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‘Pax china’ entre los saud y ayatollahs

El acuerdo entre Arabia Saudí e Irán, con mediación china, es el giro más trascendente de los últimos años en Oriente Medio, solo comparable a los Acuerdos de Abraham que los EEUU de Trump lograron sellar entre Israel y varios regímenes árabes.

Portada que da cuenta del acuerdo suscrito con la mediación de China. (Atta KENARE | AFP)

Más allá de rivalidades geopolíticas, y de la esencia de los regímenes concernidos –una satrapía petrolera wahabita y una teocracia de los ayatolás chiíes–, el acuerdo es una muy buena noticia.

De un lado, porque las tensiones entre las dos principales potencias regionales, con el permiso de Israel y de Turquía, son una importante fuente de inestabilidad en la región y el acuerdo puede repercutir positivamente en las crisis políticas en Irak y Líbano e incluso en el conflicto palestino-israelí, y en las guerras en Siria, y sobre todo en Yemen, donde Riad y Teherán se enfrentan en un conflicto bélico por procuración, apoyando respectivamente al Gobierno en el exilio y a los rebeldes huthíes.

Y de otro, porque promete, en el plazo de dos meses, iniciar, con el intercambio de embajadores, la normalización entre dos enemigos jurados.

El Irán del sha de Persia y la Arabia de los Saud eran, junto con Israel, los guardianes de EEUU en la región.

El derrocamiento del sha  Reza Phalevi en 1979 tras la revolución a la postre islamista iraní y la consiguiente «oleada negra chií», seguida con atención por movimientos como los Hermanos Musulmanes suníes, provocó el temor a un efecto contagio en las monarquías de las satrapías del Golfo, sobre todo en Bahrein y en Arabia Saudí, que albergan importantes y discriminadas poblaciones chiíes.

Al año siguiente (1980), y para abortar la recién creada República Islámica de Irán, Riad impulsó junto a Washington, y financió, la guerra del Irak de Saddam Hussein contra su vecino.

La matanza en 1987 en la Meca de cientos de peregrinos en una marcha contra EEUU auspiciada por Irán, que provocó el asalto de la embajada saudí en Teherán, y la avalancha que durante la misma peregrinación anual pero en 2015 mató a 2.300 peregrinos, la mayoría iraníes, ensombrecieron aún más las relaciones entre Arabia Saudí e Irán, cuyo gran ayatolá, Ali Jamenei, aseguró que Riad no era merecedor de custodiar las ciudades santas (Meca y Medina).

Todo ello sin olvidar la injerencia de ambos rivales en el contexto de las primaveras árabes o en los posteriores conflictos en varios países (en Siria, en Bahrein y  en Yemen).

La gota que colmó el vaso fue la ejecución en 2016 en Riad del clérigo chií Nimr al-Nimr, junto con decenas de acusados de «terrorismo».. Las sedes diplomáticas saudíes en Irán fueron asaltadas y hubo ataques a mezquitas en el país árabe. Riad rompió todas sus relaciones con Teherán, como había hecho entre 1988 y 1991.

Desde entonces, y en los últimos siete años, Arabia Saudí obligó a sus aliados árabes a declarar «terrorista» al Hizbulah pro-iraní; no ha dejado de maniobrar en la política libanesa; advirtió de que si Irán se hacía con el arma atómica  haría lo mismo y su hombre fuerte, el príncipe Mohamed Bin Salman (MBS) no dudó en tildar de «nuevo Hitler» al guía supremo iraní.

¿Qué ha cambiado para que  Arabia Saudí pacte con su mayor enemigo y firme ese acuerdo dónde y en Pekín? Lejos queda la foto del  encuentro, en 1945, y cuando volvía de la Conferencia de Yalta con Churchill y Stalin, del presidente de EEUU, Roosevelt, con el rey Ibn Saud a bordo del crucero ‘USS Quincy’. Sellaron un acuerdo por el que Arabia Saudí suministraba petróleo a mansalva y EEUU lo compraba.

Fue el inicio de una perdurable alianza que alcanzó el ámbito no solo comercial –EEUU se convirtió en su primer exportador– sino militar, con compras masivas de armamento made in USA.

El culmen fue la llegada de medio millón de soldados estadounidenses a suelo saudí durante la II Guerra del Golfo contra Irak en 1991.

Las cosas empezaron a cambiar en 2001, cuando la noqueada sociedad estadounidense descubrió horrorizada que la mayoria de los autores del 11-S fueron saudíes a las órdenes del saudí Bin Laden.

En paralelo, y tras la desastrosa aventura ocupante en Irak, los EEUU de Obama, cada vez más autosuficientes en petróleo y derivados (fracking y nuevas prospecciones) comenzaron una lenta pero progresiva desvinculación de Oriente Medio en dirección al Pacífico.

En esas llegaron las primaveras árabes y la dinastía de los Saud asistió con asombro al abandono a su suerte por parte de Washington del hasta entonces estimado aliado y rais egipcio Hosni Mubarak.

Y, para colmo, Obama protagonizó un histórico deshielo con Irán en 2015 al firmar el acuerdo nuclear con quien había sido el gran enemigo.

Desde entonces, y en un giro ya esbozado por el rey Abdullah (2005) en Bahrein, pero completado por el reinado de Salman (2015), Arabia Saudí inició una era de intervencinismo creciente en la región con Irán en el punto de mira, y que llegó a su cenit con la implicación directa en la guerra en Yemen de la mano de su hijo, el príncipe, ministro de Defensa y heredero MBS.

