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Los «escenarios» de la guerra van más allá de Ucrania

Oriente Medio, Eurasia, el Mar Negro e incluso el Cáucaso Sur, son escenarios, más o menos diplomáticos, de la pugna geopolítica que sobrevuela a la guerra de Rusia a Ucrania y, por delegación, a la OTAN.

Blinken y Lapid, ministros de Exteriores estadounidense e israelí, saludan a sus homólogos emiratí y bahrení. (Jacquelyn MARTIN | AFP)

Rusia, con tropas, y EEUU (OTAN), por delegación, libran una guerra en Ucrania, asimétrica por la clara inferioridad del Ejército del país invadido, pero que se desarrolla, en paralelo, y en términos geopolíticos, en distintos escenarios, y con más actores.

Tres son los escenarios que defienden los distintos análisis en torno a la evolución de los acontecimientos militares. El primero se hace eco de la tesis del Kremlin de que, más allá de algunos reveses, los planes militares rusos siguen el guión previsto en una guerra de conquista en el este y de desgaste en el oeste.

El segundo pone el acento en que, a falta de avances por la resistencia de unos ucranianos armados por la OTAN, Rusia habría renunciado a un cambio de régimen en Kiev y a redimensionar sus objetivos, centrándolos en el Donbass y en el este del país. Lo que no quiere decir que no siga hostigando y debilitando a Ucrania y a sus ciudades del centro-oeste.

El último, relacionado con el anterior, apunta a una salida «honrosa», a una victoria pírrica de Rusia. Pírrica quizás, pero demoledora para la viabilidad de Ucrania como Estado, sobre todo si no se detuviera en el Donbass sino que aspirara a anexionarse el territorio de Novorrosia, incluido quizás el puerto de Odessa, lo que dejaría a Kiev sin salida al mar para sus productos.

También la pugna geopolítica paralela se presenta incierta, sobre todo para EEUU

Su secretario de Estado, Antony Blinken, participa estos días en una cumbre entre Israel y los regímenes árabes que, como Egipto, le reconocen hace decenios y las satrapías que han normalizado recientemente relaciones con el Estado sionista acogiéndose a los Acuerdos de Abraham, auspiciados por los EEUU de Trump. Hablamos de Marruecos, Bahrein y, sobre todo, Emiratos Árabes Unidos.

La «Cumbre del Neguev», además de por la ausencia de la parte palestina, se centra en la cuestión iraní. Israel y Emiratos coinciden en rechazar el plan de la Administración Biden de reinstaurar el acuerdo nuclear con Teherán. Y la satrapía del Golfo ya ha advertido a Occidente de que se olvide de que la OPEP –en la que, en el formato OPEP Plus, participa Rusia–, vaya a incrementar la producción de crudo para paliar el veto al petróleo ruso.

En paralelo y desde las antípodas, Irán, sabedor de que la salida al mercado de su hasta ahora bloqueado oro negro es estratégica, sube su apuesta y exige, para volver a un acuerdo nuclear del que EEUU se retiró, que Washington retire a los Guardianes de la Revolución de su lista de «organizaciones terroristas». La misma organización a la que el Pentágono descabezó con un bombazo hace dos años (muerte del general Soleimani) y con la que Israel mantiene un enfrentamiento a muerte.

No acaban ahí los «juegos a varias bandas».

Arabia Saudí, mandamás en la OPEP, se alinea con Emiratos y con Rusia y ya ha advertido a su histórico aliado estadounidense que no abrirá el grifo petrolero si Washington sigue distanciándose de la guerra de Yemen y no se implica, militar y diplomáticamente, contra los rebeldes huthíes en una aventura que se ha convertido en un lodazal para Ryad. Ah, y que ni se le ocurra a Biden criticar, aunque sea tímidamente, a Mohamed Ben Salman (MBS), hombre fuerte de una teocracia que sabe cómo trata a opositores como el periodista Kasshogi, torturándole hasta hacerle literalmente picadillo y luego quemar sus restos.

Los gigantes asiáticos miran, a su vez, lo que ocurre en Ucrania y mueven sus piezas.

La sorprendente visita el pasado fin de semana del ministro chino de Exteriores, Wang Yi, a Nueva Delhi, ha tenido como objetivo oficial limar las tensiones bilaterales tras los choques fronterizos en 2020. Pero a nadie se le oculta que el objetivo real pasa por presionar a India para que a su vez no ceda a las presiones occidentales para alinearse contra la guerra rusa a Ucrania.

La relación entre India y Rusia (su antecesora URSS) es históricamente estratégica y la no menos histórica declaración conjunta de Xi Jinping y Vladimir Putin del pasado febrero postula un eje China-Rusia-India que expulsaría literalmente a EEUU de Eurasia.

Pero la cuestión no es tan sencilla para India, a la que no le pasó desapercibida la visita a Moscú, el mismo día en que comenzó la invasión de Ucrania, del primer ministro de Pakistán, Imran Khan, a la que siguió el desplante de Islamabad a las presiones de Washington.

Pakistán, potencia nuclear y regional con lazos históricos con el rigorismo islámico –cuando no con el yihadismo– es, desde la partición de 1947, el enemigo número uno de India.

Pero tiene una relación privilegiada, incluso de dependencia, respecto a China, que podría utilizar su ascendiente por su diplomacia de inversiones mastodónticas en el marco de la nueva Ruta de la Seda para, en una pinza junto con Rusia, atar en corto a India con promesas de estabilidad desde el flanco paquistaní en Cachemira.

Para completar el marco, volvemos al Mar Negro, y al Cáucaso

La Turquía de Erdogan acoge mañana una nueva ronda negociadora entre rusos y ucranianos. Lo hace manteniendo una posición autónoma respecto a una OTAN de la que es miembro pero a la que pide tener en cuenta las exigencias rusas. Y respecto a una Rusia a la que recuerda sus nexos históricos (imperio otomano) y actuales con Ucrania.

En este panorama, Azerbaiyán, aliado turcomano de Ankara, hostiga militarmente a Armenia en Nagorno-Karabaj y Kiev suspira por que se le abra un nuevo frente al Kremlin. Y si nos creemos que el autoritario presidente azerí, del clan Aliev, mueve un dedo sin contar, como poco, con la aquiescencia de Erdogan, es que no hemos entendido nada de lo que ocurre en estos tiempos.