Tres versiones del 1-O para explicar el bloqueo catalán
Hoy hace tres años el Parlament declaró la independencia; acto seguido, el Senado aprobó el 155. De la mano del último libro del politólogo Jordi Muñoz, repasamos las tesis que convergieron en el vibrante otoño de 2017, buscando las razones del bloqueo actual.
Toda reflexión genuina acostumbra a partir de una pregunta; de lo contrario, tiene el peligro de ser poco más que marketing. ¿Por qué Catalunya no es hoy en día un Estado independiente? La pregunta es más pertinente de lo que puede parecer a primera vista, dada la evidencia de que no existe una respuesta consensuada en el seno del independentismo catalán, que hoy celebra el aniversario de una declaración de independencia que, tres años después, tampoco genera demasiado consenso.
La pregunta sirve de punto de partida de “Principi de realitat” (L’aAvenç, 2020), el libro del politólogo de la Universitat de Barcelona Jordi Muñoz, que este reportaje tratará de resumir. En un ensayo que, afortunadamente, huye de los testimonios personales y relatos periodísticos que han dominado la ola de publicaciones sobre el Procés, Muñoz propone tres hipótesis que convergieron en torno a aquel referéndum del 1-O. Para unos era una herramienta para forzar una negociación; es decir, no era «el mecanismo definitivo de decisión política, sino un instrumento para evidenciar la dimensión democrática del conflicto político con el Estado». Uno de los problemas de esta hipótesis, apunta Muñoz, es que no se podía hacer explícita. Requería ir de farol, con las consecuencias que esto ha acarreado.
La segunda hipótesis pasaba por la insurrección y entendía tanto el 1-O como la huelga del 3 de octubre –«el acontecimiento político más sobreinterpretado de nuestra historia reciente»– como la chispa que debía dar inicio a una revuelta ciudadana que desembocaría en la independencia.
Y la tercera, mayoritaria aunque ahora parezca la más irreal, era la hipótesis de la desconexión; la de aquellos que creyeron –tal y como se les había explicado, por otra parte– que una independencia de la ley a la ley sería posible, que bastaría con ganar el 1-O y aplicar la Ley de Transitoriedad Jurídica aprobada por el Parlament.
Sobra decir que ninguna de las tesis pasó el filtro de la realidad. El Estado aguantó el chaparrón con el paraguas de Felipe de Borbón y el cierre de filas del PSOE, la ciudadanía no se sumó al momento insurreccional –«querer la independencia no implica estar dispuesto a asumir costes muy grandes para obtenerla», recuerda Muñoz– y la desconexión se reveló como una fantasía irrealizable con los apoyos disponibles.
Entonces, volvamos a la pregunta. ¿Por qué Catalunya no es un Estado independiente? El politólogo valenciano afincado en Barcelona aporta tres razones. Para empezar, la mayoría interna no era suficiente: todavía no ha habido una cita con las urnas en la que el independentismo haya superado el 50%. Cuando basas buena parte de tu argumento en la defensa de un ejercicio democrático, esto tiene su importancia. Para seguir, Muñoz alega que la polarización interna fue demasiado grande: «Solo con un amplio consenso interno sobre la legitimidad de la decisión, que incluya tanto a los eventuales ganadores como a una parte sustancial de los hipotéticos perdedores, es concebible la conformación de un nuevo orden institucional legítimo en Catalunya». Aquí topamos con uno de los ejes troncales de las tesis de Muñoz. Por último, menciona las condiciones externas, que no favorecían el apoyo exterior a un paso del calibre de la secesión unilateral catalana.
El consentimiento del perdedor
Al libro hay que agradecerle que no se centre en lo que hizo o dejó de hacer cada actor implicado. Mira a las corrientes de fondo y plantea cuestiones estructurales. La principal tiene que ver con la legitimidad y el poder político, que Muñoz cree que buena parte del independentismo sigue sin haber entendido: «El gran error del Procés es no haber entendido, o no haber querido entender, la cuestión de la legitimidad del poder político. Se adoptaron decisiones sin considerar los problemas de legitimidad, ni plantearse de verdad cómo se podrían construir unas instituciones nuevas que fuesen percibidas como legítimas por el grueso de la sociedad catalana».
