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Altos vuelos (fuera de la competición)

Cannes recibe con todos los honores a Tom Cruise. Un espectáculo que empequeñece a los primeros pretendientes a la Palma de Oro: Kirill Serebrennikov y Felix Van Groeningen & Charlotte Vandermeersch.

Alessandro Borghi, Charlotte Vandermeersch y Felix Van Groeningen posan para los fotógrafos. (Loic VENANCE | AFP)

Este es el giro de guion de hoy: De camino al Palais des Festivals, un ruido ensordecedor rompe el bullicio en el que habitualmente se expresa la Croisette. Las miles de personas congregadas alrededor del Grand Théâtre Lumière enmudecen con la irrupción ultrasónica de un escuadrón de cazas dispuestos en perfecta formación de combate. Pero por suerte, esto no es un ataque aéreo, ni tan siquiera un juego de guerra. Es simplemente parte del comité  con el que el Festival de Cannes da la bienvenida al equipo de ‘Top Gun: Maverick’, capitaneado por una de las grandes atracciones de esta 75ª edición: Tom Cruise, quizás el último gran actor capaz de sobrevivir en el Hollywood de las sagas.

Vivimos, ya lo sabemos, en una era en la que el cine-espectáculo está monopolizado por series (de películas) interminables, dedicadas mayormente a super-héroes cuyo origen debe encontrarse en las páginas de cómics y novelas gráficas. Lejos, en cualquier caso, de un medio inmerso en la enésima crisis de creatividad, y ya puestos, de identidad. Para muestra, una pregunta: actualmente, ¿qué cineasta o qué estrella es capaz de arrastrar a las masas hacia las salas de cine? Pocos, poquísimos nombres vienen a la cabeza. Uno de ellos es sin duda es el de Tom Cruise, el hombre-franquicia; el intérprete que se juega la piel (literalmente) en cada nueva película de acción donde pone su firma.

¿Por qué? Porque a sus 59 años de edad (59… increíble), el hombre no concibe experiencia cinematográfica que no transmita al espectador esa subida de adrenalina que solo puede conseguirse con una sensación de riesgo real… o al menos lo suficientemente aturdidora. ¿Y dónde se consigue esto? En una sala de cine, por supuesto. Preguntado al respecto, Tom Cruise no duda ni un segundo: «la producción de ‘Top Gun: Maverick’ se vio afectada por la pandemia del coronavirus… por una situación que al principio no teníamos claro cómo encajar, pero refugiarnos en las plataformas online nunca estuvo entre nuestros planes».

La sala Debussy y el teatro Lumière estallan al unísono en la misma ovación. Porque Mr. Cruise lo merece, y porque la película que presenta (fuera de la Competición por la Palma de Oro, bien sûr) ha cumplido la promesa, al erigirse en glorioso recordatorio de que hay determinadas propuestas que tienen que ser descubiertas en una pantalla gigante, y con un sistema de sonido afinado hasta poner en riesgo la integridad de nuestros tímpanos. Así opera ‘Top Gun: Maverick’, secuela de aquel mito de la virilidad ochentera, una celebración nostálgica a la gloria de su inamovible e incombustible protagonista: historia viva de una manera de hacer cine a la que, por lo visto, y por suerte, aún le quedan piruetas con las que sorprendernos.

Porque más allá de subtextos malévolos que puedan sacarse al rascar su metálica y musculada superficie (ahí se mantienen las sospechas sobre la sexualidad de alguno de los personajes, o las incomodidades que debería despertar la visión del mundo «otanista» que se deriva de las prácticas militares retratadas ahora por Joseph Kosinski, en sustitución del malogrado Tony Scott), queda claro que solo importa lo que se ve, lo que se oye y lo que casi-casi puede palparse. Los aviones del equipo de Maverick superan todas las barreras físicas habidas y por haber, y con ello, parece que nosotros también lo hagamos.

La butaca vibra, y parece que vaya a caerse a trozos, víctima de esa vibración mágica que, por si se nos había olvidado, hace que nos olvidemos de todo lo que no esté directamente ligado con la dimensión física del séptimo arte. Y cómo no, salimos de la proyección al borde de la pérdida de conocimiento, desorientados por la falta de riego sanguíneo, embriagados por el gusto gloriosamente salado (y dulce!) del mejor cine palomitero… y temiendo el momento en el que tengamos que volver a la realidad, es decir, a la Sección Oficial a Competición. El Concurso por la Palma de Oro arranca con una sesión doble innegablemente cumplidora, pero que para nada está a la altura del despampanante espectáculo del que acabamos de aterrizar.

Primero llega Kirill Serebrennikov, notoria voz crítica rusa en el exilio, para traernos ‘Tchaikovsky's Wife’, anti-biopic dedicado a la trágica figura de Antonina Miliukova (encarnada por una formidable Alyona Mikhailova), esposa del mítico compositor, incapaz de consumar o reafirmar dicha condición. Angustiosa tesitura que Serebrennikov, siempre asqueado por la hipocresía y el fanatismo de la sociedad rusa, utiliza para hablar de encorsetamientos que asfixian, de amores no correspondidos y de vergüenzas y complejos tan mal llevados, que aplastan a los seres más débiles.

Todo esto, presentado con un derroche en la puesta en escena marca de la casa, y con la insistencia nada sutil que también caracteriza los discursos de Serebrennikov. Justo después, descubrimos un extraño remanso de calma. ‘Le otto montagne’ (esto es, ‘Las ocho montañas’), de Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, a partir de la famosa novela de Paolo Cognetti, una bonita historia de amistad masculina, en la que el camino vital toma el relieve accidentado de una serie de excursiones alpinas. Una concatenación de tristezas y alegrías bellamente fotografiadas y alegremente musicalizadas por las composiciones de Daniel Norgren. Una razón tan buena como cualquier otra para estar en compañía de Luca Marinelli (co-protagonista adulto de la historia), uno de los talentos actorales más imponentes del panorama actual. No tanto como Tom Cruise, debe añadirse, pero casi.