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Cuarenta años cruzando el umbral de ‘La casa de los espíritus’

Isabel Allende siempre comienza sus novelas los 8 de enero para ampararse en la suerte que dice acompañarla desde que publicó el 8 de enero de 1982 su primera novela, ‘La casa de los espíritus’. Cuarenta años después, nos adentramos en el fascinante imaginario literario de la autora chilena.

La autora chilena Isabel Allende. (EUROPA PRESS)

Nació mientras los cañones hicieron temblar al mundo en su segunda gran contienda. Aquel estruendo ininterrumpido apenas fue un tímido eco en el seno de una familia patriarcal en la que su abuelo fue, en una escala anterior a Dios, quien dictaba las normas de un pequeño reino encerrado entre cuatro grandes paredes.

Isabel Allende todavía no se encontraba entre los vivos cuando su madre se tuvo que casar contra su voluntad con un hombre al que no amaba. Tampoco estuvo presente en la travesía de aquel crucero en el que fue concebida, en el transcurso de una luna de miel sacudida por el vaivén de un fuerte oleaje que provocó en el novio un mareo constante.

Sus padres apenas mantenían contacto, pero en los breves encuentros que compartieron tuvieron dos hijos más. Instalada en una gran casa, acorde al rango de secretario de la embajada de Chile en Perú que tenía su padre, la sombra de aquella primera Isabel Allende nos susurra que «el matrimonio de mis padres fue un desastre desde el principio. Un día, cerca de mi tercer cumpleaños, mi padre fue a comprar cigarrillos y nunca volvió. Esa fue la primera gran pérdida de mi vida, y quizás es por eso no puedo escribir sobre padres. Hay tantos niños abandonados en mis libros que yo podría abrir un orfanato. Mi padre dejó a mi madre abandonada en un país extranjero con tres niños pequeños. Para empeorar las cosas, no existía el divorcio en Chile. De alguna manera, mi madre se las arregló para anular su matrimonio y, por lo tanto, se convirtió en madre soltera con tres hijos ilegítimos. No tenía dinero, educación ni preparación para trabajar. Su única opción fue regresar a casa de su padre en busca de ayuda».

Segundo acto

Alzado el telón de nuevo, entra a escena la segunda Isabel. La encontramos en casa de sus abuelos, lugar preservado por sus recuerdos de infancia. Una casa que adquiere un especial protagonismo debido a las personas y criaturas singulares que albergó un día.

Sobre este escenario fantástico, Allende nos dice «la casa estaba habitada por mascotas salvajes, seres humanos extraños y fantasmas benévolos. Mi abuela era una mujer encantadora que tenía muy poco interés en el mundo material y pasó la mayor parte de su tiempo experimentando con la telepatía y hablando con las almas de los muertos en sesiones de espiritismo. Esta señora clarividente, que podía mover objetos sin tocarlos, me sirvió de modelo para Clara del Valle en mi primera novela, ‘La Casa de los Espíritus’. Ella murió hace mucho tiempo, a una edad temprana, pero como mi hija Paula, es una presencia constante en mi vida».

Sentada sobre la alfombra del gran salón, la futura escritora juega con su muñeca y a pesar de no prestarles atención, sabe que a sus espaldas los espíritus se mueven a hurtadillas, camuflados entre sombras y tal vez temerosos de la pronta llegada al hogar de don Agustín Llona Cuevas, el Tata, el abuelo que gobierna este entorno fantástico. Mi abuelo –nos dice la segunda Isabel–, fue un vasco sólido, tenaz y fuerte como una mula, me dio el don de la disciplina. Podía recordar cientos de cuentos populares y largos poemas épicos, hablaba usando proverbios. Vivió casi un siglo, y durante la última parte de su vida leyó la Biblia muchas veces de cabo a rabo y la Enciclopedia Británica de la A a la Z. Él me dio el amor por el lenguaje y las historias».

Tercer acto

El escenario está presidido por una pequeña ventana por la que se cuela un halo de luz que ilumina tenuemente un espacio de sombras. Un calendario nos recuerda que hoy es 8 de enero de l981. La tercera Isabel hace acto de presencia, contesta una llamada de teléfono. Ella se encuentra en Caracas, su residencia en el exilio después de que Chile fuese devorado por los generales.

Del otro lado del aparato le comunican que su abuelo se está muriendo, «no podía volver a Chile –nos dice la tercera Isabel– para despedirme de él, así que esa noche comencé una especie de carta espiritual para ese amado viejo», recuerda.

Un foco ilumina el lado derecho del escenario que permanecía oculta en la oscuridad. Sobre ella se apilan en orden páginas en blanco que aguardan ser escritas.

«Supuse que no iba a vivir para leerla –prosigue nuestra protagonista–, pero eso no me detuvo. Escribí la primera frase como en trance: ‘Barrabás llegó a la familia por vía marítima’. ¿Quién era Barrabás, por qué vino por vía marítima? No tenía ni la más remota idea, pero continué escribiendo como una loca hasta el amanecer, cuando el agotamiento me venció y gateé hasta mi cama».

