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El Armagedón sobre el límpido cielo azul de los Estados Unidos

EEUU, y el mundo, despertaron abruptamente el 11 de setiembre de 2001 de una fugaz ilusión, la de una «pax americana» cimentada en su victoria en la Guerra Fría y en el fin de la historia.

Imagen del impacto del segundo avión en una de las Torres Gemelas. (Seth MCALLISTER/AFP)

La mañana del 11 de setiembre de 2011, una serie de hasta entonces impensables ataques suicidas desde aviones de línea secuestrados por 19 kamikazes yihadistas de Al Qaeda atacaban a unos EEUU que se creían intocable tras su victoria en la Guerra Fría y estallaba en pedazos la ilusión de una «pax americana».

Los choques de dos aparatos comerciales contra las Torres Gemelas en Nueva York, un tercero contra el Pentágono en Washington y un cuarto que se estrelló en una zona rural de Pennsylvania –la versión oficial y cinematográfica habla de una revuelta a bordo de los pasajeros, pero hay quien apunta que fue derribado– cuando se dirigía al Capitolio dejaron un saldo de alrededor de 3.000 muertos y supusieron un ataque al corazón imperial de EEUU equiparable al de los japoneses contra la base de Pearl Harbor en 1941.

La destrucción de la base naval estadounidense en Hawai hace 80 años (2.500 bajas militares mortales) llevó a Washington a declarar la guerra al imperio del sol naciente y a involucrarse en la II Guerra Mundial, pese a las reticencias de la población estadounidense.

Esa implicación supuso el fin de los proyectos coloniales nipones en el sudeste asiático y contribuyó, junto al ingente sacrificio militar de la Rusia soviética, a la derrota del nazismo (y el fascismo, con las excepciones ibéricas del franquismo y el salazarismo).

Los ataques del 11S suponen el brutal despertar de un sueño, el que en los años 90 llevó a EEUU a reivindicar, quizás con más pretenciosidad que sentido de la realidad, el status de única superpotencia mundial.

El desplome de la Unión Soviética, unido a la televisada Guerra del Golfo y la adhesión de la otrora comunista China a la Organización Mundial del Comercio instauraron la idea de una supremacía ideológica y militar de EEUU. Al punto de que el intelectual estadounidense Francis Fukuyama evoca, a la postre prematuramente, el «fin de la historia» con la victoria del orden democrático liberal.

El impacto mundial de los ataques del 11S, con las imágenes de las torres del World Trade Center que se desplomarán una tras otra tras después de ser atacadas por aviones ante la mirada atónita del mundo, es tal que los analistas coinciden en señalar que supone la entrada no oficial pero real en el nuevo milenio.

El entonces inquilino de la Casa Blanca, George W. Bush, responderá con el lema «guerra total al terrorismo».

La arrogancia ideológica de EEUU y su convicción de que su Ejército es invencible llevan a su presidente y comandante en jefe y a su entorno a la convicción de que el 11S no solo es una afrenta imperdonable sino, sobre todo, la ocasión de demostrar, sin género de dudas, la «supremacía americana».

Con el lema «estás con nosotros o estás con los terroristas», EEUU lanza una ofensiva militar contra Afganistán aduciendo que los talibán, en el poder en Kabul desde 1996, han ofrecido refugio a Al Qaeda, red yihadista que nació en los ochenta en Afganistán, en plena guerra contra la invasión soviética y con la financiación y el apoyo de la CIA a través de sus aliados, el vecino Pakistán y la satrapía teocrática de Arabia Saudí.

Los bombardeos estadounidenses, que arrancan el 7 de octubre de 2001, no cuentan con mandato internacional alguno. Washington apela al artículo V del tratado fundacional de la OTAN, que garantiza una respuesta unida en caso de un ataque armado a un país aliado para lograr el apoyo incondicional de sus aliados. Nadie, o pocos, apuntan entonces a que estamos ante una interpretación extensiva, por no decir torticera  –sin obviar la gravedad del 11S–, de esa legislación sui generis. El significativo aval al operativo por parte de Rusia –que acaba de aplastar a los irredentos musulmanes chechenos– y de China –con su propio problema en el sometido Turkestán Oriental (Xinjiang)–  en el Consejo de Seguridad de la ONU despejará cualquier atisbo de duda.  

La arrogancia ideológica de EEUU y su convicción de invencibilidad, le llevan a la convicción de que el 11S no solo es una afrenta imperdonable sino la ocasión de mostrar, sin género de dudas,
la «supremacía americana».

