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Catalunya debe votar... ¿un Estatut?

No es el independentismo el único que peca de pensamiento mágico. Rajoy confió en una solución meramente represiva y ahora es registrador de la propiedad en Santa Pola. Sánchez abandera ahora una solución que pase por las urnas, sí, pero acotando el ejercicio democrático a una votación sobre el Estatut, pantalla superada en Catalunya.


Durante los últimos años se ha acusado, muchas veces con razón, a la corriente central del independentismo de pecar de un pensamiento mágico que aseguraba que la independencia era pan comido, que bastaría con demostrar que eran la mitad más uno los que querían constituir una nueva República y que, en caso de que España impidiese el ejercicio democrático por la fuerza, Europa intervendría definitivamente para forzar un referéndum con todas las de la ley. Es el mismo pensamiento que defendía la posibilidad de una independencia unilateral sin ruptura ninguna.

Este discurso se desmoronó con el colapso de finales de octubre de 2017. El reto que afronta el independentismo ahora es, de hecho, que la caída de ese pensamiento mágico no arrastre al proyecto soberanista en su globalidad, sino que lo haga madurar.

Pero el ilusionismo no funciona solo en el campo independentista. El mismo Rajoy confió en que la mera vía policial y judicial serviría para acabar con un conflicto político, y lo pagó muy caro. La posición de poder –que es de lo que en el fondo se trata– permitió a España salvar el matchball del otoño pasado, pero Rajoy es en este momento un registrador de la propiedad en Santa Pola.

Ahora es el turno de Pedro Sánchez. La música, ciertamente, ha cambiado, y aunque la correlación de fuerzas actual –insistimos, de eso se trata– no permite augurar ningún cambio relevante en esta legislatura, un mes de mandato ha servido para anticipar cuál es la salida que imagina el líder del PSOE. La referencia más explícita la lanzó en el Congreso de los Diputados el pasado 18 de julio, cuando le contestó al portavoz de ERC Joan Tardà que «Catalunya tiene un Estatut que no votó y la crisis en Catalunya solo se va a resolver votando». Son palabras que nunca se habían escuchado en boca de un presidente del Gobierno español. No las menospreciemos, pero busquemos la trampa en la continuación de la respuesta de Sánchez a Tardà: «Lo que nosotros queremos votar es un acuerdo, pero ustedes pretenden votar una ruptura».

La ministra de Política Territorial, Meritxell Batet, encargada de buscar una solución al conflicto catalán y hacer de contrapeso imposible a Borrell en el Ejecutivo español, confirmó el domingo en una entrevista en “La Vanguardia” que las palabras de Sánchez, lejos de ser una ocurrencia del momento, son el reflejo de una línea política identificable. «Lo que los catalanes tienen que votar es un acuerdo político», tituló el diario del Conde de Godó, abanderado de una solución de estas características. «No se trata de empatar o de contarnos los unos a los otros, sino de conseguir un consenso amplio que represente al 80% o al 100% de la voluntad de la sociedad», explicaba después Batet, dejando claro que no hablamos de un referéndum sobre la independencia.

No falta literatura acerca de esta solución estatutaria. Desde «padres» de la Constitución española como Miguel Herrero de Miñón a exministros como Francisco Caamaño o numerosos constitucionalistas han lanzado diversas ideas con un nexo en común: una votación en la que los catalanes decidan su nuevo encaje en el Estado español, pero con la opción de la independencia vetada de antemano. La que aparentemente tiene mayor predicamento en el entorno del PSOE –y del PSC– es la lanzada por el Círculo de Economía en mayo. Brevemente y con sus propias palabras: «Un nuevo Estatuto cuya naturaleza debe ser la de una verdadera constitución catalana dentro del marco de la Constitución española».

Si la elección de las mayúsculas no da suficientes pistas de por donde van los tiros, el Círculo lo especifica cuando argumenta que, para una solución así, no haría falta una reforma constitucional: «Solo es norma autonómica y, por tanto, solo la aprueba la comunidad afectada». Llámale constitución, pero sigue siendo ley autonómica.

La propuesta de esta institución privada que siempre ha buscado terceras vías en el conflicto catalán –de ahí la complicidad con el PSC– identifica con razón en la sentencia contra el Estatut el origen del malestar catalán –«fue sin duda un error político de gran magnitud»–, pero se aferra a la esperanza de que, enmendando aquel garrafal error, todo pueda volver a la «normalidad» anterior.

El PSOE hace suya esa esperanza, en un ejercicio que solo puede ser archivado en la carpeta de los pensamientos mágicos. Porque igual que resultaba imposible pensar en una independencia unilateral sin ruptura, resulta muy difícil imaginar que el grueso del independentismo vaya a aceptar una solución que no incluya el derecho a decidir ni que sea en un futuro lejano. Ha llovido demasiado desde aquel junio de 2010 en el que un Tribunal Constitucional caducado –cuatro de los magistrados, tres de ellos conservadores, habían agotado ya su mandato– tumbó el intento de volver a encajar Catalunya en el Estado español, esfuerzo abanderado en su día por Pasqual Maragall. Su hermano Ernest estaba ayer sentado al otro lado de la mesa.

Es difícil pensar que oferta alguna se oficialice durante el interludio actual de Sánchez. Solo sería posible tras unas elecciones en las que el PSOE saliese reforzado, algo que, desde luego, está por ver. Pero si llega el día, obligará al independentismo a afilar argumentos, pues tendrá ante sí, por primera vez, una oferta política basada en parámetros estéticamente democráticos, por muy adulterados que estos estén –que lo están–. Quizá no sea una mala noticia para un soberanismo que hace meses que renunció a la pedagogía tras entender que la del 1-O podría ser la victoria definitiva. No lo fue.