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Una alameda cerrada, tres libros descatalogados y medio siglo a la basura

Crisis climática, crisis de la biodiversidad y crisis energética. Son tres ramas de una misma crisis sistémica provocada por un sistema esclavo de un crecimiento constante que solo mide mediante el PIB. Lo advirtieron, quizá con más maña que hoy en día, grandes autores de principios de los 70.

Jovenes chilenos en bici, en campaña por Salvador Allende en 1970. (Fundación Salvador Allende)

Echemos mano del retrovisor. 1973. La canción “Libre”, de Nino bravo, inaugura el año al frente de todas las listas de grandes éxitos. Pocos meses después, en septiembre, militantes chilenos encerrados en el Estadio Nacional cantarán la catártica canción a los compañeros que salen, pero el régimen de Pinochet se adueñará de la canción hasta el extremo más cruel. «Ponían canciones de Nino Bravo, especialmente “Libre”. De fondo me las ponían y fuerte para que no se escucharan tanto mis gritos», relatará el mapuche Paicavi Painemal a la investigadora Katia Chornik. «Cuando me acuerdo de la tortura, al tiro me viene a la cabeza “Libre”», añadirá. El mundo ya era un lugar distópico hace medio siglo.

Lo sigue siendo, quizá algo más. No significa que vaya a acabarse. Nos asomamos a 2023 atenazados por varias amenazas cruzadas, en forma de lo que a ratos llamamos crisis energética, a ratos crisis climática, de la biodiversidad o para tratar de englobarlo todo, ecosocial. Llámenlo como quieran, todos sabemos de qué hablamos, pues todos pagamos el recibo de la luz y todos en este país estábamos en pantalones cortos a principios de noviembre tras habernos achicharrado en verano. Quizá falte, a veces, buscar el hilo que une ambos fenómenos.

Ese retrovisor fijado en el arranque de la década de los 70 puede ayudarnos a hilar la conexión y desenterrar genealogías sepultadas, si asumimos que el golpe de estado de Pinochet no fue solo un cambio de régimen más en un pequeño país latinoamericano. Abrió la puerta a la implantación de la versión neoliberal del capitalismo, que tras colonizar universidades e instituciones financieras globales, se expandió de Chile al mundo, vía embajadas de Washington.

El golpe de Pinochet inauguró el neoliberalismo, un sprint de medio siglo contra las advertencias que, ya a principios de los 70, señalaban que el crecimiento constante era imposible.

Lo hizo acabando con una original experiencia socialista democrática que abría una nueva vía para la izquierda en el mundo, un camino más apto para la bicicleta que para el coche, en feliz expresión de un secretario del Gobierno de Allende, José Antonio Viera-Gallo, que hace medio siglo advirtió de que el socialismo puede llegar solo sobre dos ruedas.

La cita de Viera-Gallo procede del pequeño ensayo de Ivan Illich «Energía y Equidad. Los límites sociales de la velocidad», publicado precisamente en 1973 y enmarcado en la eclosión intelectual de finales de los 60 y principios de los 70. Hay varios trabajos de aquellos años que cobran especial relevancia al coincidir, desde disciplinas diversas, en la inviabilidad intrínseca de un sistema que requiere de un crecimiento económico constante y mide su desempeño solo mediante el PIB. La hegemonía neoliberal echó toneladas de tierra sobre estas obras, cuyas traducciones al castellano se encuentran descatalogadas y, que uno sepa, nunca fueron traducidas al euskara.

Una economía terrenal

La primera es la obra magna del economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen: «La ley de la entropía y el proceso económico», de 1971. Se trata de una enmienda a la totalidad a la disciplina económica vigente, realizada con rigor desde la propia economía, la matemática y la física. Imposible resumir una obra que da la vuelta a la ciencia económica como Galileo se la dio a la astronomía y que, como el renacentista, fue condenada al ostracismo por su herejía.

Pero que no sea por no intentarlo: lo que Georgescu-Roegen defiende de forma pionera es la aplicación a la economía de la segunda ley de la termodinámica, la ley de la entropía, que puede definirse imprecisa pero comprensiblemente como la tendencia inevitable de algo al desorden y al desgaste. Trasladado a la economía, y dando varios saltos mortales, lo que Georgescu-Roegen hizo no fue sino subrayar que el proceso económico y la producción de cualquier bien se incardinan en un planeta de materias finitas y requieren de una energía que, inevitablemente, se disipará parcialmente en forma de calor. Georgescu-Roegen clama desde el pasado contra los actuales programas de economía circular y contra la aspiración de crecer infinitamente. Más que una opinión, es físicamente imposible, nos recuerda. Llevamos medio siglo construyendo castillos en el aire.

