El palacio parasitario
[Crítica: ‘Mano de obra’]
No tuvimos que esperar demasiado para encontrar la primera sorpresa (agradable, se entiende) de la 67ª edición de Zinemaldia. Esta vino de la mano de David Zonana, joven director mexicano que hasta el momento «solo» contaba con tres cortometrajes en su hoja de servicios como director. El hombre, presentó pues candidatura para la Concha de Oro con su ópera prima, y con ello, la organización del certamen dejó claro que la gloria del palmarés no tiene por qué estar reservada a los grandes nombres del cine de autor.
Como línea editorial festivalera, a mí me viene genial. Más aún cuando queda claro, desde la mismísima escena de apertura, que estamos ante una película con, al menos, el potencial del moratón después del impacto. A esto hemos venido, también: a herirnos. Al cine (y al arte) que realmente merece la pena, hay que pedirle esto, que manche, que nos recuerde que no somos impermeables ante lo que vemos, oímos o, simplemente, intuimos.
‘Mano de obra’ es, en este último aspecto, una clase magistral del uso del fuera de campo. Su relato nos obliga a convivir con una violencia (física, dialéctica, ética...) constante; omnipresente. Y aún así, esta se materializa en contadísimas ocasiones. Para empezar, por ejemplo, tenemos un plano general estático de un patio interior que, al estar en plena construcción, se halla ocupado por un grupo de obreros. La cámara, paciente desde su punto de observación, no se mueve un milímetro, como si supiera que algo (que no va a requerir de su intervención) va a pasar. Y efectivamente.
Cuando debemos llevar un minuto inmersos en la contemplación de los quehaceres de esta «mano de obra», un grito rompe la –aparente– tranquilidad que rige el transcurso de dichas rutinas laborales. De repente, y durante una o dos décimas de segundo, vemos a un hombre atravesar la pantalla de arriba a abajo. Se acaba de desplomar y, a juzgar por la reacción de sus compañeros (pues Zonana, testarudo en la elección inicial del cuadro, decide no cambiarlo... por mucho que esto implique no ver si el pobre desgraciado da señales de vida o no), el impacto ha sido fatal.
Y esto solo ha sido la secuencia inicial. En la siguiente, se confirman los temores más funestos... y en las siguientes, se concreta la peor visión: la vida sigue. Porque tiene que hacerlo; porque no le queda otra. Los obreros caen en la cuenta de que la obra no se terminará sola, de modo que siguen deslomándose para levantar un palacio que saben que nunca podrán llegar a habitar. Y todo esto, sin la seguridad absoluta de que la paga (justa) vaya a llegar a fin de mes. Hay quien, con toda la razón, lo llamaría esclavismo... pero ya se sabe, de algo hay que (no-)vivir.
‘Mano de obra’ se descubre así como un viaje a un submundo desbordado por unas exigencias (de supervivencia) inasumibles, se miren como se miren. Fuera, en la –puta– calle, diluvia, y dentro, a uno no le queda otra que ahogarse en silencio. Recordemos aquella primera escena: es la precariedad convertida en sentencia de muerte. David Zonana, cuyo estilo recuerda al de sus compatriotas Amat Escalante y Michel Franco (este último, socio productivo desde hace años), se sirve de cortes limpios en la sala de montaje, trabaja con el realismo en las actuaciones y renuncia a la banda sonora.
El resultado es una narración tan cruda (sin concesiones, vaya) como certera. No en vano, la película opina que el drama degenera muy fácilmente en puro terror social. En una segunda mitad que pone patas arriba el micro-cosmos retratado, Zonana parece estar firmando la contestación mexicana, e híper-inmediata al mega-éxito de los ‘Parásitos’ del surcoreano Bong Joon-ho. Lo hace difuminando la ya de por sí fina línea que separa el sueño utópico de su reverso distópico, ciertamente pesadillesco. Y en esto último nos deja, porque por lo visto, mientras haya contrato social, habrá jerarquías, y con ellas, vendrán las plagas: la desigualdad, la envidia, el abuso de poder... Estamos todos sentenciados.