Franco abre un ojo y sonríe
Llevo toda la semana fantaseando con que Franco abra un ojo en su viaje en helicóptero; con que remueva su trasero en el ataúd, haciendo honor al sobrenombre de Paca la Culona, y se incorpore durante el viaje al asiento del copiloto. Solo en lo que dure el vuelo, que no pise tierra, por si acaso. Del aire al subsuelo.
¿Qué vería? ¿Qué le parecería lo que viese? La carga simbólica que tiene pasear a Franco ahora, en plena crisis de la arquitectura institucional que sucedió a la dictadura, va mucho más allá del hecho de sacarlo del Valle de los Caídos y hacer un mínimo de justicia, con 44 años de retraso. El ataúd aireado de Franco pone al régimen del 78 ante un espejo que le devuelve una imagen siniestra.
Porque lo primero que vería Franco sería un operativo organizado por el coronel de la Guardia Civil Diego Pérez de los Cobos, hijo de un candidato de Fuerza Nueva, juzgado por las torturas a Kepa Urra en los años 90 y principal responsable policial de las cargas del referéndum del 1-O. Creo que hasta le perdonaría el no haber encontrado ni una sola urna.
También se le pasaría pronto el enfado con los jueces del Tribunal Supremo que, finalmente, han autorizado su paseo. Para empezar, conocería los apellidos de la mayoría y, para seguir, rápidamente le hablarían de la reciente sentencia contra los dirigentes independentistas. Hasta 13 años de cárcel por intentar, según Marchena, presionar al Estado para negociar un referéndum. Ahí es nada. Para acabar de lograr su gracia, los jueces podrían blandir también la sentencia contra los jóvenes de Altsasu, todavía caliente. «Bueno, parece que tampoco han cambiado tanto las cosas».
El helicóptero podría sobrevolar también el Tribunal Constitucional, dedicado en cuerpo y alma a restringir los márgenes de lo posible, sea en la cuestión territorial o en la simple deliberación parlamentaria. Sonreiría ante la labor desempeñada por un tribunal que, con todos los matices, ha conseguido que la arquitectura institucional del Estado esté más cerca ahora del año 1975 de lo que estaba en 1978, con la carta magna recién salida del horno.
Poco le duraría, del mismo modo, el rebote con el PSOE, que ha promovido la exhumación cuatro décadas después. Pecata minuta fácilmente excusable a la luz de la fidelidad del partido al último deseo expresado en vida por la momia: la unidad de España. Se lo dijo al monarca que él mismo ungió. «¿Y qué tal el preparao?», preguntaría. «No vea, don Francisco, no teníamos un jefe de Estado tan activo desde que se marchó usted». Franco sonreiría orgulloso si viera la intervención prebélica de Felipe de Borbón el 3 de octubre de 2017; la misma que hizo cerrar filas a un PSOE que, dos días antes, había pedido la comparecencia del Gobierno por las cargas del 1-O. Un silbido y al redil. Ni roja ni rota.
Franco vería un país movido, revuelto, en plena ebullición. Le explicarían la repetición electoral, motivada por la negativa del PSOE a pactar con Podemos y negociar con vascos y catalanes, y sonreiría; «mira, tan preocupado por la democracia que estaba yo». Le contarían las previsiones para el 10N, con el PP y Vox reforzados, y volvería a sonreír.
Preguntaría por Catalunya, y en Madrid le explicarían que ya está, que el Parlament y la Generalitat están en jaque, que el invento de las autonomías está en las últimas, que ya la suspendieron una vez sin que pasase nada. Preguntaría por los vascos y le dirían míralos, celebrando un Estatuto que no ha llegado a desplegarse en 40 años. Preguntaría por el mundo, por Jimmy Carter y Harold Wilson, y le contestarían que no, que Donald Trump y Boris Johnson. ¿Y quién va ganando la guerra fría? Ólvidate, eso ya fue, ahora es con los chinos, y aquí no gana (casi) nadie. Pero pierden los de siempre. «¿Y ese aparato?», preguntaría señalando un teléfono móvil. El futuro que ya está aquí, pero no sabemos muy bien cómo manejarlo. El mundo parecía un lugar con muchas más certezas en los años 70.
El viaje se haría breve repasando un escenario oscuro en el que se ven emerger monstruos difíciles de anticipar hace cuatro décadas. Como hace cuarenta años –y como hace ochenta–, el Estado está en plena reconfiguración, pero la correlación de fuerzas y el contexto internacional son bastante más sombríos. Solo respuestas como las que veremos este sábado en Iruñea y Barcelona aportan esperanza y camino a construir; también jornadas como las que reunirán a más de 2.000 mujeres en Durango en una semana. Y es verdad, quizá no haya que ser tan pesimista, hay mimbres para articular un frente contra la involución que viene, pero más allá de cierta alegría por la devaluación del Valle de los Caídos, es difícil vivir con optimismo el traslado del dictador al lugar en el que, según dicen, él mismo quiso ser enterrado.