores como Ansar al-Din, Jaysh al-Sunna, Liwa al-Haqq y Nour al-Din al-Zenki.
La diferencia entre yihadismo y salafismo es difusa. Ambos defienden la imposición de la Sharia (ley islámica) pero mientras el primero apuesta por su implantación ofensiva en toda la Umma (territorio histórico del islam), la segunda es una interpretación igualmente arcaica de la religión musulmana aunque limita su aplicación en clave quietista (social y no política) y solo utiliza las armas en ámbitos nacionales y en circunstancias como la de Siria en 2011.
El líder de HTS, Abu Mohamed al-Golani, es un yihadista de vieja data que luchó contra EEUU en Irak y conoció en la prisión de Camp Bucca al entonces líder de Al Qaeda, y luego emir del Estado Islámico (ISIS), Abum Bakr al-Bagdadi.
Este le envió a Siria en plena revuelta para crear la filial de la red, el Frente al Nosra. En 2013 Al Baghdadi crea el ISIS para Irak y Siria sin contar con el permiso de Al Qaeda y Golani se mantiene fiel a la red. Desde entonces, ha protagonizado una metamorfosis política e incluso física y estos días llama a respetar a las minorías cristiana, alauíta y kurda, aunque ya hay informes de algunas decapitaciones.
Sus aliados salafistas en el HTS son grupos y brigadas cuyos dirigentes fueron «casualmente» excarcelados por el régimen en 2011. Esto sin olvidar que el Frente al Nosra e incluso el ISIS agudizaron la impronta sectaria, suní y rigorista que se fue imponiendo entre las filas rebeldes.
Es indudable que el islam, pese a que no protagonizó los primeros compases de las revueltas árabes, pronto las capitalizó al constituir, tanto en Egipto como en Túnez o en Siria la oposición más organizada contra los regímenes panarabistas. Los movimientos juveniles, «laicos» –entre comillas– y democráticos fueron dejados de lado.
Es una paradoja cruel que, 13 años después, sea gente como el líder de Al Qaeda y, mano a mano, grupos a sueldo de Turquía los que amenacen a los Al-Assad en Damasco.
Y dramático para los kurdos, posiblemente otra vez los paganos de esta venganza fría e islamo-yihadista.