El príncipe destronado
[Crítica: 'Mirai, mi hermana pequeña']
Mamoru Hosoda probablemente no sea un autor que se caracterice por ser poseedor de un estilo personal, no obstante logra su propósito de abordar historias desde una óptica muy reconocible y que incluye un buen puñado de aciertos en cuanto la realidad se fusiona con lo fantástico. Tras 'El niño y la bestia', este experto animador vuelve a incidir en ese universo tan abierto a múltiples posibilidades como es el de la infancia; un territorio ya de por sí mágico pero que puede resultar muy peligroso si la historia no acompaña al discurso visual y por muy atractivo que este pueda resultar. Carente de pretensiones y de tono muy afable, 'Mirai, mi hermana pequeña' no es más que la crónica vital de un niño cuya mecánica afectiva se alterará por completo con la llegada a casa de su hermana recién nacida.
Esta situación, amparada en el concepto del “príncipe destronado”, permite a los animadores de este filme japonés marcar una serie de pautas relacionadas con el despertar a la vida y las emociones que descubrirá nuestro pequeño protagonista mientras aprende a montar sobre una bicicleta o se deja llevar por la fiereza de quien se siente desplazado. En este su obligatorio aprendizaje asoma una serie de mundos fantásticos en los que se reencuentra con los integrantes de su familia en diferentes edades.
A ellos –cual fantasmas dickensianos– les corresponde la labor de guiarle a través de un sendero vital novedoso y que siempre suscita miedo porque es imposible dar marcha atrás. Ejemplo de ello son el vibrante paseo en motocicleta que comparte con su bisabuelo ya fallecido y, sobre todo, la sobresaliente escena de la estación ferroviaria en la que, mediante un estilo visualmente diferente, irrumpe un inquietante tren que se dirige directamente hacia el olvido.