INFO

La soberbia de la OTAN ha colmado de agravios a una Rusia siempre desconfiada

Históricamente temerosa de un ataque exterior por su condición de potencia continental sin fronteras, el alineamiento de «su» Ucrania con Occidente ha sido la gota que ha colmado el vaso de los agravios de Rusia ante la imparable expansión de la OTAN.

Soldados ucranianos toman parte en unos ejercicios. (Sergei SUPINSKY | AFP)

Febrero de 1990. El Muro de Berlín ha caído tres meses antes y la Perestroika hace aguas. James Baker, secretario de Estado de EEUU, trata de convencer a Mijail Gorbachov de que acepte la anexión de la RDA por la Alemania Federal. Concretamente, pregunta al último presidente soviético si prefiere que Alemania se mantenga neutral o que se sitúe dentro de la OTAN «con la seguridad de que la jurisdicción de la Alianza (militar) Atlántica no avanzaría ni un centímetro más hacia el este».

Marzo de 1999. Polonia, Hungría y República Checa, tres países del desaparecido Pacto de Varsovia, contrapunto de la OTAN creado y controlado en su día por la URSS, ingresan en la Alianza Atlántica.

Cinco años después, en marzo de 2004, la OTAN prosigue su ampliación hacia el este y absorbe a Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía, Bulgaria y a las tres repúblicas bálticas exsoviéticas de Lituania, Letonia y Estonia.

La Alianza Atlántica, que ha perdido su razón de ser tras la desaparición del Bloque Oriental, trata de refundarse apelando a nuevos objetivos, desde la «guerra al terrorismo» a su conversión en un «gendarme mundial» por encima de la ONU. Y proseguirá con su ampliación al interior de los Balcanes (Croacia, Albania, Montenegro y, ya en 2020, Macedonia).

Será en los Balcanes donde Vladimir Putin, recién aupado al poder, denunciará la intervención unilateral de la OTAN en Kosovo en 1999. Rusia se adelanta a los países occidentales y envía tropas a Kosovo. Será un gesto, pero con el que Rusia acusa a la OTAN de expandirse en su «esfera de influencia». Denuncia falsa, ya que la Yugoslavia de Tito no estuvo bajo la égida de la URSS, más allá de la sintonía paneslava de Rusia con Serbia.

El Cáucaso es, por contra, históricamente estratégico para Rusia y Putin inaugurará su presidencia con una guerra total contra la indómita Chechenia, que acabará siendo sojuzgada a sangre y fuego en la primera prueba de que el «nuevo zar» va en serio en sus planes de restauración de la «Gran Rusia».

En ‘La venganza de la geografía’, el analista estadounidense Robert Kaplan señala que, como potencia continental –la mayor del mundo– que es, y en ausencia de mares que la protejan –el del norte está bloqueado la mayor parte del año por el hielo ártico–, Rusia vive con la inseguridad que da el temor permanente a ser atacada.

Un temor fundado, toda vez que, a falta de fronteras naturales que la protegieran, como recuerda Orlando Figues, autor de la imprescindible «Crimea, la primera gran guerra», Rusia sufrió a lo largo de la historia «invasiones de polacos y lituanos, suecos, franceses, británicos y alemanes, por no hablar de las 14 potencias aliadas que intentaron derrocar el régimen soviético entre 1917 y 1921 (en la guerra civil que siguió a la revolución rusa), todas ellas con planes para dividir su imperio en territorios más pequeños».

Volviendo con Kaplan, ese miedo atávico llevó a Rusia a una expansión continua, a Siberia y al Gran Oriente para frenar a China; a Asia Central y Afganistán en el Gran Juego con el Imperio británico; al Cáucaso, barrera frente al convulso Oriente Medio, y, en fin, al centro de Europa frente a las invasiones napoleónicas y germano-nazis.

Este esquema, el de un cinturón de seguridad europeo que Stalin negoció con Hitler en el pacto Ribrentrop-Molotov en 1939, y que reeditó en la Conferencia de Yalta de 1945 tras la victoria sobre los nazis, saltó por los aires con la disolución del Pacto de Varsovia y la ampliación de la OTAN al este.

Rusia vivió esa circunstancia como una traición a un «acuerdo internacional», y se sintió engañada. EEUU se defiende oficialmente asegurando que las declaraciones de Baker fueron una «sugerencia, no una promesa ni una garantía».

Aun concediendo que una promesa verbal no reviste categoría de acuerdo vinculante –Gorbachov pecó de ingenuidad–, Occidente, encabezado por EEUU, actuó con su característica soberbia y arrogancia, despreciando a una Rusia noqueada en los noventa e imponiéndole una política de hechos consumados.

Por su convulsa historia, Rusia suma a su temor a una agresión exterior la obsesión por una amenaza desde el interior, impulsada desde el extranjero.

Ejemplos de ello tampoco faltan, pero sorprende la desproporción entre el celo con el que el Kremlin desbarata, de forma expeditiva y preventiva, cualquier atisbo de oposición interna con el nivel de apoyo político, más allá de que se den o no ciertos ajustes o irregularidades electorales, con el que cuenta en el seno de la ciudadanía rusa.

Las revueltas prooccidentales en Georgia (Cáucaso) y en Ucrania en 2003-2004 son interpretadas por Putin como una amenaza directa. Lo que evidencia, más allá del alcance de la implicación de Occidente en el vuelco de poder en Tbilissi y Kiev, la debilidad de Rusia y sus problemas estructurales históricos para erigirse en modelo tanto al interior como para los países vecinos.

