Claves para entender unos resultados agónicos
En espera de que termine el recuento, y sea uno u otro el vencedor, el balance final variará sustancialmente. Pero hay una serie de factores que, pierda quien pierda, han tenido un peso crucial en el desenlace, agónico, de las presidenciales estadounidenses.
Varios son los factores que explican unos resultados que impiden, días después de que cerraran las urnas, declarar un vencedor en las elecciones presidenciales.
Evidentemente, el incremento exponencial del voto por correo y anticipado por razón de la pandemia y por la extraordinaria polarización del electorado están detrás del exasperante recuento en los estados clave.
Pero sin restar importancia a la lentitud del escrutinio en EEUU, sin comparación en los países más industrializados, pero que tiene en parte su explicación en un país con mucha población (100 millones de votos por correo y anticipados que contar) y profundamente federal, también a nivel electoral, las claves van mucho más allá.
La primera, e interesantemente olvidada, tiene que ver con el vetusto y democráticamente injusto sistema electoral estadounidense. Una mezcla de elección mayoritaria e indirecta en la que los que eligen al presidente no son los votantes sino los colegios electorales de cada estado.
Un sistema que se justificó para integrar a los territorios que iban siendo colonizados en el «Far West» pero en el que subyace una concepción aristocrática y censitaria con la que el constituyente estadounidense evidenció su reserva a que el «ignorante» pueblo pudiera elegir directamente al presidente.
Y que obliga, como le ocurrió en 2016 a Hillary Clinton, a que Joe Biden siga peleando cada voto en los estados clave cuando supera en el ámbito nacional en más de 3 millones de sufragios a Donald Trump. En unos comicios en los que, para más inri, el candidato demócrata es ya el que más votos ha logrado en unas presidenciales estadounidenses (73 millones, y eso sin haber terminado aún el recuento).
Eso no evita que los resultados cosechados por Biden, y en general por los demócratas en los comicios a la Cámara de Representantes –donde amarran con desgaste la mayoría– y en el Senado –intentan arañar un empate con los republicanos–, han sido agridulces.
En espera del final del recuento, y con su triunfo, ajustado pero triunfo, en Michigan y Wisconsin, todo apunta a que la decisión del partido de presentar a un candidato blanco –oriundo de Pensylvania, donde ayer no había terminado un escrutinio muy ajustado– habría sido un acierto para recuperar el «Muro Azul» del Cinturón del Óxido del Medio Oeste y sus fábricas abandonadas por la deslocalización.
Pese a que Trump sigue siendo el favorito entre los blancos no universitarios (64%), Biden le ha arañado votos en el sector de los blancos obreros logrando un 35%, siete puntos más que Clinton hace cuatro años (28%). Y ha logrado también siete puntos más entre los hombres que la derrotada candidata demócrata, quedándose a un punto de Trump
Aunque no sea un vuelco como para echar cohetes, esos votos entre los blancos de «cuello azul» pueden ser cruciales en el resultado final, como el hecho de que el veterano político (77 años) haya estado a punto de empatar al todavía presidente entre los votantes mayores de 65 años e incluso que le haya arañado algunos apoyos en el electorado evangélico (23% para Biden, frente al 15% de Clinton).
Sin duda, la gestión de la pandemia por parte de Trump ha podido restarle apoyos entre la población de más alto riesgo pero no parece que la apuesta demócrata por centrar la campaña en una apuesta firme para luchar contra el coronavirus haya reportado beneficios extra a su rival.
Eso sí, Biden ha recibido el voto masivo de los jóvenes de 18 a 29 años, políticamente escorado hacia el progresismo de izquierdas, y mucho más movilizado que con Clinton.
Pero para sensación agridulce los resultados que el que fuera vicepresidente con Barack Obama ha cosechado entre las principales minorías.
Si en 2016 la baja participación del electorado negro fue una de las claves de la derrota de Clinton, Biden no ha incrementado el apoyo de esa minoría. Y todo ello pese a la mayor implicación del Partido Demócrata con la revuelta antirracista de este año contra la violencia racista policial sistémica en EEUU. Su pasado político no precisamente ejemplar en la lucha contra desigualdad racial ha podido pesar sobre el candidato.
Cabe matizar que los demócratas siguen teniendo el aval del 87% de los votantes negros, apoyo que podría estar resultando decisivo, sobre todo en los suburbios de no pocas ciudades.
La preocupación es mayor para este partido por lo que respecta al electorado latino. Una minoría por lo demás bastante más diversa políticamente de lo que apuntan los tópicos, lo que se refleja en las urnas.
