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De las ruinas de una iglesia a Bilborock

Exterior de Bilborock, la iglesia reconvertida en templo del rock. (Monika DEL VALLE | FOKU)

Bilborock fue un hecho anómalo y probablemente más casual o circunstancial que el derivado de una lógica oficial, aunque, más o menos, la hubiese. De hecho, en 1997 no podía afirmarse que la cultura musical juvenil fuese un objetivo de las instituciones, en este caso municipales; sin embargo, en Bilbo ocurrió y lo que era una iglesia condenada a una posible demolición en favor de un bloque de pisos, se transformó en un espacio cultural impensable un año antes de comenzar sus obras, allá por 1995. Siendo aún más sorprendente que su primera visión tuviese un marcado cariz de servicio/apoyo a la música, al rock en su lenguaje más amplio. Inaudito, sí, pero sucedió y nació Bilborock y, aún más, continúa sin demasiadas desviaciones respecto al ideario inicial. Los milagros son una falacia, pero en este caso cabe la duda.

Los antecedentes de Bilborock como centro cultural se inician en una época explosiva culturalmente en la ciudad. La década de los ochenta fluía ágil musicalmente con decenas de bandas surgiendo en toscos lugares de ensayo y con pequeños locales empeñados en propagar en directo tanta propuesta. Uno de esos espacios fue el estimado y dinámico Gaztetxe de las Siete Calles, de una efervescencia admirable, o el garito privado más entusiasta de esos ochenta: Gaueko. De esa emergencia cultural animada por un puñado de apasionados agitadores, deriva, en parte, el uso artístico/social de la abandonada iglesia de La Merced y el posterior nacimiento de Bilborock.

La zozobra de los recuerdos llegan a la mente un tanto difusos, pero con las imágenes en la retina de que antes de que la iglesia fuese Bilborock, asistimos a variados conciertos cuando esta era un inmueble en ruinas, con el suelo de tierra, ondulado. Columnas caídas, humedad, negruras… Algunos inquietos advirtieron que aquel espacio era de utilidad pública y con patada en la puerta se organizaron unos cuantos bolos. Es posible que hasta alguno perteneciente al concurso municipal Villa de Bilbao, nacido en 1988 con más ilusión y desenfado que medios e infraestructura. De hecho, sus fechas se repartían por la ciudad como podían, casi improvisando lugares insólitos donde celebrar los conciertos, a veces imposibles por molestias vecinales, otras por ser locales improvisados con urgencia. Las ganas vencían las barreras de la realidad.

Como parte del jurado del Villa de Bilbao desde su inicio y como testigo del nacimiento de Bilborock desde el primer nuevo ladrillo, tuvimos la ocasión, gracias al inquieto y pertinaz Andoni Olivares, posteriormente su director, de seguir las obras del edificio y vivir su planteamiento. Con él vimos cómo se construía por dentro el nuevo templo, como se ideaba la espléndida cúpula central, cómo sus paredes, en parte, se rellenaban de fibra para que el sonido no rebotase, cómo se creaban habitáculos para que fueran salas de ensayo, siempre germen de vida… Un proyecto realmente pensado al detalle para la música y los músicos y, aunque cabía la desconfianza hacia lo oficial, todo parecía adecuado, bien pensado y práctico. Con Olivares como gran impulsor y al margen de nombres de rango superior.

Las memorias anuales muestran los grupos que han pasado por sus locales de ensayo –cientos y cientos, los miles de músicos que han actuado–, los diferentes eventos culturales al margen de la música… pero lo más verdadero, lo más genuino, es el ente en sí. Una iglesia reconvertida en bien cultural de base, sin élites. Un espacio público abierto a la música, en especial al pop y al rock de forma horizontal y ecléctica, sin complejos. Algo inaudito en Euskal Herria.

Bilborock ha sido y es una suerte para la escena cultural de Bilbo, posiblemente un caso único, pero no concluiremos sin una pequeña maldad. Y es que si el local no hubiese estado ubicado donde está, digamos que un poco esquinado, los supuestos pretendientes que imaginamos con cierta perversidad, habrían fagocitado el proyecto músico-popular para transformarlo en algo más ‘Guggenheim’ o más ‘Alhóndiga’.