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Es tiempo de dos ruedas


Cierras la puerta de casa, bajas las escaleras y quitas el candado de la bicicleta en el patio interior, intentando no montar mucho escándalo a esas oscuras horas de invierno. Retiras el plástico que cubre el sillín, lo doblas meticulosamente y lo guardas en la mochila. Te ajustas el casco, montas en la bici y abres el paraguas. No llueve. Si lloviera, no cogerías el paraguas; no obstante, hoy la ciudad ha amanecido nevando. Avanzas a través de la quietud de esa irrealidad que otorga la primera nevada, con ese silencio extraño que se produce y que amortigua el sonido del tráfico, ya de por sí calmado por el blanco espectáculo. Los servicios de mantenimiento de la ciudad funcionan bien y hay poca porquería gris en las cunetas. Poco a poco, con el paraguas en una mano y la otra en el manillar, llegas a tu destino, sin darte cuenta y con las cosas del día a día en la cabeza.

El uso continuado de la bicicleta tiene la particularidad de que, poco a poco, va introduciéndose en los hábitos de vida de sus usuarios, hasta acabar siendo parte de uno mismo, un servomecanismo del propio cuerpo. Es por eso que las escenas como la que acabamos de describir no son extrañas en lugares y personas con un uso intensivo de la bicicleta. Al fin y al cabo, ir con un paraguas andando es igual de complicado –y lo es, en ocasiones– que si en lugar de andar vas montado en bicicleta.

Durante los últimos 10 años, el urbanismo ha coqueteado con la reintroducción –recordemos la gran cantidad de bicicletas en la ciudad industrial de finales del siglo XIX– de la bicicleta en la gran ciudad. Con la crisis sanitarias del SARS-CoV-2 y la tecnología de la bicicleta eléctrica, este medio alternativo de movilidad ha recibido el espaldarazo definitivo. Además de los beneficios para la salud y para el medioambiente, la bicicleta ayuda a descongestionar el tráfico, tal y como mostraba aquella famosa foto realizada por el Ayuntamiento de Múnich.

Aunque el Estado español no puede presumir de un uso intensivo de la bicicleta, la venta de bicicletas eléctricas durante el año 2020, claramente motivado por los fenómenos de confinamiento y distanciamiento urbano, ha crecido un 49%, con más de 200.000 bicicletas eléctricas vendidas. En el Estado francés el porcentaje es mucho más bajo, un 29% más, pero el bruto de bicicletas vendidas es el doble que en su vecino meridional; los franceses compraron más de medio millón de bicicletas eléctricas el año pasado, y París y la Île-de-France se han embarcado en un plan para convertir la ciudad y la región amigable para la bicicleta y el peatón. Muestra de esto, el recientemente aprobado Plan de la Bicicleta del Área metropolitana de París, que tiene como objetivo aumentar en un 10% los viajes en bicicleta para 2024, y triplicarlo en 2030, con un presupuesto anual de 10 millones y 200 kilómetros de itinerarios ciclables a través de 65 municipios.

Infraestructuras adaptadas

Aunque en un porcentaje similar al Estado español, en Alemania el bruto de bicicletas vendidas en 2020 se acerca a los 1,9 millones, y no es de extrañar, porque ya en 2017 iba a la cabeza de Europa con 600.000 unidades (en un momento en el que el Estado español iba, directamente, a la cola del top 10 de ventas europeo, con tan solo 40.000 unidades). Causa o consecuencia de ese uso intensivo de la bicicleta, las infraestructuras de transporte público están adaptadas para poder hacer frente a la intermodalidad que una bicicleta requiere, como por ejemplo que puedas llevar la bicicleta en el metro o en el tren, y te puedas mover con ella libremente en la ciudad. O, lo que es mejor, que haya un espacio seguro y accesible destinado a guardar tu bicicleta como, por ejemplo, en el proyecto del estudio alemán Tafkal para la estación de Karlsruhe.

Habría que tomar nota de estas iniciativas, pero más allá de los ejemplos más o menos brillantes, hay que cambiar la mentalidad de quien paga todo esto; estamos acostumbrados a que, con mayor o menor apoyo de las administraciones territoriales, sean los entes locales, los ayuntamientos, quienes organicen la movilidad ciclable en las ciudades, con bidegorris y demás. Sin embargo, ¿alguien pensaría que una carretera que sirviera, por ejemplo, a toda la comarca de Debagoiena tuviera que ir haciéndose cachito a cachito, sin un plan conjunto ni una entidad que la controlara (en este ejemplo, la Diputación)? Si entendemos que la bicicleta, o los medios de movilidad alternativos, deben de ser alternativa real, ¿no es lógico que se rijan por las mismas normas que sus contrapartidas tradicionales?