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El jefe de los mercenarios de Wagner se suelta, ¿demasiado?, la lengua

Imagen de archivo de Putin y Prigozhin. (Alexey DRUZHININ | AFP)

Comenzó confirmando lo que era un secreto a voces, que es el fundador y jefe de la compañía de mercenarios Wagner, que sigue siendo ilegal en la legislación rusa.

Siguió acusando al Ejército ruso de hurtar a su grupo la primera victoria en seis meses de los invasores, cuando fueron sus hombres los que lograron avanzar en el frente del Donbass y alcanzar la localidad de Soledar.

Ya suelto, esta misma semana ha admitido que creó la fábrica de trolls de San Petersburgo a la que EEUU acusa de haber interferido con una campaña cibernética de desinformación en las elecciones presidenciales de 2016, que encumbraron a Trump.

Ayer no se mordió la lengua al acusar al «anquilosado y burocrático» Ejército ruso de retrasar la conquista de Bajmut, lo que pondría a tiro de Moscú las dos últimas ciudades de Donetsk en manos de Kiev.

El empresario Evgueni Prigozhin no oculta su animadversión para con el ministro de Defensa, Sergei Shoigu, y la cúpula militar, y colidera el grupo de halcones que les acusan de los reveses militares rusos. Críticas que comparte, entre otros, con el sátrapa checheno, Ramzan Kadirov, el comandante «Strelkov» (Igor Guirkin), quien lideró la sublevación armada en 2014 en el Donbass, y la redactora jefa de Russia Today (RT), Margarita Simonian.

Evgueni Viktorivich Prigozhin (Leningrado, 1961), fue él mismo convicto en tiempos de la URSS y pasó de de vender perritos calientes a crear un emporio de restauración, servicios de catering a la élite rusa. De ahí el sobrenombre de «el chef de Putin», presidente ruso con quien comparte origen y amistad.

Los continuos cambios en la cúpula militar tras los sucesivos reveses evidencian la creciente pugna en el seno de la élite militar y securitaria rusa.

Al punto que hay quien asegura que Prigozhin participaba, con sus 50.000 hombres sobre el terreno (10.000 contratistas y 40.000 presos liberados a cambio de su alistamiento), en un plan de ofensiva rápida y masiva en Ucrania que propiciaría el nombramiento del general Sergei Surovikin, el «carnicero de Siria», como ministro de Defensa; y de Kadirov al frente de la Guardia Nacional.

Por su parte, el jefe de Wagner aspiraría a dirigir el FSB, servicio secreto que tendría material para chantajearle, concretamente un «kompromat» sobre sus diez años en cárceles soviéticas.

Más allá de teorías complotistas, todo apunta a que el inquilino del Kremlin sigue fiel a esa vieja táctica tan equilibrista y estaliniana de dejar que sus subalternos se peguen y debiliten entre sí para no hacerle sombra.

En el caso de su «chef», le ha censurado en los medios de comunicación y le ha obligado a renunciar formalmente a nuevos reclutamientos a cambio de amnistía en las cárceles mientras, en paralelo, le ha prometido que equiparará a sus mercenarios con los soldados para dar indemnizaciones a sus familias en caso de morir en combate.

Pero el desenlace de esta historia está por ver. Porque puede que Putin trague que su «cocinero» alardee de sus mercenarios, incluso que publique en internet el ajusticiamiento brutal de desertores masacrados a mazazos. Incluso que alardee de que seguirá financiando la guerra cibernética informativa contra Occidente. Pero sacar los trapos sucios de una campaña militar parece demasiado.

Porque la indiscreción, más si es recurrente, se acaba pagando cara en Rusia. Que se lo digan, si no, a los miles y miles de cuadros comunistas, purgados, ejecutados o deportados al gulag por Stalin.

Todo dependerá de si a Putin, admirador del autócrata georgiano, le satisface el plato que le están cociendo en Ucrania. O se le indigesta.