El autor invita al lector a no confundir la deslegitimación del contrario –el Estado, con todo el poder coercitivo– y la legitimidad de la posición propia: «Un régimen político deslegitimado puede sobrevivir si no tiene, en frente, un proyecto alternativo suficientemente legitimado». De aquí pasa a una de las ideas estrella del libro: el consentimiento del perdedor. Casi nada.
Antes, Muñoz explica por qué cree que el 1-O, en contra del mantra que siguió a la celebración del referéndum («hem votat, hem guanyat»), no generó «un mandato democrático claro, suficientemente legítimo, para dar paso a una declaración de independencia» como la que se produjo. La primera razón es la falta de acuerdo interno sobre el procedimiento de decisión. Los referéndum sirven como solución democrática a los conflictos políticos cuando cuentan con el acuerdo de las diferentes opciones en liza –la propia Ley del Referéndum logró solo el apoyo de los independentistas–. Esta ausencia de consenso podía llegar a ser superado, con muchas dificultades, con un resultado apabullante, pero con una participación del 43% difícilmente puede alegarse, según el autor, dicho argumento. Por último, añade que las condiciones de violencia policial en las que se celebró el 1-O debido a la intervención de la Guardia Civil y la Policía española creó un caos que afectó a las garantías que debieran acompañar a un referéndum validable, según manifestaron los propios observadores internacionales invitados por la Generalitat.
¿Basta con ser el 50%?
La argumentación de Jordi Muñoz conduce a la conclusión de que en una situación de anomalía democrática en la que el Estado se niega a una salida negociada no basta con ser el 50% –volveremos a oír hablar de ello en las próximas elecciones del 14 de febrero–. Esta afirmación tiene un matiz: sí puede bastar con un 50% por la independencia, siempre que el apoyo a las consecuencias de ese resultado sea más amplio. O dicho de otro modo, siempre que se articule políticamente ese cerca del 70% de catalanes y catalanas que comparte el referéndum como medio idóneo de resolución del conflicto; vamos, que una parte considerable de los contrarios a la independencia acepte su derrota y asuma como propias las instituciones de una Catalunya independiente. He aquí la esencia del libro.
Esto, sin embargo, es mucho más fácil de decir que de hacer, porque, de entrada, otorga poder de veto a los partidarios del No. Y como se recuerda en el ensayo, aunque los relatos sobre una sociedad fracturada responden más a un proyecto político que a un diagnóstico de la realidad, la polarización que ha creado el Procés en el seno de la sociedad catalana no es menor. Ahí está Ciudadanos, a día de hoy, con el grupo parlamentario más amplio del Hemiciclo catalán.
Empañada quizá la vista por la espectacular capacidad de movilización y asumidos los discursos que trataban de negar la existencia de fisura identitaria alguna, el independentismo prefirió no mirar a los anticuerpos que el Procés iba generando en sectores importantes de las áreas metropolitanas. Unos sectores que, en contra de lo que gusta repetir a la izquierda española, no tienen tanto que ver con la clase social, sino con «factores como el origen familiar, la lengua y el marco de referencia cultural». Muñoz asume algo de lo que se ha hablado poco en Catalunya: «Las principales razones de la dificultad de penetración del independentismo en estos sectores tienen más que ver con la identidad que con la economía». Hablar de esta brecha supone debilitar el embrujo del lema «Catalunya un sol poble», uno de los pilares sobre los que se construyó el catalanismo moderno, herencia del PSUC. No hablar de esa brecha con la que topó el Procés, sin embargo, difícilmente hará que deje de existir.
Y, entonces, ¿qué hacer? No hay fórmula mágica, pero la solución, insiste el ensayo, solo puede pasar por la ampliación de la mayoría independentista –alcanzar de una vez ese 50%– y la articulación política de ese espacio de cerca del 70% a favor de un referéndum como solución democrática consensuada, tareas a las que suma la constante acción exterior. Y con todo, será largo. La cura de realismo a la que Muñoz somete algunas de las tesis del proceso catalán –lo hace desde el propio independentismo, conviene no olvidarlo– es de tal calibre que invita a poner en cuarentena incluso algunas de las vías que propone para buscar esos objetivos. Con todo, no es un libro derrotista, ni mucho menos; es más bien un recordatorio de que el reto de la independencia no es menor, ni siquiera ordinario, algo que a menudo se olvida: «El objetivo del independentismo es de una complejidad que está diversos órdenes de magnitud por encima de los objetivos que se suelen plantear en las movilizaciones habituales en nuestro entorno».