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La división entre los demócratas, otro reto para Biden

El ala más progresista y el establishment partidario parecen alejarse cada vez más. El ya presidente tiene por delante un difícil equilibrio entre ambos no sólo en asuntos como Wall Street, sanidad y salario mínimo, sino para que cualquier deriva no haga peligrar su mayoría en el Congreso en 2022.

Biden y Harris, en la toma de posesión. (Drew ANGERER | AFP)

Una frase que se ha puesto de moda desde noviembre en el submundo político, académico y mediático en Estados Unidos es «the great reset» («el gran reinicio»), como una forma de referirse a la nueva era que comienza con la partida de Donald Trump y el comienzo de la presidencia de Joe Biden.

El propio líder demócrata la ha mencionado alguna vez al hablar de lo que hace falta en una sociedad con niveles preocupantes de crispación política en un contexto de crisis económica y sanitaria por la pandemia.

Pero el panorama político que le espera a la dupla Biden y Kamala Harris es todo menos sencillo. No sólo por las varias hipotecas que deja el trumpismo a su paso sino porque la gobernabilidad para los demócratas suele siempre ser un poco más difícil, como para el progresismo en general. En este caso, el sistema de coaliciones que llevaron al triunfo al exvicepresidente de Barack Obama fue muy variado, heterogéneo y activo.

Sin la enorme movilización de las bases no se explica el triunfo de este dirigente veterano, cerca de los 80 años, con poco carisma y poca épica a cuestas, que entró casi último a participar de las primarias demócratas. Tal vez representó un intento del establishment del partido y de los poderes fácticos para contrarrestar el tirón del socialista Bernie Sanders. Pero esa movilización de las bases progresistas, urbanas, en buena parte racializadas y con anclaje en la juventud querrá, con todo derecho, su tajada.

La grieta demócrata
Al igual que en el bando conservador, los demócratas son una constelación heterogénea de diferentes grupos culturales e ideológicos, en un país que en los hechos es una unión de 50 países con mucha autonomía y algunas regiones que poco tienen que ver culturalmente con otras. Desde New York hasta Texas, o California hasta Alabama, la diversidad es brutal e impacta de lleno en los partidos.

Los demócratas tienen una tradicional vertiente más moderada, en asuntos tanto sociales como económicos y cuyo bastión son los estados del denominado Mid-West y las ciudades más pequeñas, con una más izquierdista que tiene base en los grandes centros urbanos, en la costa del Pacífico y en las circunscripciones con mayor peso demográfico de las minorías étnicas. Un emblema del primer grupo ha sido Bill Clinton, y un emblema del segundo ha sido Barack Obama (aunque en términos económicos nadie más intervencionista y estatista que Franklin Roosevelt).

Ante el hartazgo provocado por Trump, y el profundo deseo de evitar su reelección, las bases progresistas acataron mansamente la caída de Sanders en las primarias (quien cosechó casi un tercio de los votos totales) y salieron en masa a votar a Biden sin mucha exigencia de contraprestación. Pero a su vez, gracias al sistema de primarias abiertas, el ala más progresista ostenta decenas de escaños en el Congreso y algunos en el Senado. La cara que mejor los representa es la ascendente reelecta congresista Alexandria Ocasio-Cortez.

De hecho, tras las elecciones de noviembre, miembros del sector más centrista de los demócratas filtraban que uno de los motivos por los que el partido había perdido algunos escaños en la Cámara baja se debía a que los candidatos ungidos en las primarias eran demasiado izquierdistas, espantando votos de moderados. Las quejas ya mostraban lo que depara a la era Biden, en un sistema en el que el respeto a la disciplina partidaria es mucho menos relevante que en las democracias europeas y los diputados -elegidos en circunscripciones uninominales- están muy atados a lo que desean sus votantes.

«¿Que si creo que la grieta entre ambos sectores aumentará? Sí, creo que aumentará, pero la cuestión es que con Biden en el poder no sé hasta qué punto le pasará factura en términos de gobernabilidad», responde ante la pregunta de NAIZ el investigador y doctorando en relaciones internacionales de la University College Dublin, Jorge Tamames.

«El problema del nuevo presidente no es tanto el ala izquierda en sí tal vez, sino las mayorías exiguas del Partido Demócrata en el Congreso. En 2022, cuando se renueva un tercio del Senado y toda la Cámara de Representantes, es muy posible que pierda la mayoría y vuelvan a ganar los republicanos. En cualquier caso, si se le va (el apoyo) de los demócratas más de centro o si se le va el ala progresista, será un problema. Tendrá que hacer equilibrio», asegura.

