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Las tres cruces del LABI

El LABI que hoy se extingue pasará a la historia como un experimento fallido y a la vez revelador, tanto de la insuficiencia del autogobierno como de las fallas del modelo de gobernanza implantado por Urkullu.

Urkullu y Jonan Fernández, presidiendo la última reunión del LABI. (FOKU)

El llamado LABI, en su doble versión «técnica» y «política», acaba su recorrido este martes y nadie lo echará de menos. Las incapacidades externas e internas han marcado su trayectoria durante esta pandemia, convirtiendo lo que debía ser la institución de liderazgo en un retrato de incapacidades.

La más evidente ha sido la externa. El LABI se presentaba a sí mismo como la entidad que fijaría los criterios de escalada y desescalada, las restricciones y su eliminación, pero en la práctica no solo ha quedado reducido a gestionar criterios fijados desde Madrid, bien directamente por Pedro Sánchez con el estado de alarma o bien por otros foros como la Interterritorial de Salud, sino que también acaba sometido a las decisiones de un tribunal contencioso-administrativo, el dirigido por el inefable Luis Ángel Garrido.

En esta sala del TSJPV, el criterio de las asociaciones de hostelería o la Liga de fútbol acabó pesando más que el entramado institucional creado por Iñigo Urkullu. Y el Ejecutivo de Lakua ha acabado aceptando su incapacidad al no recurrir la decisión que elevó los aforos de estadios. La única cogobernanza ha sido la de Gobierno español-Tribunal Superior de Justicia del País Vasco.

Jonan Fernández como señal. Una de las acusaciones fundamentadas sobre el juez Garrido fue que hubiera despreciado públicamente a los epidemiólogos, en una tertulia en una emisora («médicos de cabecera que han hecho un cursillo»). Aquí Urkullu tenía un argumento de peso para el combate político al menos, pero perdió legitimidad al situar al frente del LABI técnico a un alter ego político como Jonan Fernández, en un claro intento de controlar la gestión de una crisis muy compleja. Llueve sobre mojado: el lehendakari siempre necesita tenerlo todo atado.

Mientras en la mayoría de países las decisiones han sido capitaneadas y explicadas por epidemiólogos o expertos en emergencias (Fernando Simón en el Estado español, Anthony Fauci en Estados Unidos, Neil Ferguson en el Reino Unido, Christian Drosten en Alemania...), en la CAV poca credibilidad epidemiológica podía aportar el tándem Urkullu-Fernández. Por otro lado, el periodo en que Ignacio Garitano fue elevado a portavoz acabó abruptamente y sin explicación. Casualidad o no, fue después de que algunas declaraciones suyas fueran interpretadas como contradicciones con los criterios del Gobierno.

Plan Bizi Berri sin autocrítica. El planteamiento del Gobierno intentó dar un base objetiva a su labor a través del Plan Bizi Berri: efectivamente en él se contemplaban los diversos escenarios posibles en función de variables como la incidencia acumulada o la ocupación hospitalaria, y parecía una herramienta correcta para dar cierta estabilidad a las decisiones políticas. Sin embargo, esto también se vino abajo cuando en julio se alcanzó un escenario tan alto que ni siquiera se contemplaba en el plan. Urkullu llegó a decir que era imposible superar la incidencia 300 en esa quinta ola y acabó superando la cota 700.

Ni siquiera hubo autocrítica por ello. Quizás para entonces el lehendakari había asumido que Bizi Berri era papel mojado y el LABI un motor gripado. El resto han sido los minutos de la basura. En el entretiempo, una Ley Antipandemia que ha resultado estéril y el anuncio de una futura Ley de Salud Pública con vacunación obligatoria que Vox ya ha dicho que llevará a los tribunales.