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Mitos y realidades en torno al «Brexit» (in)

Toda campaña electoral, y más si se trata de un referéndum, está marcada por los mensajes alarmistas, desde uno y otro bando, y cuyo objetivo pasa por activar las pulsiones emocionales de los votantes.


El referéndum sobre el «Brexit» no ha sido una excepción. Los partidarios de que Gran Bretaña mantenga su peculiar relación con la UE han cruzado todas las líneas de lo que se conoce como principio de realidad a la hora de alertar sobre la inminencia del apocalipsis, económico, político e incluso vital, si ganaba el «Brexit».

Para ello, han contado con la ayuda, discreta pero por momentos explícita, de una UE que no ha dudado en calificar el resultado del referéndum como el momento de la verdad de la construcción europea.

En el lado contrario, los partidarios del «Brexit» han señalado que su victoria supondría la definitiva recuperación de una suerte de soberanía originaria británica perdida en los 43 años de permanencia en la UE. Más aún, los más exaltados no han dudado en rememorar los «gloriosos» –nefastos para el resto del mundo– tiempos del viejo imperio británico.

Afortunadamente, aquellos tiempos son historia y, por lo que toca a la soberanía, las crecientes conexiones e interdependencias en un mundo globalizado llevan a que, para bien o para mal, su concepción decimonónica y anclada en el viejo Estado-nación se haya convertido en un mito más.

De vuelta a la tierra, el triunfo del «Brexit» abriría un plazo de negociación de dos años para consumar el divorcio, plazo marcado por la improvisación, toda vez que la posibilidad de salida, algo inédito hasta ahora en una Unión que no ha hecho más que ampliarse, aparece recogida genéricamente y sin referencia alguna al procedimiento, en seis párrafos del artículo 50 del Tratado de la UE.

Consumada la salida de la UE, se abriría entonces un nuevo y largo período de negociaciones de cara al establecimiento de una nueva relación entre Gran Bretaña y la UE. Sin contar con el posible veto de algunos miembros en busca de venganza por el desaire británico, el proceso duraría también años.

Pero como, pese a los deseos de Farage y de los nostálgicos de no se sabe qué glorias, Inglaterra y el resto del continente están unidos por mar y por una tupida red de intercambios económicos, Gran Bretaña –o lo que quedara de ella si escoceses e irlandeses del norte pudieran hacer efectivas sus amenazas– se vería obligada –terca realidad– a negociar con la UE, o con lo que quedara también de ella.

A día de hoy, Londres tiene varios modelos a elegir, pero a cual más problemático. El primero, el de sumarse al Espacio Económico Europeo (en el que participan Noruega, Islandia, Liechtenstein y los Veintiocho).

El EEE permite a los estados extracomunitarios acceder al mercado único de la UE a cambio de una cuota y de suscribir sus normas, incluida la de la libre circulación de trabajadores –principio maldito para los defensores del «Brexit»–.

Oslo les ha advertido estos días de que su aportación per cápita al presupuesto de la UE es similar a la que aportan hoy los británicos. Con el hándicap de que Noruega debe «tragar» con buena parte de la legislación comunitaria y de su política exterior sin voz ni voto, algo a lo que Londres debería resignarse.

El modelo de Suiza, que aunque no paga contribución alguna asume también las cuatro libertades básicas (entre ellas la libre circulación de personas), tampoco convence a los soberanistas xenófobos británicos.

Quedarían, como opciones, que Gran Bretaña mantuviera relaciones con la UE en tanto que miembro de la OMC mientras negocia un acuerdo de libre comercio como el recién rubricado por la UE con Canadá, cuyas negociaciones han llevado más de una década.

Por lo que toca a los defensores del «Brexin», sus advertencias sobre un Armagedón económico (Osborne) y sobre la hipoteca vital de las futuras generaciones (Cameron) apelaban más a un intento desesperado por parte de ambos de salvar la cabeza (política) que a otra cosa.

Finalmente, los mentideros políticos e ideológicos de la UE han insistido en que el voto a favor de la permanencia en la Unión conjuraría la mayor crisis de su historia. Cuando, siendo cierto el alcance de la crisis, su origen no está en el «Brexit». Y es que si no fuera por que es el núcleo mismo del proyecto de construcción europea el que está en grave crisis, el euroescepticismo de ingleses, húngaros o neofascistas sería un simple resfriado. Bastaría con estornudar.