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María, Lucía y Julia, las niñas vascas de la guerra del 36 que Bélgica no olvida

Hace 85 años, María, Lucía y Julia, tres hermanas de 7, 12 y 14 años, huían de un Bilbo arrasado por las tropas franquistas. La investigadora flamenca Lisette Wouters y Rosa Ruiz (hija de Lucía) reconstruyen su historia y el vínculo de sus descendientes con las familias que las acogieron en Bélgica.

Imagen de época de la evacuación de niños vascos para alejarlos de la guerra del 36. (NAIZ)

Los bombardeos eran cada vez más violentos. Corría junio de 1937 y la caída de Bilbo en manos franquistas era inminente. Aunque hacía semanas que cientos de niños escapaban en barco de la ciudad, Francisco Rodríguez y María Alonso no se plantearon separarse de sus tres hijas hasta que la realidad de la guerra les pasó por encima.

A mediados de mes, María de 14 años, Lucía de 12 y Julia de 7, alumnas del centro Errekalde Berri, abandonaron la capital vizcaina en uno de los últimos trenes que partieron hacia Santander repletos de niños de las ‘Escuelas de Euzkadi’. Ellas aún no lo sabían pero su destino era Bélgica. Pasarían dos largos años antes de que pudieran volver con sus padres.

«A menudo me he cuestionado cómo debió ser para ellos la marcha de sus hijas, el desgarro de su partida y, sobre todo, la incógnita de si sobrevivirían a la guerra para poder volver a verlas». La investigadora belga Lisette Wouters se hace eco de estos miedos en una reciente obra sobre los niños de la guerra refugiados en Linter, una pequeña localidad flamenca que no ha olvidado la historia de María, Lucía y Julia.

Nuevos hogares en Flandes

Tres de sus familias, los Beckers, los Lambeets-Allard y los Lambeets-Raymaekers, acogieron a las niñas como si de sus propias hijas se tratara, aunque hasta alcanzar la seguridad de sus nuevos hogares en Flandes las pequeñas tuvieron que sufrir aún «la intemerata», explica Rosa Ruiz, depositaria de las vivencias de su madre, Lucía, la mediana de las hermanas.

A finales de junio, mientras una oleada de refugiados llegaba en éxodo a Santander, las tres niñas embarcaron rumbo a lo desconocido junto a otros cientos de menores vascos custodiados por maestros y personal de la Cruz Roja. El último consejo de sus padres, casi una súplica, resonaba aún en sus oídos: «¡Vosotras tres siempre juntas. Las tres siempre juntas!».

«Atrás dejaban bombas, carreras precipitadas y estancias en refugios improvisados», recuerda Rosa, sin ser conscientes de que el peligro acechaba ahora en un mar donde las embarcaciones de refugiados (el mítico Habana entre ellas) eran hostigadas por la aviación y por cruceros franquistas como el Almirante Cervera, el Canarias o el destructor Velasco.

«¡Nos van a matar!»

También fue así esta vez. «¡Que viene el Cervera, que viene el Cervera! ¡Nos van a matar, nos van a matar!». Al poco de iniciar el viaje, los gritos de pánico de cientos de niños rompieron la tensa calma de las tres hermanas que, impotentes, contemplaron de cerca la amenazadora estampa del buque de guerra.

«Por suerte todo quedó en un susto», describe Rosa, quien cree «providencial» en aquel suceso la presencia de tres embarcaciones de la Marina Real Británica cuya escolta permitió al convoy de refugiados continuar su penosa ruta sin mayores percances que el hacinamiento, los vómitos y la miseria.

«Los piojos proliferaban por todos los lados», explica al recordar las penalidades que su madre le contó. Incluso llegaron a usar una vieja lata de tomate vacía a modo de improvisada «copa menstrual» para ayudar a otra niña que tuvo el período por primera vez en aquellas lamentables condiciones. «¡Qué vivencias!», se emociona.

Tras una singladura que se les hizo «eterna» (parcialmente reconstruida a partir de la obra de Jesús Javier Alonso ‘1937. Los niños vascos evacuados a Francia y Bélgica’), María, Lucía y Julia desembarcaron finalmente en el Estado francés, probablemente en la localidad de Pauillac. Desde allí, las tres hermanas y otros compañeros fueron conducidos a Donibane Garazi, donde el Gobierno del lehendakari Agirre disponía de una «colonia» que acogió a «muchísimos niños».

«Pasó así un tiempo en el que estuvieron bien cuidadas, les cortaron el pelo, las despiojaron, las limpiaron y ellas se sintieron atendidas, antes de que los distintos convoyes de exiliados comenzaran a partir hacia diferentes países de acogida».

La leyenda familiar dice que fue María, la mayor de las niñas y las más consciente de su precaria situación, quien («las tres siempre juntas») eligió ir a Bélgica, donde posiblemente le brindaron la oportunidad de no verse separada de sus hermanas.

Rosa explica que la llegada Bélgica se produjo gracias a la Obra del cardenal Van Roey, arzobispo de Mechelen, y a la determinación de las familias católicas que se presentaron voluntarias para acogerlas «desinteresadamente» en Linter, cuyo Círculo de Historia Local ha editado ahora el libro en el que se las recuerda.

Profusa documentación

La profusa documentación recogida en este trabajo por Lisette Wouters incluye certificados del Ministerio de Justicia belga, los visados de estancia temporal de las niñas en el país y hasta sus papeles de repatriación expedidos por la Cruz Roja, además de fotografías inéditas de su estancia en Linter durante actividades sociales como celebraciones, bodas y posados compartidos con sus familias adoptivas que demuestran «lo bien integradas y felices que llegaron a estar».

Las tres hermanas residieron en Flandes desde el 12 de agosto de 1937 hasta el 10 de octubre de 1939, cuando regresaron a casa. Dos años durante los que Julia y Lucía fueron escolarizadas en Linter por sus respectivas familias de acogida, mientras María, una adolescente de 14 años ya, ayudaba en las labores domésticas de su casa.

Todas ellas aprendieron flamenco, ayudadas por pequeños diccionarios de bolsillo con las palabras y las frases más habituales en este idioma traducidas al euskara y al español, aunque, como recuerda Rosa, las tres se reunían todos los jueves para practicar castellano, actividad que sin embargo no impidió que Julia, la más pequeña, lo olvidara casi por completo.

Finalizada la guerra del 36 e iniciada la II Guerra Mundial, las niñas fueron reclamadas por sus padres, lo que tras la «excepcional» acogida que habían disfrutado les provocó un nuevo desgarro emocional al verse separadas de sus anfitriones hasta el punto de que Julia, la benjamina, no quería regresar y aseguraba que sus padres ya estaban en Bélgica.

«La vuelta a Bilbao resultó impactante», confiesa Rosa. «Una ciudad destruida, con cartillas de racionamiento y en la miseria más absoluta, a la que ellas llegaron vestidas guapísimas, con sombreritos y guantes, superelegantes, sonrosaditas y saludables de haber comido bien».

«Supongo que de alguna manera se comunicaría a las familias belgas que habían llegado bien, pero a partir de ahí, con la Guerra Mundial, la relación se rompió en todos los casos», detalla Rosa.

Años más tarde el vínculo se retomó mediante carta, tras lo que varios de sus parientes viajaron a Linter y algunos miembros de las familias belgas visitaron Bilbo, Donostia y Pasaia, donde se establecieron las tres hermanas (todas ellas ya fallecidas) dando lugar a una estrecha relación que aún hoy supera las fronteras.