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El club de los autócratas crece en este tiempo dislocado

Desde Filipinas a EEUU, desde Brasil a Turquía, la ola que está llevando al poder a líderes que parecen descabellados y peligrosos, pero que son tremendamente atractivos para los electores, se parece cada día más a un tsunami. El riesgo es tan grande que no hacerles frente no es una opción.


El mundo está siendo sofocado por monstruos. Pocos países parecen inmunes a su emergencia. El club gana nuevos socios en todas las latitudes del planeta. Resulta complicado entender el alucinante ascenso al poder en tantos y tan distintos países de unos líderes que personifican la figura del hombre fuerte, rudo, del macho desacomplejado, con puño de hierro, que han demostrado su habilidad para aprovecharse de las frustraciones colectivas.

Muchos creían que no podía superarse la marca del presidente de EEUU, Donald Trump. Que podían culparlo de todo. Y es difícil no estar de acuerdo con ello. Es una persona desagradable, sexista, con comportamientos de depredador, con una retórica ácida, incendiaria, que despacha de manera humillante todo aquello que le disgusta. Pero, en honor a la verdad, es mucho más que Trump lo que uno se encuentra en el conducto biliar. Como fenómeno político, el populismo, incluso la perversión más funesta del mismo, es decir, el fascismo, merece un análisis que no sea hecho desde las vísceras. Entre otras cuestiones, porque, guste más o guste menos, está en boga y resulta sexy y atractivo, abre el apetito electoral de cada vez mucha más gente.

Brasil acaba de elegir como nuevo presidente a alguien peor aún que Trump, con una retórica incluso más imprudente y mucho más peligroso dada su disposición a recurrir a la violencia. Jair Bolsonaro ha llamado públicamente «indignos, que no tienen ningún valor» a los afro-brasileños; dice que «es mejor estar muerto que ser gay»; y llegó a decir públicamente a una mujer que era «tan fea que ni merecía la pena violarla». Se muestra dispuesto a «limpiar« toda la «basura marxista» de su país y como nostálgico declarado de la dictadura militar (1964-1985), se pregunta en voz alta: «¿Qué hay de malo en la dictadura?»; para luego responder ante sus seguidores: «que no mató a suficiente gente».

Y si se abre el zoom, haciendo un rápido repaso, ahí nos encontramos al primer ministro de India, Narendra Modi, que supervisó personalmente la masacre de 3.000 musulmanes en Gujarat en 2002. Y a Rodrigo Duterte en Filipinas, que cree ardientemente que matar a delincuentes por millares es la vía más efectiva de limpiar la sociedad. O al presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, que cree que el mejor sitio para un periodista es la cárcel. O Viktor Orban, el euro-fascista que quiere construir un muro gigante que rodee a Hungría y que usa el miedo como aglutinante del chauvinismo húngaro.

No son gente extraordinaria, de capacidades únicas. Son caricaturas el uno del otro, copias de carbón de unos hombres que convierten la desolación en veneno y simbolizan el fascismo en la era digital. Hombres duros, machos alfa, que creen que pueden coger a la sociedad del cuello y hacerla escupir puestos de trabajo, construir muros para purificarla, hacer que las mujeres hagan lo que ellos creen que las mujeres deben hacer.

Autócratas electos

Lo que distingue a todos estos líderes no es tanto su posición frente a este o aquel sector social vulnerable, sino su actitud ante la desolación. La desigualdad económica crece y con ella la desesperación. Las viejas ideas de privatización, de convertirnos en emprendedores en una economía de retorno rápido como fórmula de éxito, están ajadas y descoloridas. La inmensa mayoría de la gente está precariamente empleada y socialmente exhausta, trabaja en exceso y está poco pagada. Una minoría se lleva todas las ganancias y cada vez más sectores del resto se sienten al borde del precipicio de la bancarrota económica y social. En esos claroscuros toman su relieve estos monstruos que vienen con nuevas y crueles ideas: culpar a quienes son socialmente vulnerables. A los inmigrantes, porque roban el trabajo. A los gays y lesbianas, porque han difamado y dinamitado el orden social. Ahí encuentran el espacio perfecto para tomar el poder con la promesa de la salvación como bandera y el sacrificio del cordero como obligación.