Así, los «mexicoamericanos» de Arizona –obsérvese la contradicción del gentilicio, cuando 8 estados de la Unión, incluido este último, fueron robados a México en el siglo XIX– han sido cruciales para lograr que Biden lidere el escrutinio en ese estado tradicionalmente republicano de las Montañas Rocosas y siguen siéndolo mientras termina el recuento en el condado de Maricopa. Eso sin olvidar los buenos resultados demócratas en el estado de Texas.
Por contra, Biden ha chocado con un muro en el decisivo estado de Florida, donde la inmigración cubana, y también la venezolana con derecho a voto –sin olvidar a nicaragüenses y colombianos– ha comprado el discurso macartista de Trump, que tildaba al adalid del stablishment demócrata de «castrochavista».
El magnate habría logrado el apoyo del 47% de apoyo latino en Florida, 12 puntos más que hace cuatro años.
Pero este repunte no se limita al microcosmos político del condado de Miami Dade y la «gusanera» cubana.
Al punto que la congresista del ala izquierda Alexandria Ocasio-Cortez ha advertido que los demócratas tienen un problema.
Trump ha incrementado en cuatro puntos el apoyo entre los latinos en todo el país, algo que tiene que ver sin duda con la creciente influencia de las iglesias evangélicas en esa minoría, de la que el Ronald Reagan dijo en su día que «son republicanos, pero no lo saben».
Y aquí llegamos al último pero quizás el factor verdaderamente crucial para explicar el galimatías electoral estadounidense: la extraordinaria fortaleza de Trump y, por tanto, del trumpismo.
No solo ha arañado votos «demócratas» entre los negros y los latinos. Ha logrado asimismo una movilización masiva de los suyos, incluido ese voto oculto que se avergüenza de decir que le vota pero que lo hace y dificulta así las predicciones electorales.
Y ha mantenido casi intacto el apoyo explícito y desacomplejado de ese electorado en su día obrero y hoy posindustrial -léase económicamente hundido–, patriota y sin estudios, religiosamente conservador y que desconfía de las élites y de los extraños –aunque sus ancestros fueran ellos unos extraños en aquellas tierras–.
Una categoría social despectivamente bautizada –y ahí puede estar una explicación de su voto– como los «hillbillies», en honor a una serie de TV de los sesenta.
Y que no duda en apoyar a un multimillonario que, en el fondo, les desprecia tanto o más que las élites del stablishment demócrata.
Como lo han hecho muchas mujeres. El presidente, abiertamente misógino, ha aumentado incluso en un punto el apoyo entre las que estaban llamadas a hundirle políticamente. Un repunte simbólico pero que dice mucho.
Y qué no decir de sus resultados entre la comunidad negra. El mismo que ha negado la violencia policial sistemática contra los negros y que coquetea con el supremacismo blanco ha cosechado más voto afroamericano que ningún otro candidato republicano desde 1996 (cuatro puntos más que hace cuatro años).
Con casi 70 millones de votos computados (cuatro millones más que los que logró en 2016), el magnate es el tercer candidato más votado de la historia, tras Biden y–de momento–, tras Obama en 2008.
Resultados que muestran que el «fenómeno Trump» no es flor de un día, o del año 2016 contra «Hillary».
Trump, un empresario neoyorquino, se ha comido literalmente la vasta América rural, esa donde los demócratas prácticamente han desaparecido. Lo que se complementa con el éxito de su mensaje anti-élites políticas de alguien que lleva cuatro años en la Casa Blanca, a su repentina –y falsa– conversión al cristianismo más integrista y sus promesas antirregulatorias («¿qué es eso del cambio climático?»).
Pese a que su gestión de la pandemia ha influido sin duda en el desplome económico estadounidense, el magnate ha sabido vender su imagen positiva como empresario de éxito –otra mentira– y, por tanto, más solvente para levantar la economía.
El presidente está vendiendo cara una derrota que presagian tanto los expertos en recuentos como Biden, obligado a contar cada voto por correo para auparse, en su caso, con la victoria.
Y aunque pierda, Trump ha venido para quedarse, mal que les –nos– pese a tantos. Y aunque la élite republicana no oculta su incomodidad por sus excesos, nadie ha logrado movilizar e inflamar tanto a su electorado desde el mismísimo Reagan.
Al punto de que no pocos analistas aseguran que su ofensiva de desprestigio de las elecciones y sus amenazas con llevar los resultados a los tribunales, más que un último recurso, que también, es en realidad el pistoletazo de salida de una campaña con la que aspiraría a disputar la presidencia en 2024. Eso si finalmente pierde.