Gloria eterna a Roberto Gavaldón
Sobre la importancia de (re)descubrir a los grandes clásicos, esa fuerza de la que venimos.
Vivir un gran certamen de cine de principio a fin implica, por lo general, llevar la intensidad (laboral, cinéfila, vital...) a niveles que nueve de cada diez doctores desaconsejan fervientemente. Es la conocida como «vorágine festivalera», ese ritmo frenético de proyecciones, ruedas de prensa, entrevistas, entregas de artículos y, por qué ocultarlo, fiestas muy empeñadas en llevar la indignidad a cotas pocas veces antes experimentadas en toda la Historia de la humanidad. Hay estrés (mucho) y, por consiguiente, hay tensión...
Y por consiguiente, un desgaste psico-físico que, en la recta final, es más pena que cualquier otra cosa. Este cuadro de desolación, en circunstancias normales, sería un peligroso llamamiento a la depresión (de caballo) generalizada... si no fuera, claro está, por el amor incondicional al cine; por esa fuerza extraña que nos da y quita la vida, y que en cierta manera nos obliga a adoptar, por pura táctica de supervivencia, las filosofías futbolísticas más innobles. Es el partido a partido; el día a día; el sesión a sesión.
Porque el cerebro no da para más, y porque si lo hiciera, implosionaría ante la avalancha que se le viene encima. En fin, que vivir un gran certamen cinematográfico de principio a fin implica plegarse a la dictadura de la actualidad. Y esto, por desgracia, supera cualquier burbuja festivalera: estamos construyendo un mundo cada vez más enemistado con todos los beneficios que lleva la calma consigo. Quien se detiene a contemplar, a reflexionar y, sobre todo, a cuestionarse el sistema en el que andamos metidos, es visto como un bicho raro.
Como una presencia enferma a la que conviene aislar del resto de población, muy sana; muy frenetizada. Hago este dibujo de la situación porque esta es realmente así, pero también para aportar esa brizna de esperanza a la que también debemos aferrarnos. Porque esta realmente existe, a pesar de que las primeras impresiones no la sugieran de ninguna manera. En el caso de Zinemaldia, la luz la vemos gracias al que, sobre todo en las últimas ediciones, se está confirmando como uno de sus más valiosos estandartes.
Me refiero, por supuesto, a las retrospectivas. A este emocionante bastión que año tras año resiste ante las brutales acometidas de esa dictadura de la actualidad, recordándonos de paso que no tenemos por qué mirar siempre hacia adelante. Más aún, invitándonos a hacer lo contrario. Por aquello de tranquilizarnos un poco (que ya nos conviene), pero sobre todo para dejar claro que no importa saber hacia dónde vamos (pues a esto debe dedicarse, principalmente, la Sección Oficial, las satélites y las paralelas)... si no sabemos de dónde venimos.
El cine, como arte consolidado que es, no puede ser un objeto de estudio cuyas manifestaciones deban entenderse en clave de generación espontánea. Existe un pasado al que le debemos por lo menos interés. A lo mejor, con un poco de suerte, respeto... quién sabe si admiración. A esto se dedica el formidable trabajo que, año tras año, atestiguan las retrospectivas de Zinemaldia, apasionadas llamaradas de memoria cinéfila, que están brillando con especial fuerza en esta 67ª edición del festival donostiarra.
La figura elegida este año para rendirle homenaje, ha sido la de Roberto Gavaldón, realizador imprescindible de la Época de Oro del cine mexicano, un hombre que pasó décadas enteras presentando sus trabajos en la primera línea de plazas tales como Cannes, o Venecia, o Berlín... o evidentemente, Donostia. Un artista con más de cincuenta películas en su hoja de servicios... de las que admito que no vi absolutamente ninguna, antes de plantarme este año en Zinemaldia. No hay ni una pizca de altivez en esta última afirmación. Solo vergüenza y deshonor cinéfilo. Una losa, en definitiva, cuyo peso se aligera, al menos, en cada proyección a la que consigo escapar.
Ahí, lejos de las tiránicas exigencias de la inmediatez (cosas de tener que actualizar constantemente las quinielas para la Concha de Oro), descubro un cine glorioso; a ratos, colosal. De la mano de títulos como ‘Rosauro Castro’ (1950) o ‘La otra’ (1946), paso de la ruralidad caciquil a un urbanismo igualmente manchado por graves faltas morales. Con ello, me reencuentro con ese cine que no tenía miedo a serlo. Al contrario, que mostraba, con orgullo desbordante, cada gesto de sus actores, cada movimiento de la cámara y cada detalle de sus decorados como deslumbrante emblema de esa mentira.
De ese mito de la ficción fílmica que, a fin de cuentas, tan bien exponía nuestra realidad... Y que tan bien sigue mostrándola. Salgo de cada proyección de la retrospectiva dedicada a Roberto Gavaldón reenamorándome del gran sueño cinematográfico. De esas suntuosas producciones cuyo carácter de clásico podemos constatar ahora desde el frenesí de nuestros tiempos: así éramos y así somos, lo vistamos como lo vistamos. Me paro por un momento, respiro y miro hacia atrás. Y recuerdo por qué me metí en esta locura, y por qué, a pesar de todo, sigo queriendo dejarme la vida ahí. Recuperar el pasado para entender mejor nuestro presente; para reconciliarnos con nosotros mismos. Gracias.