Todo ello en el marco de una triple crisis. Primero, de confianza interna en un país donde se atisba el fin del maná del petróleo y donde los ingresos gubernamentales se han desplomado, con el consiguiente tensionamiento de la siempre forzada paz social.

Segundo,  por el miedo al creciente ascendiente de Irán, con su política de alianzas a largo plazo y su utilización de las minorias chiíes, mayoritaria en el caso de Irak, para avanzar peones. Y tercero, y sobre todo, por la incertidumbre sobre el grado de confianza en el padrinazgo de EEUU.

Lejos queda la foto del encuentro en 1945 del presidente Roosevelt y el rey Ibn Saud a bordo del ‘USS Quincy’, y que selló 70 años de pacto de petroleo por seguridad

Esta confianza se ha visto socavada en los últimos años. Sin olvidar el impacto en 2018 de la desaparición del opositor saudí y columnista en ‘The Washington Post’ Jamal Kashoggi, torturado y descuartizado en el consulado saudí en Estambul, Riad vio cómo los EEUU de Trump no reaccionaban al ataque a sus instalaciones petrolíferas en 2019. Y eso que la CIA había apuntado directamente a Irán.

Los Saud llegaron a la convicción de que el deslinde estadounidense no era una cuestión de Obama sino algo estructural. Convicción que se convirtió en conclusión el año pasado tras la voladura de los gasoductos Nord Stream, de los que Rusia acusa a EEUU, a un país que llevaba decenios asegurando que Irán era la gran amenaza a la libre circulación de hidrocarburos.

Una Rusia con la que, tras su irrupción en Oriente Medio, Arabia Saudí no ha hecho sino estrechar lazos en los últimos tiempos. Prueba de ello son los contactos bilaterales en los ámbitos nuclear y militar.

Esa diversificación de las alianzas, unida a la decepción con EEUU y al bloqueo actual de las negociaciones nucleares entre Occidente e Irán, habría convencido a Arabia Saudí de mover una ficha tan importante en el tablero de la región.

China e Irán, los grandes ganadores del acuerdo

Teherán, porque supone un alivio a su aislamiento respecto a Occidente en plena crisis de legitimidad del régimen de los ayatolás tras las sucesivas revueltas populares, la última la desatada por la muerte a manos de la Policía de la Moral de la joven kurda Mahsa Amini por llevar el velo de forma inadecuada. 

Y porque consiguente, siquiera de momento, frustrar la entrada de Arabia Saudí en el club de Abraham con Israel.

Pero es sobre todo China la que gana enteros en la arena internacional. Todo un éxito diplomático como colofón a la sesión de la Asamblea Nacional Popular que acaba de consagrar a Xi Jinping líder supremo del gigante asiático.

China, que ya es el primer socio comercial de Arabia Saudí y es, junto con Rusia, uno de los principales aliados de los regímenes árabes, ha recibido el regalo de culminar y sellar una mediación iniciada en su día por Irak (2020) y Omán, y animada asimismo por Qatar.

La reacción del Departamento de Estado de EEUU, que trata de ocultar su malestar sembrando dudas sobre el grado de compromiso de Irán, da la medida del éxito de Pekín en su afán por liderar lo que define como multilateralismo en las relaciones internacionales poniendo fin al monopolio estadounidense (el hecho de que el comunicado del acuerdo se leyera en chino mandarín, farsi y árabe, no en inglés, es todo un guiño).

Todo ello en vísperas de que Xi Jinping visite esta semana a Vladimir Putin con su iniciativa de paz para Ucrania.

Más allá de que Pekín ha sabido aprovechar el distanciamiento entre Ryad y Washington, el acuerdo es una gran noticia para el convulso Oriente Medio y puede resultar beneficioso para todos

Y el otro gran damnificado es el Israel de Benjamin Netanyahu, asediado por su plan de regresión judicial y a quien la oposición responsabiliza por no impedir el acuerdo.

No obstante, hay analistas que matizan el alcance del  acuerdo, y no solo porque está por ver si, más allá de palabras de buena voluntad y de la más que posible normalización de relaciones entre Arabia Saudí y la Siria de Al-Assad, influye en el final de la crisis bélica y humanitaria en Yemen.

Hay quien ve en el acuerdo una continuidad de la reciente política de apaciguamiento de Riad con Qatar y Turquía, rivales por cuanto valedores de los Hermanos Musulmanes.

Sea como fuere, un Israel que supere la deriva a la que le está llevando Netanyahu, y los propios EEUU podrían, en último término, beneficiarse de un acuerdo que puede coadyuvar a la estabilidad geopolítica y económica (libre circulación del petróleo) en una región, Oriente Medio, muy convulsa.

Una conclusión y un consejo a dos

El mundo está cambiando y China está ocupando, poco a poco, su lugar en él. Y, junto a Rusia, está utilizando los BRICS, en los que Irán y Arabia Saudí aspiran a integrarse, como ariete para horadar la hegemonía estadounidense.

Lo que no ha cambiado es la satrapía saudí. Convendría que los que le han perdonado casi todos sus pecados no la acusen ahora que coquetear con los rivales de Occidente. Y, sensu contrario, sería bueno que los que han demonizado a Arabia Saudí, sin tener en cuenta que es bastante más que un país gobernado por beduinos, anclado en una visión arcaica del islam y que vive solo del petróleo (Pascal Menores, «Arabia Saudí, el reino de las ficciones», Edicions Bellaterra), no la bendigan ahora, en nombre de la sacrosanta pero tantas veces errada geopolítica. Como llevan haciendo con la teocracia iraní.