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El «infierno» de Rato y la decadencia de un modelo

Nadie podía esperar hace una década, cuando Rodrigo Rato era el todopoderoso director del FMI, que terminaría perseguido, como su padre, por delitos económicos. Su declive es el de un modelo, aunque ya se escuchan voces que hablan de «voladura controlada».


Nos vemos en el infierno», le dijo David Fernández al «gángster» de Rodrigo Rato exhibiendo una sandalia justiciera en el Parlament de Catalunya. Como Muntazer al Ziadi, el periodista iraquí que lanzó su zapato a George Bush, pero sin probar su puntería, el diputado de la CUP fue denostado por los dóciles que siempre apelan a las «formas» pero ha terminado demostrando que tenía razón al menos en dos cosas. La primera, que el antiguo vicepresidente español y todopoderoso director gerente del FMI pasaría por su propio averno y que él estaría allí para verlo, aunque fuese por televisión. La segunda, al calificarlo como malhechor. El exgurú económico de Génova ya tiene algo en común con Al Capone: ambos fueron perseguidos por delitos contra Hacienda. La imagen de Rodrigo Rato, el segundo de a bordo de José María Aznar, el hombre que pudo ser Mariano Rajoy y no quiso, conducido hacia un vehículo policial en medio del escarnio público es otro de los símbolos de la decadencia del régimen español. Su biografía explica el auge y hundimiento de un modelo económico, el denominado «milagro español» de finales del siglo XX, que ha terminado demostrando que lo verdaderamente milagroso fue mantener el tocomocho durante tanto tiempo sin que apenas nadie en el Estado hiciese nada por poner fin a los desmanes.

A Rodrigo Rato, a quien el juez bloqueó ayer todas las cuentas corrientes, el poder y los chanchullos le vienen de cuna. Su padre, Ramón Rato Rodríguez, fue uno de los pocos acaudalados a los que el régimen franquista condenó por evasión de capitales. Eran los años 60 y el patriarca del clan pasaría 3 años en la cárcel. La multimillonaria multa que tuvo que abonar tampoco impidió que las arcas de los Rato siguiesen bien abastecidas. Los antecedentes no fueron obstáculo para el fulgurante ascenso de un «pata negra» de Alianza Popular. Tampoco es cuestión de ser injusto, ya que el hecho de que su padre fuese un chorizo no implica que él estuviese destinado a repetir vicios. Tras estudiar Derecho y un master en Administración de Empresas, Rato subió escalafones en Génova de la mano de un viejo amigo: José María Aznar, que lo haría ministro nada más llegar a Moncloa en 1996. A partir de aquel momento comienza su época dorada. Son los años de la liberalización del suelo, de las grandes privatizaciones y del mantra del «España va bien» tan insistentemente repetido que terminó por convertirse en verdad a los ojos de millones de personas, que tardarían algunos años en sufrir las consecuencias del experimento. Desde la lejanía, quizás ahora cobre más relevancia el hecho de que el tipo que más controlaba sobre finanzas en el Estado no concluyese sus estudios de Economía (un doctorado) hasta 2003, apenas un año antes de dejar la supercartera monetaria. En aquel momento nadie osaría ponerle en cuestión. Convertido en uno de los grandes referentes del «aznarato», su nombre llegó a sonar para sustituir al expresidente. Este, sin embargo, optó por el gris Rajoy. Puede que como dardo envenenado contra un inquilino de Moncloa respondón, Aznar terminaría confesando que ofreció el puesto a Rato, pero que este lo rechazó en dos ocasiones. Seguro que ahora, repudiado por el partido y convertido en chivo expiatorio, estará maldiciendo aquella negativa.

En 2004 a Rodrigo Rato el Estado se le quedaba pequeño. El PSOE había ganado las elecciones y no estaba dispuesto a permanecer como diputado raso. Dio el gran salto a Washington, donde fue nombrado director gerente del Fondo Monetario Internacional con tratamiento de jefe de Estado. Su prestigio era irrebatible y poca gente sospechó cuando en 2007, con la crisis asomando la cabeza, dejó la institución por «motivos personales». Fue el inicio del fin. A partir de entonces, se había colocado en el borde de un precipicio llamado Caja Madrid. Aupado por Rajoy a la presidencia de la entidad, dirigió la salida a bolsa de Bankia, un proceso de ingeniería financiera construido sobre cuentas falsas que terminó hundiéndose y arrastrando con él al Estado. 22.000 millones del rescate financiero al que se sometió a Madrid en 2012 fueron a tapar el inmenso agujero negro producido por Bankia.

Desde entonces a Rato solo se le ha visto por los juzgados. Primero, imputado por la falsificación de las cuentas de la entidad que él presidió y después, enfangado en el escándalo de las «tarjetas black» que utilizaron sus consejeros mientras saqueaban los ahorros de los preferentistas. Que se acogiese a la amnistía fiscal promovida por su antiguo colega Cristóbal Montoro y que operase con dinero en paraísos fiscales para eludir la fianza impuesta por la Audiencia Nacional son solo más leña al fuego de la hoguera en la que muchos ciudadanos quieren ver al antiguo ministro. Cierto es que ya se han alzado voces que hablan de «voladura controlada». Cargar el muerto a un tipo amortizado puede servir para que el PP diga que «las leyes se cumplen». Tampoco se puede obviar que la sucesión de escándalos ha convertido a muchos ciudadanos en agnósticos sobre la Justicia: no pueden afirmar a ciencia cierta que esta exista, sobre todo en relación a personas como Rato. Que le congelen las cuentas será lo más parecido al «infierno» al que le condenó Fernández. Está por ver si arrastrará a alguien por el camino.