El rigorista y cruel Emirato Islámico instaurado por los talibán caerá en menos de cuatro semanas, hostigado desde el aire por los cazas estadounidenses, que dan cobertura a las milicias de los «señores de la guerra», expulsados en su día del poder caótico por los «estudiantes del Corán» y que se cobrarán no menos cruel venganza cazando a los talibanes que no han tenido tiempo de huir a las zonas rurales del país o a la vecina Pakistán.

Las consecuencias de esta invasión-ocupación no tardarán en manifestarse. Ya no estamos ante un caso de legítima defensa, de responder a un Estado agresor –principio básico del derecho internacional– sino de una global «guerra al terrorismo», por la que EEUU se considera legitimado para actuar no solo contra organizaciones terroristas sino incluso, y sobre todo, contra Estados «villanos».

Diluido el poder talibán, y pese a que la caza y captura del líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, en las montañas y cuevas de Tora Bora (este de Afganistán) no dará fruto alguno, Bush junior, quien tituló la invasión de Afganistán con el vengativo término de «Justicia Infinita», rebautiza la ocupación  con el nombre de «Libertad Duradera», asegurando que el objetivo último de EEUU será implantar un régimen liberal democrático en el históricamente indómito país asiático.

Cuenta para ello con el asesoramiento de un grupo de neoconservadores como el vicepresidente, Dick Cheney, y el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, que tardarán poco en convencer al presidente para que incluya a Irak, Irán y Corea del Norte en el «eje del mal», y para que, a comienzos de 2003, EEUU invada el país árabe con dos pretextos: el de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, absolutamente falso, y el de la presencia de Al Qaeda en el país bajo la protección del autócrata Saddam Hussein, extremo nunca demostrado.

Tanto Pekín como Moscú se plantan ante EEUU y sus propios aliados, sobre todo Alemania y Estado francés, se desmarcan de los planes iraquíes de Washington que, pese a contar con el vergonzoso seguidismo de la Gran Bretaña de Tony Blair y de la España de José María Aznar, verá seriamente erosionada su imagen en el mundo occidental, sin olvidar la creciente oposición del electorado estadounidense a ese tipo de aventurerismo militar.

Todo el capital de simpatía planetaria, o de solidaridad conmiserativa con EEUU tras el 11S, se dilapidará en Irak.

Y desde la propia perspectiva de Washington, la invasión de Irak distraerá y detraerá recursos y esfuerzos en Afganistán, lo que a la postre permitirá un respiro a los talibanes y les dará tiempo para recomponerse en el sur y el este del país y pasar a la ofensiva, con los resultados ya conocidos.

Estamos ante la burda justificación de unas ocupaciones basadas en un supuesto afán democratizador, pero que delata una suerte de mesianismo cristiano antimusulmán (sionismo americano) que encubre, como (casi) todas las justificaciones religiosas, una inmensa operación de financiación de los lobbies de la guerra (empresas de armamento, compañías mercenarias como Halliburton…), que se harán literalmente de oro sobre los cientos de miles de cadáveres de los nativos y, víctimas colaterales, de los miles de reclutas estadounidenses y aliados. Todo ello sin obviar el desvío de billones de dólares de las arcas de EEUU, incapaz de financiar sus infraestructuras y de asegurar un futuro a sus cada vez más depauperadas clases medias.

La política de bombardeos masivos en Afganistán y en Irak se completa con el establecimiento, en paralelo, de toda una estrategia de «guerra sin fronteras» basada en la legalización de las torturas y las «ejecuciones selectivas» desde drones. Todo ello sin olvidar las deportaciones de «combatientes enemigos» –a los que se niega todo derecho y se priva del estatuto de Ginebra para prisioneros de guerra– a prisiones secretas de Europa del Este y del Pacífico y, finalmente, al penal de Guantánamo, en Cuba. Todo ello basado en la «Patriot Act» estadounidense.

Un «completo arsenal antiterrorista» que, en fin, sirvió para que los regímenes autoritarios de todo el mundo vieran legitimada su estrategia y para que supuestas democracias «avanzadas» como las europeas lo utilizaran y lo utilicen para restringir libertades y derechos.

Y que, ahora sí, permitirá a Al Qaeda recuperarse del golpe inicial en Afganistán y emerger con fuerza en Irak, con Saddam Hussein muerto –ahorcado– y enterrado.
Más aún, EEUU, y el mundo, se sumergirán en una incierta guerra al terror que marcará los siguientes dos decenios de relaciones internacionales, trastocará los delicados equilibrios en Oriente Medio y, paradójicamente, permitirá a la postre el resurgir de Rusia como rival estratégico y la emergencia de China como la gran potencia rival alternativa.
Continuará...