Premonición talibán: «Ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo»
EEUU se ha retirado definitivamente de Afganistán, tal y como hicieron a mediados del siglo XIX las asediadas tropas británicas y, tras una guerra de diez años en los ochenta del pasado siglo, el Ejército soviético.
Deja atrás veinte años de ocupación, 342.000 afganos muertos, 2.500 bajas militares estadounidenses, 13 en el atentado de «despedida» del ISIS –a las que hay que sumar las de un millar de soldados aliados– y un desembolso de la friolera de 2 billones de dólares.
Todo ello para que los rigoristas talibanes, que fueron desalojados del poder por la invasión, hayan vuelto 20 años después y con una legitimidad en clave de liberación nacional y un nivel de reconocimiento internacional con los que ni soñaban en 1996-2001.
Y con un ISIS que, tras la derrota del califato de Irak-Siria, ha encontrado en el este de Afganistán (Jorasán) un refugio-cabeza de puente con el que recuerda que sigue ahí, y que no ha renunciado a sus planes de reeditar un Estado Islámico medieval en los territorios de la Umma (comunidad musulmana mundial).
Teniendo en cuenta todas esas consecuencias, y contra lo que se ha convertido en lugar común, EEUU se ha retirado tarde, y no pronto. Otra cosa es la desastrosa gestión de los tiempos realizada por Washington, lo que ha dejado a los servicios de inteligencia y a los expertos oficiales de la primera potencia mundial a la altura del barro.
Y otra cosa, sin duda muchísimo más importante, serán las consecuencias que tendrá el fin de la ocupación en la sufrida población afgana.
Los propios talibanes –y algunos medios de prensa como este, en las antípodas del rigorismo musulmán-, ya habían augurado que el Gobierno de Kabul instaurado por EEUU y el Ejército afgano era un tigre de papel que se disolvería solo con el anuncio del fin de la ocupación.
Solo era cuestión de tiempo. Si el primer presidente afgano, Hamid Karzai, trató de desasir el nudo de la ocupación y sus perniciosos efectos –corrupción rampante, clientelismo, fortalecimiento del poder de los señores de la guerra, del tribalismo…, lo que le costó en 2012 su caída en desgracia–, su sucesor, Ashraf Ghani, se ha mostrado, en su huida a Abu Dabi con un maletín de millones de dólares, como lo que era: un ‘primus inter pares’ de unos reyes de taifas que han dilapidado más dinero que el que EEUU invirtió en Europa en el Plan Marshall tras la II Guerra Mundial.
Incapaz de ganar la guerra, EEUU ha tardado 20 años en reconocer que la ha perdido. Y mira que había analistas estadounidenses que habían pronosticado ese desastre prácticamente desde el principio de la invasión.
Enviado de EEUU a la guerra de los Balcanes, el ya fallecido Richard Holbrooke advertía en un informe en 2009 que «la guerrilla gana una guerra cuando no la pierde» y urgía ya entonces a negociar una salida.
El artífice de los Acuerdos de Dayton, que pusieron fin a la guerra de Bosnia, insistía en comparar la situación, salvando las distancias, con la guerra de Vietnam. Y recordaba el informe que en 1974 realizó él mismo por encargo del entonces presidente Lyndon Johnson, en el que establecía una comparación con la derrota de Napoleón en la invasión de Rusia en 1812.
«Hanoi (el Vietcong) utiliza el tiempo como el instrumento que los rusos utilizaban sobre el terreno ante la avanzada de Napoleón sobre Moscú, siempre retirándose, perdiendo todas las batallas, pero creando en cada ocasión las condiciones en las que el enemigo quedaría paralizado». Premonitorio.
Muchos lamentan ahora que EEUU se enfangó en Afganistán porque no fue en 2001 capaz de capturar a Bin Laden. Pero Holbrooke ya había anticipado entonces que Al Qaeda, y su líder, estaban refugiados en Pakistán, con lo que no tenía sentido seguir en Afganistán. Y, seguro que lo pensaba, menos aún que EEUU siguiera –y siga– financiando a un régimen, el paquistaní, que fue, es y aspira a seguir siendo el principal sostén de los talibanes.
La ejecución extrajudicial de Bin Laden en Abbottabad (Pakistán) en 2011, un año después de la muerte de Holbrooke, le vino a dar la razón póstumamente. Pero casi nadie en Washington tomó nota y la desaparición del líder espiritual de Al Qaeda se vendió como un triunfo. Que, a la postre, y a la luz de la situación actual, resultó pírrico. Y carísimo.
