Estados Unidos y la democracia que se devora a sí misma
Los sediciosos de Trump son la imagen última y grotesca de una crisis que lleva medio siglo gestándose, a caballo de la destrucción de la equilibrada distribución de la riqueza que supo tener la primer potencia, sumado a medios agitadores y un sistema político tan permisivo que acaba pegándose un tiro en el pie.
«¿Por qué te echaron gas?», pregunta un reportero a una joven de unos 30 años aturdida por la respuesta policial. Desde el National Mall, el parque histórico que une el Capitolio con el monumento a Abraham Lincoln desde donde habló alguna vez Martin Luther King, la mujer responde: «Queríamos entrar al Congreso». Ante la repregunta de por qué, ella afirma, estoica: «Porque es una revolución».
La escena se ve en uno de las decenas de miles de vídeos sobre la rebelión de trumpistas que ayer dio la vuelta al mundo. Sin armas pero al parecer –según testimonios que se leen en la prensa local-– bien organizados y con una estrategia prediseñada, unos pocos miles pero muy ruidosos militantes de la derecha alternativa del presidente saliente, Donald Trump, irrumpieron en el Congreso. Ante la pasividad insólita de la Policía, consiguieron entrar hasta el hemiciclo, frenaron el pleno en el que se declaraba al binomio Biden-Harris como nuevos presidente y vicepresidenta y provocaron muchos destrozos.
Eran todos blancos, la mayoría hombres, con banderas de la Confederación (el símbolo que en la guerra civil utilizaron los estados esclavistas) y carteles con mensajes apocalípticos. Este es el siglo de la imagen y, como tal, la del miércoles de Reyes fue una escena simbólicamente poderosa, que provocó el pronunciamiento de todos los jefes de gobierno del mundo y organismos como la OEA y la OTAN. Pero que el hecho cinematográfico y repudiable no oculte lo que es: el epítome escandaloso de un proceso que lleva décadas y que ha encontrado en el incendiario Trump un perfecto catalizador.
La desigualdad, el peligro latente
Los analistas de la demoscopia se han cansado de explicar en 2016 que el triunfo de Trump como líder visible de la alt-right (derecha alternativa) fue producto de una clase media blanca post industrial enfadada con el sistema y que su ira no era canalizada por el discurso progresista sino por un populismo conservador, que comenzó su rebelión política con el Tea Party en 2010, azuzados contra el plan de salud estatal universal de Barack Obama.
Pero el enfado de gente que ve al Estado como un enemigo que le quiere restar más dinero de sus adelgazadas cuentas bancarias tiene una base real de un proceso estructural que llegó a fines de los 70, con el cambio de ciclo que disparó la desigualdad y estranguló a la clase media a la vez que catapultó a los mega billonarios.
Según datos de World Inequality Database, que compara el porcentaje de la riqueza entre el 1% más rico y el 50% más pobre, desde la Segunda Guerra hasta 1980 hay un acercamiento entre ambos polos, teniendo el momento de mayor equidad en 1981: la mitad de abajo de la pirámide social ostentaba el 19,7% de la renta mientras que el 1% de la cúspide tenía el 10,6%. Desde allí en adelante, hubo una espiral imparable a favor de los más ricos y en detrimento de los sectores populares.
Ese empobrecimiento de las mayorías tiene un momento bisagra en 1997, primer año desde 1942 en que el 1% supera a la mitad más pobre en renta total. La desigualdad no ha parado de crecer, con picos durante el final de la era Clinton y Bush y una estabilización en el segundo mandato de Obama. El año pasado, el 1% más rico se quedó con el 18,7% de la renta y el 50% con el 13,5%.
En cuanto a la propiedad de la riqueza del país, ocurre un proceso similar: es en 1998 cuando el 1% supera por primera vez al en este caso 40% (así está la medición) y la tendencia avanza hasta el lacerante panorama actual: la minoría concentra el 35% mientras que el 40% más bajo de la pirámide tiene el 27,8%.
El Coeficiente de Gini (medidor que usan los sociólogos como barómetro de la distribución) ubica a Estados Unidos en el segundo lugar de los países más desiguales, después de China, según los datos más recientes del Banco Mundial. Si se observa la lista de miembros de la OCDE, la potencia estadounidense queda en el cuarto lugar, después de México, Chile y Turquía.
La profunda desregulación financiera de Ronald Reagan, acompañada por una bajada masiva de impuestos, es la madre de la desigualdad (ver el documental ‘An Inside Job’, de 2010, para un ejemplo detallado del cambio radical que significó). El giro copernicano que hasta ahora nadie quiso modificar va agrietando más el tejido social por la revolución tecnológica y la robotización de la economía. Implicó el desmantelamiento de la industria siderúrgica, el debilitamiento de la automotriz, la desaparición de sindicatos fuertes y un debilitamiento de la clase media vinculada a la manufactura. El sector servicios y la alta tecnología fueron los han tirado del PIB estadounidense en paralelo a un déficit fiscal y comercial imparable en los últimos 20 años.
La gran crisis de 2008 tampoco puede separarse de esto. No pocos analistas creen que el desastre de las hipotecas subprime que llevó al colapso financiero fueron producto de un intento de Bush por permitir una mejora en los sectores más pobres gracias a un relajamiento de las reglas de Wall Street, en vez de hacerlo por la vía de mejorar su renta. El boom de la construcción y de la compra de propiedades con préstamos poco sostenibles acabó empobreciendo más a sus iniciales beneficiarios.