La oscura y temeraria ofensiva de Georgia contra la rebelde Abjasia en 2008 permitirá a Moscú, tras cinco días de paseo militar, anexionarse el enclave caucásico y Osetia del Sur.

Tras el EuroMaidán de 2013-2014 en Ucrania, Putin dará otro puñetazo y enviará a sus «soldados verdes» para organizar un referéndum de anexión de Crimea e impulsará y apoyará la rebelión armada de la rusófona región oriental del Donbass, aprovechando su malestar tras la derogación por el nuevo Parlamento de Kiev de una ley que protegía la lengua rusa.

Ucrania y su alineamiento con Occidente es una línea roja para Rusia. Y no solo, que también, porque como recuerda el nonagenario ex secretario de Estado de EEUU Henry Kissinger, ningún Gobierno ruso, sea cual sea su ideología, aceptará de un poder militar ajeno a 500 kilómetros de Moscú.

Como destaca Kaplan, el Rus de Kiev, en el siglo IX, es, con su contacto con el Imperio ortodoxo de Bizancio (con capital en Constantinopla, hoy Estambul) y tras la llegada rió abajo por el Dniéper de los vikingos, el germen del imperio ruso.

Tras su destrucción por los mongoles en el siglo XIII, el núcleo de Rusia se desplaza hacia el norte, a la Moscovia medieval (región de Moscú).

Pero Ucrania, disputada durante siglos por la Mancomunidad Polaco-Lituania, seguirá siendo la joya de la corona.

No en vano, para los rusos ha sido siempre «Malorossiya», la pequeña Rusia, una pieza central para el imperio tanto de la Rusia zarista como de la URSS.

Ucrania, y concretamente Crimea, es la puerta de acceso de Rusia al mar Negro y, por tanto al Mediterráneo, históricamente vital para un imperio continental con una salida al mar, la del norte que, como se ha dicho, está atrapada por el hielo ártico. Aunque, ciertamente, el calentamiento climático podría, a medio o incluso a corto plazo, desbloquear los mares Blanco, de Barents, de Kara, de Láptev y los de Siberia Oriental, ofreciendo a Rusia un nuevo posicionamiento geográfico y nuevas posibilidades económicas.

Y Ucrania es a la vez frontera (la palabra rusa okraina significa periferia). Por su extensión, población y ubicación geográfica, es vital para Rusia como amortiguación frente a las grandes potencias europeas.

Pero a la vez, y como recuerda Figes, es la puerta de entrada de las ideas occidentales en Rusia, lo que despierta históricamente recelos en Moscú.

Y, finalmente, siguiendo con el historiador anglogermano, ha sido una pieza codiciada por las potencias europeas. «Separar Ucrania de Rusia –prioridad de los alemanes en ambas guerras mundiales– era el único método para conseguir que Rusia dejara de ser una ‘gran potencia’».

Todos estos antecedentes explican que Putin haya decidido poner pie en pared. Pero el órdago del Kremlin de estos últimos meses es el resultado de una escalada de advertencias que comenzó ya hace años.

Febrero de 2007. Con motivo de la Conferencia anual de Seguridad de Múnich, Putin arremete contra el expansionismo de EEUU y de la OTAN y advierte de que defenderá los intereses nacionales por encima de la legalidad internacional.

Fracasado en los noventa el intento de recoser lo que fue la URSS promoviendo la vieja idea decimonónica del eurasianismo (Kaplan), Putin rescata la retórica paneslava y hace suya la idea-fuerza impulsada por la iglesia ortodoxa del mundo ruso (russkiy mir), un concepto que promueve, siguiendo con Figes, «la idea de una historia, una religión, una lengua y una herencia común de los rusos, los ucranios y los bielorrusos».

Ucrania y Bielorrusia no son países reales sino miembros menores del «mundu ruso». De ahí el plan de Putin para promover la reunificación, en realidad anexión, de Bielorrusia a Rusia, y, en 2012, la propuesta de incluir a Ucrania en una unión económica eurasiática, una suerte de UE bajo el liderazgo de Rusia y con Bielorrusia y Kazajistán. El EuroMaidan un año después dará al traste con ese plan.

Diciembre de 2020. Rusia hace públicas sendas propuestas de tratados en las que exige a la OTAN que se comprometa a no ampliarse más hacia el este y a que renuncie a cooperar militarmente con Ucrania y otros países exsoviéticos que no están en la Alianza Atlántica. Además, exige que no despliegue sin permiso de Rusia fuerzas militares en los países del este integrados en la OTAN desde la disolución del Pacto de Varsovia.

Esta última exigencia supone la vuelta al equilibrio estratégico en Europa antes de 1997, cuando la OTAN invitó al ingreso al Grupo de Visegrado (Polonia, República Checa y Hungría).

Paralelamente, Putin despliega tropas en la frontera con Ucrania, 130.000 según Occidente, menos según Moscú, que reivindica el derecho a mover sus tropas en su territorio.

EEUU y sus más fervorosos aliados (Gran Bretaña y los países bálticos) responden incrementando el rearme de Ucrania y enviando contingentes militares a la zona.

La Casa Blanca rechaza las exigencias de Moscú amparándose en el derecho de Ucrania a decidir sus alianzas y rechazando la pretensión de Rusia de restablecer «zonas de influencia». Omite, en este sentido, que la propia OTAN es una gigantesca «zona de influencia»… de EEUU.

El resto copa en las últimas semanas las portadas internacionales de los medios de comunicación, que debaten, en medio de una guerra de nervios y de propaganda, contextos, perspectivas y posibles escenarios.

Pero esto da para otro capítulo... Continuará.