Los votantes parecen haber aceptado que una autoridad centralizada es esencial para crear un estado fuerte y construir una defensa ante las amenazas. Pero una vez que la autoridad ejecutiva suprema está en manos de declarados autócratas... ¿Y si, por ejemplo, Bolsonaro actúa de acuerdo a su viejo y explícito objetivo de establecer una dictadura aunque sus votantes no la hayan pedido ni querido? ¿Y si entonces sus votantes intentan expulsarlo del poder pero no pueden porque ya ha impuesto la dictadura?

Esas no son preguntas retóricas. La fatiga de la democracia hoy se manifiesta con la emergencia de regímenes híbridos que combinan elementos de la democracia electoral con una gobernanza autocrática. Y la historia está repleta de ejemplos de líderes que subvirtieron el proceso mismo que les llevó al poder, con métodos menos cruentos que un golpe militar clásico pero igual de expeditivos. De autócratas electos que mantenían en apariencia las reglas, pero que las iban eviscerando, a menudo de manera imperceptible, ante una ciudadanía indiferente o confiada en la creencia de que las instituciones se sostienen por sí mismas o por los fundamentos que las sostienen.

Grandes respuestas, ambición radical

Creer que frente a estos monstruos la democracia electoral es el único antídoto tiene un problema: que el odio es una emoción más poderosa que la compasión y la empatía. ¡Es tan fácil apelar a las pasiones humanas más bajas, convertir la testosterona en combustible y enfrentar a los vecinos entre sí! Ese es un viejo truco de mago, una ilusión óptica: no mires a tu salario que se desvanece, mira a esas pateras de gente desesperada que vienen hacia ti. No mires a sus ojos, porque si lo haces, verás en ellos humanidad. Al contrario, míralos como una masa deshumanizada, indistinguible, y tenles miedo, o mejor, ódialos. La democracia te dará todas las facilidades para hacerlo.

Hace falta más que una urna electoral. Más organización social, nuevos proyectos para nuevas formas de vida. Ya no es creíble hablar el lenguaje del emprendimiento y la privatización. No resultan atractivos. Hace falta no obedecer por anticipado, no claudicar preventivamente ante la opresión, los autoritarios se nutren en gran medida del poder que se les ha otorgado libremente.

Por otra parte, el fenómeno del populismo en sus diferentes versiones y geografías no es, de ninguna manera, algo nuevo. Es tan viejo como la democracia y el actual auge, particularmente desde 2016, año de la victoria de Trump y del Brexit, no debería ser sobrestimado. El orden del mundo occidental, más o menos, permanece intacto.

Pero, no cabe duda de que un nuevo realineamiento está en marcha, con condiciones que le son favorables y un suelo más fértil. En una sociedad más individualizada, la volatilidad electoral tiende a ser más alta. Los partidos populistas, por otra parte, tienen más espacio cuando la izquierda y la derecha tradicional convergen ideológicamente en políticas de centro que parecen no llevar a ningún sitio. Las «crisis» los activa, sea económica o «de inmigrantes», así como la corrupción. También juega en su favor el panorama mediático cambiante, con los medios tradicionales cada vez más centrados en temas que se venden bien, en escándalos y conflictos, que alimentan la sensación de crisis que da alas al fenómeno populista.

En el horizonte se divisa una gran demanda de grandes respuestas y de una ambición política radical. Los llamamientos al pragmatismo suenan muy a menudo como una confesión de derrotismo o como una negación del descontento público. Ese apetito para un cambio radical debe ser respondido con optimismo e imaginación. Las respuestas creíbles a la angustia social no tienen porque ser modestas. Y claro que sí, se puede llamar al interés nacional y a la solidaridad colectiva sin buscar cabezas de turco.

En su ensayo “Sobre la tiranía”, el estadounidense Timothy Snyder recoge una cita de “Hamlet”, la tragedia escrita por Shakespeare, para recordarnos el riesgo de no asumir responsabilidades, de no participar en la vida comunitaria, de dar media vuelta y retirarnos ante el mal como algo inevitable. «Los tiempos están dislocados, ¡en mala hora nací para poder deshacer estos yerros». Tras el lamento, Snyder termina diciendo la última frase, como llamada a la esperanza: «No, venid, vamos todos».