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Seguiremos hablando del gol de Endika

Muniain trata de proteger el balón. (Monika DEL VALLE / FOKU)

La noche que el Athletic cató su último título copero nació mi primera sobrina, y aquel inenarrable día con el que desde entonces cargamos a la espalda 37 años después como un pesado paso de Semana Santa, culminó con una celebración por todo lo alto en los Otxomaios de Orduña. Casi cuarenta años, que dan lo mismo que 37, escuchando y aferrándonos a las mismas historias, las mismas anécdotas, los mismos abuelos Cebolletas, el mismo gol, el mismo No-Do rojiblanco. Oyendo al aitite Javi Clemente, a Andoni Goikoetxea, a Manu Sarabia, a Endika Guarrotxena… a mi sobrina, con 37 tacos, repetir que ella nació el día que el Athletic ganó… sí, ya lo sabemos, su última Copa. Esa última Copa que nos persigue hasta el desasosiego. Vivimos en una laberíntica magdalena de Proust, su recuerdo nos evoca una y otra a tiempos remotos. Al punto de perseguirnos como una maldición. Y así cada vez que el Athletic acaricia ese trofeo tan suyo, tan cercano y tan lejano a la vez. Hasta anoche.

Anoche era la noche. Noche oscura bajo la, a ratos, torrencial lluvia sevillana. Noche en la que Muniain, el capitán llamado a ese relevo generacional acariciaba el trofeo al saltar al césped liderando a los suyos, un gesto prohibido en el fúbol por una ley no escrita. Premonitorio. Lo cierto es que el navarro apenas destacó en el duelo copero, ni él ni ninguno de sus compañeros. Se cagaron. Literal. Incluso Yeray e Iñigo Martínez, titánicos en la primera mitad para secar los malintencionados centros al área chica de la Real, fueron los protagonistas involuntarios del primer gol donostiarra que cayó como un jarro de agua fría en el equipo y en una afición que a miles de kilómetros esperaba y ansiaba más de los suyos. Mucho más. Pérdida de balón en la salida del vizcaino y penalti sin excusas del guipuzcoano que de paso tuvo en vilo a propios y extraños por mor de un VAR que le perdonó la roja y expulsión. A partir de ahí, una final convertida en correcalles en el primer acto, en un toma y daca sin hacer sangre, se convirtió para los bilbainos en un querer y no poder. Esta vez la épica se quedó también en casa. Y el fútbol.

Porque las finales del Athletic son eso. Finales que tienen algo de viñetas de Frank Miller. Espartanas. De épica. De bravatas. De Braveheart. De Mikel Rico en manga corta con el termómetro bajo cero. De De Marcos dejándose literalmente los “güevos”. De goles testiculinos, a testarazos, de "guizasolazos". De tipos honestos como Gurpegi. De solos contra el mundo. De último mohicano. Quizá como sostenía alguien hace muchos años, un equipo atormentado que pareciera jugar su propia Liga contra el pasado. O sus propias Copas. Como anoche. Un club, un equipo, un sentimiento obligado a ganar, no solo a estar ahí, o, como se disculpa ahora, pelear con los de “su” Liga. Obligado a tratar de ser lo que fue una vez.

Pero no lo fue anoche. Si dentro de dos semanas ante su bestia negra no lo remedian, volveremos a seguir jugando contra nosotros mismos, escuchando de nuevo las mismas historias, las mismas anécdotas, las mismas voces, el mismo gol... Siguiendo sin jubilar de una puñetera vez a Javi Clemente. Y lo peor es que esta vez no hubo excusa de que enfrente había un rival superior, o la final se torció demasiado pronto, o un detalle, el detalle del penalti, del error en la salida, que inclinó el resultado final. Esta vez se perdió, y punto. Porque anoche era la noche. Pero no. No lo fue. Seguiremos hablando del gol de Endika.