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«Revoluciones de colores» y prejuicios en blanco y negro

Las denostadas como «Revoluciones de colores» pueden ser criticadas por su alcance y naturaleza. Pero conviene no analizarlas en clave de nostalgia geopolítica y criminalizarlas de principio por su alineamiento pro-occidental, ya que ello supone alinearse con el expansionismo panruso.

Concentración de la oposición georgiana con banderas de ucrania y de la UE. (AFP)

Ucrania, como el Cáucaso y todo el antiguo espacio soviético, configuran una región problemática para la Rusia actual y un desafío para los análisis que han quedado anclados en esquemas heredados de la Guerra Fría.

Esa suerte de desconfianza mezclada con el desprecio que nace de un sentimiento de superioridad –panruso– respecto a la compleja realidad política de esos países se evidencia cada vez que en alguno de ellos surgen movimientos de protesta, sobre todo si tienen al Kremlin o a sus agentes locales en el punto de mira.

Ocurrió con las revueltas en Georgia («Revolución de las Rosas») en 2003 y en la Ucrania de 2004-2005 («Revolución Naranja»), que tuvo su colofón en la «Del Maidan» de 2013-2014, y de la que la invasión rusa del país es su respuesta militar.

Y ha ocurrido con la revuelta popular en Kazajistán de 2022, sofocada por tropas rusas de la CEI, estructura supraestatal que siguió al hundimiento de la URSS, y con el conato de levantamiento, hace un mes, en Tbilissi (otra vez Georgia), que provocó que el gobierno frenara la aprobación de una «ley de agentes extranjeros» que criminaliza la financiación exterior de medios, ONGs y partidos.  

Todas estas revueltas son presentadas como «Revoluciones de Colores», un eufemismo peyorativo que pareciera querer contraponerlas a las revoluciones en blanco y negro, aquellas sí auténticas.

No es una reacción exclusiva al territorio post-soviético. Las «Primaveras Árabes» fueron vistas desde el principio con desconfianza, cuando no con recelo abierto, ya que ponían también, aunque no solo, al panarabismo formalmente «socialista» en el punto de mira.

Es evidente que hubo, en el caso de los pueblos árabes –como en los países que un día estuvieron bajo la órbita soviética– y hay, manos extranjeras que buscaron, buscan y buscarán réditos geopolíticos. 

Pero eso es algo tan viejo como la historia. Más cerca, así como hubo impulso estadounidense a favor de la yihad afgana contra la URSS, hubo apoyo soviético a las revoluciones y a los levantamientos populares y armados en Latinoamérica y en el propio mundo árabe contra las metrópolis europeas.

El occidentalismo de esas revueltas se explica, sin obviar injerencias, en clave de oposición a Rusia y su orientalismo expansionista, en su día zarista, ayer soviético y hoy putiniano

Detengámonos en el subcontinente americano. 

Partimos del principio de que sus países son, o deberían ser, soberanos para dictar su política nacional y exterior sin injerencias de EEUU y de su versión del «Espacio Vital» hitleriano, la doctrina Monroe. Sería ingenuo pensar que esa soberanía es ilimitada (recuerden la famosa frase «Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de EEUU» que se atribuye al expresidente Porfirio Díaz). Pero lo reivindicamos como principio.

¿Y en el espacio postsoviético? Rusia reivindica una suerte de «extranjero cercano» que incluye el centro-este de Europa, cruza las estepas centroasiáticas y llega al Gran Oriente. Y algunos parecen haber interiorizado ese esquema, nacido del expansionismo iniciado en el reinado de Iván el Terrible.

Tres argumentos

Tres son los argumentos que se esgrimen a la hora de minimizar, cuando no denigrar, esas protestas «de colores».

El primero apela a su móvil político, amalgama en la que, junto a las denuncias contra la corrupción y la parálisis política-económica, se enarbola la bandera del alineamiento con Occidente, y su modelo de democracia representativo-liberal, y contra la tutela de Rusia.

Echar de menos banderas rojas en estas revueltas desconoce el desplome del «socialismo real» en esos países. Y el «occidentalismo» de aquellas se explica en clave de oposición a Rusia y su orientalismo expansionista, en su día zarista, soviético y hoy putiniano.

De igual manera que la oposición latinoamericana al imperialismo USA se articuló y se articula hoy día desde posiciones de izquierda y socialistas.

El segundo argumento critica el carácter no mayoritario de estas «revoluciones de colores». Como si hubiera habido alguna revolución en la historia que no haya sido protagonizada por una minoría, «vanguardia» en palabras de Lenin. Otra cosa es la capacidad de esa minoría para  galvanizar a la mayoría silenciosa, y siempre miedosa, y, en su caso, para incluso sojuzgarla. Pero esa es otra historia.

La última crítica recuerda las tensiones, hasta violentas, y no pocas veces el fracaso estrepitoso de este tipo de revueltas. Todo ello para denostarlas. Cuando, si aplicáramos esa lógica en abstracto a las dos grandes revoluciones que ha dado Europa –y el mundo–, la francesa y la rusa, con sus consiguientes conflictos bélicos, guerras civiles, crisis y termidores... ni una ni la otra saldrían bien paradas.

Otra cosa es que esas «revueltas de colores» sean o no históricamente progresivas o geopolíticamente positivas. Eso, también, es otra historia.