Medios agitadores y primarias obligatorias
Pues ese enfado de la clase baja y media de Estados Unidos no se ha disipado en absoluto. Solo que en los WASP, acrónimo utilizado allí para mencionar a la primera minoría White Anglo Saxon Protestant (blancos anglosajones protestantes), la rabia no la canaliza más la izquierda sino la derecha antisistema.
Un inciso para entender con ojos europeos el complejo sistema estadounidense: desde su fundación, hay un vasto sector social que ve con temor el poder del Gobierno central, en un país muy federal. Washington es visto por muchos como una burbuja burocrática desconectada del día a día del norteamericano medio, cuya casi totalidad de asuntos son gestionados a nivel local, con haciendas e impuestos propios. La desconfianza a la estructura federal es algo muy extendido, similar a lo que algunos europeos hoy sienten para con Bruselas.
En un comunicado oficial sobre los hechos del Capitolio, Obama criticó con dureza a los republicanos, responsabilizando por la insurrección «al partido político y su ecosistema de medios» que azuzó desde las elecciones «sin base real» la denuncia de fraude electoral. Tampoco se entienden estas proto-milicias trumpistas sin la crispación agitadora de muchas empresas periodísticas.
Aquí entra en escena Rupert Murdoch, el magnate australiano que hace muchos años inventó la cadena Fox News, al ver astutamente un espacio vacío en los medios para representar a ese sector de derecha cada vez más radicalizado. Esta cadena, junto con otros tabloides (el caso más emblemático es el ‘New York Post’) fueron duros opositores a Obama y buenos aliados de Bush y Trump. Asimismo, no es casualidad que el primer jefe de estrategia de Trump haya sido Steve Bannon, el creador del poderoso sitio de noticias de derecha radical ‘Breitbart News’.
Como todo bucle, a veces sale de control. Las redes sociales han amplificado estos discursos y Facebook y Twitter han demorado hasta hace poco para poner coto a los mensajes incendiarios de Trump y las fake-news. A golpe de tuit y fustigando a los medios progresistas más tradicionales, el presidente estadounidense ha logrado una conexión directa con sus bases como nunca.
Hay enfado por la desigualdad, hay agitación en los medios y viene la otra pata esencial: un sistema de partidos muy laxo que permite de forma muy fácil a cualquiera participar en las primarias de las formaciones políticas. A diferencia del resto de las democracias, las élites de los partidos estadounidenses no pueden impedir que un extrapartidario participe de sus primarias si tiene los avales suficientes. El proceso de primarias es obligatoriamente abierto y simultáneo por lo que poco pueden hacer las cúpulas, más allá de los discursos, para evitar que un demagogo autoritario sea su candidato si es que tiene los asambleístas suficientes ganados en los 50 estados.
Esta laxitud –que choca con otras rigideces del sistema político que hace a las instituciones sólidas pero muy reactivas al cambio–, sumado al engendro del Colegio Electoral, hace que la democracia liberal estadounidense se venga devorando a sí misma y acabe pegándose un tiro en el pie, poniéndose en ridículo ante el resto de los estados y la opinión pública mundial.
Pero más allá de las escenas distópicas, no todo es imagen. No hubo un golpe de Estado ni una insurrección armada. Darle la proporción justa a los hechos y las palabras también es cuidar la democracia y no ser funcional al fascismo. Centenares de hombres blancos repitiendo ideas disparatadas y posando para los medios no constituye un golpe pero sí un aviso de hasta dónde se puede llegar cuando ubicas a un populista antisistema y de derechas en la cabeza del sistema. Pero el mismo régimen reaccionó a tiempo, la mayoría de los medios y el establishment político descartó el fraude y el Congreso avanza hacia la transición, guste o no al presidente saliente.
El intento de tierra arrasada del Nerón estadounidense puede tener sentido para él (habrá que ver la oposición que hará desde el llano a Biden) pero no va más allá de ruidos. Estados Unidos tiene una minoría reaccionaria que se agita ante cambios que ve imposible frenar: la demografía exhibe en la mayoría de las últimas elecciones que será muy difícil para la derecha volver a ganar la Casa Blanca y la Cámara de Representantes. Los blancos protestantes (bastión conservador) no son más mayoría sino la primera minoría en todos los estados más poblados.
La paradoja se dio el mismo miércoles: cuando los forajidos rompían vidrios en el Capitolio, el escrutinio en Georgia daba el triunfo de los dos escaños del Senado a los demócratas. Uno de ellos, el reverendo Raphael Warnock, es el primer afroamericano en ganar la senaduría por ese estado, cuya población afrodescendiente es del 32% pero nunca había tenido un representante en la Cámara alta.
El movimiento progresista estadounidense vive un momento de vigor y se demostró en las protestas por la discriminación racial de mitad de año y en la participación electoral de noviembre. Por primera vez en décadas los demócratas (con una creciente ala izquierda proveniente de los grandes centros urbanos) tendrán el control de la presidencia, la Cámara baja y el Senado. Faltan unos pocos días de ruido y circo trumpista para que llegue la hora de Biden-Harris y ver si habrá un tiempo de sosiego o de más decepción.