El fundamento de la vida

El mismo año vio la luz “El círculo que se cierra”, de Barry Commoner, uno de los pilares fundacionales de un ecologismo que, desde su inicio, señaló el sistema de libre mercado y empresa privada como uno de los principales responsables de la crisis ambiental. No se hizo especiales ilusiones por las alternativas de la URSS, pero defendió que el socialismo era un mucho mejor punto de partida para impulsar una economía que no se basase en un crecimiento perpetuo.

Pero “El círculo que se cierra” es mucho más. Es una explicación temprana, compleja pero accesible, de lo que es la ecología, de cómo funciona materialmente el ciclo de la vida sobre este planeta y, sobre todo, de qué lo hace posible: un delicado equilibrio sistémico que convierte los residuos en materia prima para la reproducción de la vida, igual que la fotosíntesis convierte el CO2 en oxígeno gracias a la energía del sol. Lejos de las concepciones místicas que con los años han colonizado algunos imaginarios sobre la ecología y el ecologismo, nada más material que lo que explica Commoner: la persecución del crecimiento y del máximo beneficio posible amenaza las condiciones reales que posibilitan la vida que conocemos sobre la Tierra.

Commoner apenas menciona el efecto de los gases de efecto invernadero como un debate científico en ciernes a principios de los años 70, pero la base de su razonamiento se mantiene intacta en plena emergencia climática. Este biólogo, teniente del Ejército estadounidense en la Segunda Guerra Mundial y militante de izquierdas, señaló que un conocimiento científico avanzado pero extremadamente especializado y compartimentado, puesto al servicio de una economía de mercado, había resultado en la introducción de una cantidad ingente de nuevos materiales en el planeta, rompiendo aquí y allá los equilibrios ecológicos y amenazando el sustento de la vida misma. El eco de Commoner suena estruendoso hoy en día; su invitación a pensar en sistemas complejos –en vez de tratar de solucionar problemas concretos con soluciones tecnológicas concretas que desembocan en nuevos problemas–, también.

Los límites

Esta lógica sistémica fue la empleada un año más tarde, en 1972, por un grupo de investigación del Massachussetts Institute of Technology (MIT) liderado por Donella Meadows. Por encargo del Club de Roma, estos pioneros de la informática civil emplearon un modelo del sistema-mundo con cinco variables cuyo crecimiento se intuía exponencial. Las conclusiones dieron qué hablar en su día, pero se olvidaron pronto: «Si las actuales tendencias de crecimiento de población, industrialización, contaminación, producción alimentaria y consumo de materias primas se mantiene sin cambios, los límites del crecimiento en este planeta serán alcanzados en algún momento de los próximos 100 años».

Confirmando la lógica ecológica de Commoner desde un ámbito completamente diferente, el MIT subrayó que esas cinco variables se condicionan y retroalimentan las unas a las otras, y advirtió contra el «rotundo optimismo tecnológico». Un aviso más que pertinente a la luz de las promesas que emergen en tiempos de crisis energética, ya sea a cuenta del hidrógeno o de la fusión nuclear. «Cuando introducimos desarrollos tecnológicos que superan con éxito alguna traba al crecimiento o evitan algún colapso, el sistema simplemente sigue creciendo hasta otro límite, lo supera temporalmente, y decae», escribieron Meadows y compañía. Frente a esta lógica, este grupo de ingenieros alejados en un principio de consideraciones económicas y biológicas defendió, hace medio siglo, «la transición del crecimiento a un equilibrio global» basado en la «estabilidad económica y ecológica».

Georgescu-Roegen desde la economía, la física y la matemática, Commoner desde la biología y Meadows desde la dinámica de sistemas, alzaron la voz de alerta hace ya 50 años.

En otro libro de 1973, de título algo cursi –“Lo pequeño es hermoso”– pero con propuestas plenamente vigentes, Ernst Friedrich Schumacher se preguntaba si la gran crisis del petróleo de aquel año reforzaría «la influencia de los que defienden el “retorno al hogar” o la de los que preconizan la “huida hacia delante”». Medio siglo después, la respuesta es evidente. Llevamos cinco décadas al sprint sin mirar hacia atrás. Pero hemos topado con un muro.

Igual que no se acabó el mundo hace 50 años, no se acabará ahora –hay que tener cuidado con las predicciones apocalípticas, porque acaban girándose en contra–, pero puede convertirse en un lugar mucho más desagradable si no entendemos que tras el muro no hay una pista llana por la que seguir corriendo. Es lo que advirtieron, cada uno desde su ámbito, Georgescu-Roegen, Commoner, Meadows y otros tantos. Hay que intentar no caer en la arrogancia de pensar que partimos de cero y empezar a recuperar genealogías perdidas, porque esta amnesia es parte de la devastadora derrota del último medio siglo. No estamos solos ni somos los primeros en esto de pensar otras vidas posibles. Aquellas voces pueden ayudar a volver a abrir una alameda que ya no está cerrada a cal y canto.