Tamames, también jefe de redacción de la revista ‘Política Exterior’, recuerda que en la última presidencia demócrata «quienes más problemas le plantearon de cara a la agenda de Obama fue el ala más conservadora del partido, a la hora de hacer medidas en 2009 de estímulo económico y el plan de choque fiscal, decían que era mucho dinero y que la deuda se iba a disparar. Por eso el plan anticrisis fue más tímido de lo que los economistas recomendaban».

La situación económica, si bien mejoró mucho y el paro bajó a niveles de la era Clinton, no acabó resolviendo las desigualdades que conlleva la revolución tecnológica y la caída del poder industrial estadounidense. Aquellas regiones en donde se desplomó la siderurgia, la minería y la automotriz no tuvieron la atención necesaria y se volcaron con Trump en 2016. «Ahora, los demócratas han aprendido esa lección y están siendo más atrevidos en las propuestas que promueven», señala.

Estrategias divergentes
Durante la campaña se pudo ver que había una estrategia de la cúpula partidaria, más centrista, y otra del progresismo. La primera era apostar y volcar recursos a candidatos moderados cuando las encuestas mostraban posibilidades de triunfo para captar a los republicanos descontentos en distritos tradicionalmente conservadores. Mientras que en las regiones más liberales, el giro a la izquierda y agitación de las bases fue el «modus operandi», con Georgia y Arizona como ejemplos emblemáticos. Los votos demostraron que la primera estrategia no fue del todo exitosa.

«La situación de la pandemia hace que se demande una respuesta potente del gobierno federal, en estímulo económico y con respecto a las vacunaciones, y hará que se vea templada el ala más conservadora. Los progresistas probablemente lo apoyen a Biden en eso. Pero se frustrarán en otros frentes, en medidas específicas como una linea más dura contra Silicon Valley, que piden tirar de legislación antimonopolio, o cuestiones como el salario mínimo a 15 la hora, que es parte del programa de Biden pero habrá que ver si era literatura para gobernar o para meterse en un cajón», afirma Tamames.

Otros temas en lo que la izquierda y los moderados demócratas también colisionarán son en la sanidad y con Wall Street: «El sistema de salud sigue dividiéndolos, los intereses que se interponen para una sanidad pública universal como en el resto de los países desarrollados son inmensos. Habrá frustración con la facción mas izquierdista porque Biden dijo que se opone a ello, y lo propio con más regulaciones a Wall Street. Creo que con los nombramientos del gabinete Biden no ha tenido mucho en cuenta a los más progresistas, y se ve en que aparecen altos cargos que vienen de Uber o de antiguas administraciones. Pero lo natural es que no los tenga en cuenta, porque el principal referente de la izquierda, Sanders, entregó su apoyo sin problema. El mainstream demócrata sabe que puede contar con ellos».

Cabe recordar que Biden admitió en público ofrecerle a Sanders el cargo al frente de la cartera de Trabajo pero que ambos conversaron que sería más conveniente que el veterano senador mantuviera su escaño para no poner en riesgo la mayoría demócrata en la Cámara Alta. Sin embargo, podría haber nombrado a alguien  de ese sector, pero no lo hizo. Ha escogido al alcalde de Boston, el moderado Marty Walsh, para encabezar el Departamento de Trabajo.

En su momento, tampoco Biden escogió a una representante de la izquierda demócrata para ser su compañera de fórmula. Kamala Harris ha hecho historia al ser la primera mujer vicepresidenta y la primer persona en ocupar ese cargo que no es blanca. Sin embargo, su progresismo es más limitado. Pero por paradojas del destino, las bases progresistas la convirtieron en una de las vicepresidentes con mayor poder de la historia: gracias a la movilización en el estado de Georgia, los dos escaños para el Senado fueron para los demócratas en las elecciones del 5 de enero pasado, en un triunfo poco frecuente. Esa victoria le dio al partido la mitad de los cien senadores, por lo que Harris será quien desempate y le facilite la gobernabilidad a Biden en cada legislación crucial.

Además de ocuparse de la dura herencia trumpista, el flamante presidente deberá oficiar de equilibrista si no quiere que ninguno de sus sectores se sienta rezagado. Los necesita a ambos para gobernar y para ganar las elecciones, que en el corto ciclo político norteamericano se instalan en la agenda cada año y medio. Su gran reto será evitar con mano quirúrgica que la oposición que enfrente no sólo sea la dureza de los conservadores sino una que surja de su propio rebaño.