Denostado, el actual presidente de EEUU, Joe Biden, se opuso firmemente siendo vicepresidente al refuerzo de tropas en Afganistán decidido por Barack Obama en su primer mandato (2008-2012)
Tras llegar a la Casa Blanca, Biden decidió cumplir su promesa electoral de poner fin a la guerra en Afganistán para centrarse en el ámbito interno en el rescate de la economía y las infraestructuras del país y, en el plano internacional, en la pugna geopolítica con China.
Así, asumió el acuerdo de Doha, firmado por su antecesor, Donald Trump, con los talibanes en febrero de 2020, y que fijaba la retirada definitiva en 14 meses (1 de mayo de 2021).
Lo único que hizo Biden fue atrasar el calendario de retirada en cuatro meses, hasta el 31 de agosto. Una prórroga que se rebeló, a la postre, insuficiente.
A los talibanes, inmersos en su campaña de primavera anual, les bastaron 10 días para ir conquistando una a una las ciudades del país –el Afganistán rural ya era prácticamente suyo– y entrar en Kabul sin pegar un tiro.
Al error de los servicios de inteligencia, que calculaban que necesitarían entre tres y seis meses para poner su bandera blanca con la inscripción de la shahada (profesión de fe en el islam) se sumó la decisión, estratégicamente incomprensible, de abandonar, a principios de julio, la inmensa base aérea estadounidense de Bagram.
Washington prescindió de un puente de retirada seguro y, de paso, envió un mensaje al Ejército afgano. «Sálvese quien pueda».
El resultado es que EEUU y sus aliados han tenido que improvisar en 15 días, los que van de la llegada talibán a Kabul el 15 de agosto y la retirada total de esta pasada madrugada, un gigantesco puente aéreo que ha sacado la friolera de más de 120.000 personas del país. Pero se calcula que 250.000 afganas y afganos que querían huir han quedado atrapados.
En un intento de evitar comparaciones, sin duda exageradas, con la huida de Saigón en 1975, la Administración Biden trató de equiparar la apresurada evacuación con la retirada de Dunkerke, cuando los británicos ayudaron a los restos del Ejército francés que huía de la invasión nazi a salir del país por la playa del norte del país.
El brutal atentado de la sección local contra los accesos al aeropuerto (170 muertos) hizo saltar por los aires aquel último intento de maquillar el desastre.
Y Biden, como presidente y general en jefe, es y será ante la historia su principal responsable.
Cuando realmente quien tomó la desastrosa decisión de invadir el país fue el republicano George W. Bush –bautizó la operación como «¡Libertad duradera!» y la bordaría con la posterior invasión de Irak.
Cuando Obama, atento solo a las peticiones corporativas de los militares y sin tener en cuenta los análisis más estratégicos, decidió reforzar la presencia ocupante estadounidense, haciéndose perdonar su oposición sin ambages a la aventura militar iraquí.
Cuando Trump comenzó su legislatura mandando más tropas a Afganistán para, siguiendo su lógica de empresario bravucón, negociar bilateralmente con los talibán –dejando de lado a otros sectores políticos afganos y abandonando a su suerte al gobierno títere– y, lo que es más grave, poniendo una fecha de salida que fue una especie de toque de corneta para el definitivo asalto al poder de los talibanes.
Es a Biden a quien endosan un desastre que comparan con el fracasado desembarco contra Cuba de Bahía de Cochinos, ordenado por J.F. Kennedy en 1961. O con la manida guerra de Vietnam. O directamente con la presidencia de Jimmy Carter y la revolución islámica en Irán y el corolario de la crisis de los rehenes. O con el atentado en Beirut que en 1983 mató a 241 marines bajo la presidencia de Ronald Reagan.
Pero conviene no olvidar que la «paloma» Carter no perdió las elecciones por Irán sino por la crisis económica y que el «halcón» Reagan fue reelegido en 1984 precisamente por la positiva evolución de la economía.
Las elecciones de medio mandato de noviembre de 2022 están a la vuelta de la esquina y el tiempo dirá si el electorado, favorable mayoritariamente a la retirada, castiga o premia a un Biden que, de todos modos, no tenía entre sus cálculos optar a su reelección en 2024 (tendrá entonces 82 años).
Lo que está claro es que esa desastrosa gestión de los tiempos, tanto de la ocupación como de la retirada, le costará cara a los EEUU en términos geoestratégicos y en su condición de cada vez más contestada primera potencia mundial.
Los talibanes ya se lo dijeron en 2001: «Ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo».
El tiempo les ha dado la razón, pero sobre todo les ha recordado a EEUU y a sus aliados algo que habían olvidado y que, en palabras del analista indio Pankaj Mishra (suplemento Ideas dominical de 'El País'), se resume como «la lección más sencilla de la descolonización, el acontecimiento más importante del siglo XX: que los días en los que los hombres blancos podían invadir y ocupar tierras asiáticas y africanas con pretextos humanitarios se habían terminado».