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Desterrar la normalidad


Cerrar TV3 y volverla a abrir con gente normal». Son palabras del líder del PP catalán, Xavier García Albiol, que aspira a convertir al partido en el menos votado del Parlament. No sería noticia menor. Albiol quiere una televisión pública normal, y quiere un país normal. ¿Y eso qué es? Pues unos medios públicos como RTVE y un país como España, que hay que decíroslo todo.

Otorgar carta de «normalidad» a los deseos propios es la forma más burda de lanzar al resto al baúl de la anormalidad y negar el debate político: con un anormal no se dialoga, se le ignora o se le combate. La normalidad es una palabra a desterrar en política.

El lunes podrían quedar en libertad –esperemos que así sea– diez personas que jamás debieron entrar en la cárcel. Se eliminaría así, un día antes de iniciarse la campaña, el principal elemento disruptivo de la normalidad con la que España quiere barnizar la contienda electoral del 21 de diciembre. Volvemos al dichoso palabro, cuya raíz no es sino la norma. Es decir, es normal aquello que sigue la norma. Sigamos el hilo, que nos lleva a deducir que aceptar la normalidad de las elecciones no es, en el fondo, más que aceptar como norma que el Estado puede encarcelar y liberar a personas a su antojo, que puede disolver un parlamento democráticamente escogido y que puede tomar el control de instituciones ajenas.

La excepcionalidad del momento no se le escapa a nadie, pero la pugna electoral es un huracán que arrasa matices y lecturas complejas. Se entiende que ocurra: si el resultado va a subir al marcador, es necesario jugar el partido aunque tengas a varios expulsados, unos cuantos lisiados y el árbitro esté comprado. Con todo, es necesario conjurarse contra la pátina de normalidad que se extiende aunque sea involuntariamente. La feliz puesta en libertad de los dirigentes independentistas no significaría recuperar la normalidad, más bien al contrario, sería el mejor recordatorio de que esta cita electoral es cualquier cosa menos ordinaria.