Ahora es la mesa quien preside el escenario, a ambos lados se sientan la tercera Isabel y su marido, Miguel Frías. «¿Qué estabas haciendo?» le dice él. «Magia», responde ella. «Y de hecho, fue magia –nos dice la tercera Isabel mientras se dirige a un patio de butacas invisible–. A la noche siguiente después de la cena, de nuevo me encerré en la cocina para escribir. Escribía todas las noches, haciendo caso omiso al hecho de que mi abuelo había muerto. El texto creció como un gigantesco organismo con muchos tentáculos, y para fin de año tenía quinientas páginas en el mostrador de la cocina. Ya no parecía una carta. Mi primera novela, ‘La Casa de los Espíritus’, había nacido. Había encontrado la única cosa que realmente quería hacer: escribir historias».

La relación de Isabel Allende con la escritura profesional comenzó en 1967, con su trabajo periodístico en la revista ‘Paula’. En esta publicación dirigida principalmente a mujeres formó parte del equipo editorial, redactó reportajes, realizó entrevistas y hasta tuvo su propia columna de humor, llamada ‘Los impertinentes’.

Durante esta época participó en televisión y en otros medios escritos como la revista infantil ‘Mampato’ –que dirigió entre los años 1973 y 1974– y escribió las obras de teatro ‘El embajador’ (1971), ‘La balada del medio pelo’ (1973) y ‘La casa de los siete espejos’ (1975).

La irrupción de la dictadura militar en Chile, en 1975, provocó que Isabel Allende abandonara el país junto a su familia rumbo a Venezuela, nación donde residió por trece años. Allí emprendió su carrera como novelista con la publicación de ‘La casa de los espíritus’, en 1982.

Cuarto acto

La escenografía de ‘La casa de los espíritus’ concentra a las cuatro mujeres que dictan el sentido de la novela. Isabel Allende otorgó mucha importancia al feminismo y empoderamiento de la mujer en unos párrafos que fueron dedicados a «A mi madre, mi abuela y las otras extraordinarias mujeres de esta historia».

Cada una de las cuatro representa una manera propia y diferente de luchar contra el machismo dominante en la sociedad chilena, machismo representado por un solo hombre: Esteban Trueba. Encarnación del machista, opresor y violento, el patriarca permanece a lo largo de las tres generaciones de las mujeres que suceden a Nívea, y cada una de ellas aporta a su manera mecanismos para salir de dicha dominación.

En este cuarto acto, la cuarta Isabel rememora ante su público de espectros la presencia de su abuela. «Las almas convocadas por mi abuela –nos dice– hacían saltar la mesa en las sesiones de los jueves: un salto para sí, dos saltos para no. Esa mesa está ahora en mi casa. En mi presencia nunca se ha movido por fuerzas inexplicables. He tratado de usarla para hacer espiritismo sin ningún resultado. La mesa permanece inmóvil y silenciosa como un paquidermo muerto. Parece que la única forma de comunicación con los espíritus que a mí me resulta es la escritura. Les cuento todo esto porque esta abuela mágica me sentaba a la mesa de los jueves cuando yo todavía andaba en pañales, con la idea de que en presencia de un ser inocente –como supuestamente era yo entonces– las almas vagabundas que nos rodean pudieran manifestarse libremente».

Telón

La novela recorre, con el paso de los años, la evolución de los cambios sociales e ideológicos de Chile, un país que nunca se menciona en la novela, y sin perder de vista la odisea personal de la saga familiar de los Trueba.

En sus páginas entran en escena los avances tecnológicos, los cambios en las costumbres, los cambios ideológicos y la emancipación de la mujer, el espiritismo y los fantasmas, hasta desembocar en el triunfo socialista y el posterior golpe militar.

Estas convulsiones afectarán a la familia de Esteban Trueba –cuyos miembros poseen siempre algún rasgo que los hace singulares– con distintos matices de dramatismo y violencia. El viejo terrateniente envejece y, con él, una forma de ver el mundo basada en el dominio, el código de honor y la venganza.

Antes de que caiga el telón, la quinta Isabel se dirige a su publicó de fantasmas y espíritus para confesarles que «toda ficción es en última instancia autobiográfica. Escribo sobre el amor y la violencia, sobre la muerte y la redención, sobre mujeres fuertes y padres ausentes, sobre la supervivencia. La mayoría de mis personajes son seres marginales, no están protegidos por la sociedad, son poco convencionales, irrespetuosos, desafiantes» y concluye «en los cuarenta años transcurridos desde entonces he sufrido pérdidas, dolores y duelos, he cambiado de países y de maridos, también he acumulado mucho éxito, lo que suele trastornar a las personas, pero nada me ha hecho perder mi centro, porque la escritura es mi brújula. Todo lo que me duele acaba trasmutado en la alquimia de la literatura. La escritura fue una catarsis, un intento de recuperar el mundo que perdí con el golpe militar de Chile de 1973».

El silencio de la sala es roto por un único aplauso, el espectro que ocupa la quinta butaca de la tercera fila logra, por fin, lo que tanto deseaba y este sobreesfuerzo provoca que, por primera vez, derrame una lágrima.