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Ziganda pierde el Norte

A falta de soluciones para una plantilla que no logra optimizar, el cambio de sistema en Girona es una ocurrencia que da miedo.


«Veníamos del desastre contra el Eibar y algo había que hacer», respondió Kuko Ziganda tras el partido de Montilivi cuando le preguntaron sobre el cambio de sistema. De no ser porque su cara desencajada del domingo por la noche denotaba pánico, podríamos pensar que, dicho eso, se quedó tan pancho.

Su alternativa a la tarde de los pitos contra el Eibar fue llenar el equipo de defensas y centrocampistas. Nada menos que tres centrales, dos laterales y tres centrocampistas, dos de ellos de vocación defensiva, y dejar que dos jugadores –Raúl García y Williams– se tuvieran que buscar la vida en el campo del rival. El entrenador del Athletic cambió de sistema de juego y reconoció que lo hizo en función del rival, que no era precisamente ni el Barcelona ni el Real Madrid, sino el Girona.

Vistos los resultados del experimento, en el que los jugadores dieron la sensación de encontrarse absolutamente perdidos –hay una jugada que escenifica el desbarajuste cuando Yeray, casi sin quererlo, se presenta cerca del área del equipo catalán y no sabe qué hacer con el balón–, lo mismo podía haber sacado a ocho jugadores de ataque o a dos porteros, toda vez que Kepa está ya recuperado.

Primer ataque de entrenador

Lo curioso de este revolucionario cambio es que es el primero que Ziganda hace en su más de medio año al frente del primer equipo. Desde que heredó las riendas del mismo no ha hecho más que mover cromos de jugadores sin aportar una sola idea. Es lo mismo de lo que acusan a Zidane en el Madrid. El técnico navarro heredó prácticamente la misma plantilla de Valverde y solo metió a Núñez y Córdoba para que cubrieran las bajas forzadas por lesiones de larga duración de Yeray y Muniain.

El resto fue dejarse llevar. Pero, el verdadero reto que tenía que afrontar cuando se hizo cargo del equipo desde la pretemporada era revertir el ciclo negativo de juego en que estaba inmerso desde el comienzo de la campaña 2016/17. Algo que Valverde no supo o no se vio capaz de hacer, y que facilitó su marcha ante un anquilosamiento más que evidente.

Ziganda, cuya experiencia como entrenador de Primera se fraguó en Osasuna y Xerez, sin resultados significativos o aportaciones técnicas que reseñar, ha dirigido durante varios años al Bilbao Athletic, filial cuya gestión y exigencias no se parecen en nada a las de un Primera. Erróneamente en el club rojiblanco y en su entorno se ha dado por hecho que, de la misma forma que para los jugadores, también para los entrenadores debía ser un trampolín al primer equipo, y el tiempo ha demostrado que a los perfiles de uno y otro banquillo les diferencian los suficientes matices como para que el salto de uno a otro no sea automático.

Adiós a la imaginación del filial

Sin embargo, y aunque la apuesta parecía conservadora con un entrenador de perfil bajo, en su declaración de intenciones Ziganda abogó por el espectáculo y el dominio del balón para tratar de imponer siempre un estilo vivo y alegre. Y era de suponer que se refería al mismo desparpajo con el que estaba jugando su Bilbao Athletic.

Pero una cosa fueron las declaraciones públicas y otra lo que se empezó a ver en el campo desde el primer partido. Músculo en el centro y mareo de balón entre centrales, laterales y portero a la espera de que se abriera el rival y resolviera una galopada de Williams o un cabezazo de Aduriz o Raúl.

Un abismo entre el dicho y el hecho. Atenazado por el miedo al fracaso, Ziganda hizo recular al equipo reforzándolo por detrás con lo que se tapó la cabeza con la manta y dejó los pies al aire. Ha ganado en consistencia defensiva, pero no le mete un gol al arco iris y, lo que es peor y mantiene a los aficionados al borde del golpe de estado, aburre a las ovejas. La situación llegó al límite en el partido contra el Eibar en San Mamés con el Athletic defendiendo un empate ante los suyos y Ziganda justificándolo sin el más mínimo rubor diciendo que el equipo se le había partido. Metió a Vesga por Susaeta a falta de 5 minutos y reconoció que, si por él hubiera sido, lo hubiera cambiado antes. Vamos, que le dio apuro.

Ante el Girona era de suponer que cambiaría el cromo de Laporte por el de Martínez, pero no, su salto mortal al vacío sin red fue monumental. Sin exagerar, de dimensiones bíblicas. Posiblemente, ni Clemente ni Mourinho se hubieran atrevido a tanto. Ha sido un movimiento inexplicable, que amenaza con repetir y con el que, además, ha traicionado su supuesta filosofía, aquella que dejó traslucir el día de su presentación, el pasado 25 de mayo, cuando destacó la importancia de ganar, pero matizó que era todavía más importante «cómo queremos ganar» y respondió él mismo a la pregunta diciendo que «siendo un equipo agresivo, valiente, que no especula y va a por todo». Algo no cuadra.