El Gobierno francés pisa sobre ascuas tras imponer por decreto su reforma de las pensiones
No contento con activar el decretazo, el Gobierno francés se acogió al negacionismo. «Nuestra vocación es seguir gobernando», «usar el 49.3 no es un fracaso» o «no hay crisis política» fueron algunos de los argumentos empleados por ministros de un Ejecutivo que camina sobre brasas.
Hasta once veces ha pulsado el botón rojo la primera ministra a la que Emmanuel Macron confió hace diez meses el Gobierno del país. Sin embargo, la utilización del 49.3 para sacar adelante, sin voto parlamentario, la reforma de las pensiones puede convertirse en el «decreto de más» para la líder del Ejecutivo, a la que solo sostiene hoy por hoy la tozudez del presidente y su obsesión por «no dar bazas al contrario».
A unas horas de que optara por ese vía expeditiva para sacar adelante el plan que retrasa de los 62 a los 64 años la edad de retiro, Élisabeth Borne se declaraba ante las cámaras de televisión «consternada» por el trato de que fue objeto en la Asamblea Nacional.
No entendió que, ante la decisión de impedirles votar un proyecto que toca al corazón mismo del estado del bienestar, algunos parlamentarios aporrearan el escaño, otros pitaran y unos cuantos más vociferaran la letra, ciertamente poco pacifista, de La Marsellesa.
Ni un atisbo de autocrítica ni de reflexión ni de toma de conciencia sobre las implicaciones de su opción política se escuchó de boca de la primera ministra. Una actitud de pretendido estoicismo que da cuenta de las lagunas que tiene la élite gobernante francesa a la hora de interpretar la realidad. Empezando por la composición del Parlamento.
El macronismo sigue sin comprender que las elecciones legislativas de 2022 determinaron que no dispondría de mayoría parlamentaria.
El voto de los ciudadanos decidió una composición heteróclita para la Asamblea Nacional con dos polos que se repelen, la ultraderecha y la alianza de izquierda Nupes, que cuentan con apoyos, recursos y ambición suficiente para poner palos en las ruedas a un presidente en la cuenta atrás para la salida del Elíseo.
El artefacto político ideado por Macron no ha sido capaz de jugar en ese escenario nuevo y su modo de gobernar no solo le ha debilitado mes a mes y ley a ley, sino que, además, ha contribuido a acelerar la crisis que vive su único colaborador potencial y debilitado rival, Les Républicains (LR).
Correlación de fuerzas
La incomprensión sobre la correlación de fuerzas en el Parlamento no explica por sí sola que la crisis haya aflorado de manera tan descarnada. Emmanuel Macron también ha demostrado gran impericia a la hora de leer el tiempo y el sentir social.
Esa segunda desconexión ayuda a entender mejor que haya perdido en la travesía a su aliado derechista, cuando hace apenas cuatro años era LR quien aspiraba a llevar la edad de retiro a los 65 años.
El proyecto que Macron defiende, pese a quien pese, por una suerte de apego a su programa electoral debía de haberse encauzado en el quinquenio precedente.
Una pandemia y una guerra después, la reforma es percibida como extemporánea por una sociedad exhausta por esa inflación que ha llevado a subir los precios de los alimentos esenciales en torno al 13% en un año. El goteo paternalista al que ha recurrido, con un cheque por aquí y una bonificación por allá, tratando de solventar el invierno energético sin asumir el fiasco del costoso modelo nuclear, no le ha permitido al Elíseo aguantar hasta el deshielo primaveral.
La exaltación de beneficios de las grandes compañías francesas, en la antesala de la presentación de la reforma, a principios de enero, no fue precisamente de gran ayuda a la hora de hacer más asimilable un proyecto que penaliza a quien solo puede valerse de su trabajo para vivir y asegurar mínimamente su porvenir.
A ese trágala impuesto por la fuerza le han planteado objeciones incluso organismos públicos, de las propias cajas de pensiones a la seguridad social, acrecentando con ello la sensación de una insolvencia en la gestión que ha sembrado gran temor en la ciudadanía.
Macron que, si juega a la carta habitual, tratará de dejar pudrirse esta crisis de reinado, ha fallado incluso a la hora de calibrar la capacidad de los sindicatos para recobrar el estatus de contendiente a respetar.
Porque los sindicatos, cierto, han perdido afiliación por –pero no solo– la deslocalización, la liberalización y la precarización del empleo, porque se han convertido en un referente viejuno, cuando no extraño, para los más jóvenes, porque su patrón de conducta republicana les ha dificultado asumir las diferencias territoriales y de otra índole.
Pese a esas y otras rémoras, Macron y su reforma han hecho abrir los ojos a esos agentes sobre la urgencia de soldar la unidad, que han mantenido durante una decena de jornadas de protesta, recobrando y ofreciendo confianza.
Sus líderes han aprendido que París engaña hasta cuando arden las barricadas. Y han mirado al tablero hexagonal, poniéndose del lado de gentes que luchan en casa, y no solo en bulevares tan bellos como inhóspitos. Porque saben que siempre es más difícil de extinguir un mar de fueguitos.
Atasco de preguntas
«¿Qué hay que hacer para que se nos escuche?», lanzaba días atrás el secretario general de la CGT, Philippe Martinez. «Hay que tener mucho cuidado y no jugar con fuego», advertía el dirigente de la moderada CFDT, Laurent Berger, alertando de la crecida del río de la cólera.
Sin embargo, el Elíseo daba el portazo al diálogo, porque prefería jugar a la ruleta con sus avales parlamentarios, aunque el 16 de marzo terminara, finalmente, desplumado.
Ahora Macron tiene una reforma aprobada, pero sin el Parlamento y sin el aval social. Y tiene la certeza de que sus medidas serán recurridas en órganos superiores.
Sabe que, en un contexto inédito, una moción de censura traspartidista puede dar un revolcón a un Gobierno febril. Sabe que la ira se contagia.
Y como todo puede empeorar, quién sabe si algún socio en Bruselas le dará a entender, sotto voce, que un 49.3 vale en términos de estabilidad democrática lo que un billete del Monopoly para el BCE.