Política comercial
La propaganda electoral ha cambiado mucho formalmente en los últimos años, pasando de un modelo militante a otro más comercial. La cuestión es si esto ha sido una mera adaptación a los tiempos y las nuevas potencialidades tecnológicas, o si puede suponer haber caído en cierta medida en la rueda del mercado, convirtiendo a la candidatura en un producto más, con el problema de que no te lo encuentras en el lineal del supermercado sino que usar el voto exige un esfuerzo.
Los que, como quien suscribe, ya peinan canas, o quienes pueden hasta sacar brillo a la bola de billar (-¿eh «primo»?- guiño guiño) recordarán aquellas campañas electorales en las que en televisión y radios públicas cedían una serie de minutos en los que cada partido exponía sus propuestas electorales.
Al principio uno podía encontrase con un señor (siempre eran señores) sentado detrás de una mesa, como las del telediario pero sin tanto diseño, desgranando los puntos fuertes del programa electoral o la ideología de su candidatura. Y los partidos anunciaban la hora y la cadena en los periódicos, para que los jeltzales vibraran con las palabras de Xabier Arzalluz o los de Herri Batasuna sintieran erizarse el vello de los brazos y la nuca viendo a Jon Idigoras en TVE. Lo mismo le pasaba a cada cuál con los suyos. Y hasta aparecía por allí uno del Partido Carlista que hacía legítimo e inútil uso de su derecho constitucional a los «minutos de fama» institucionalizados por Andy Warhol.
De las mesas con señor detrás y micrófono encima se pasó a los vídeos en los que cada partido seguía intentando hacer un resumen de su oferta y reivindicaciones, con más o menos tono épico, poniendo el acento en la gestión o en la lucha, dependiendo de cada quien. Era una evolución a un producto más elaborado, que seguían anunciando en los periódicos de papel.
De unos años a esta parte, el camino de la publicidad electoral ha sido la de mimetizarse con la publicidad comercial hasta confundirse con ella. Y ahora todo son spots que entran dentro de la cadena de productos a anunciar, entre las cápsulas de café de George Clooney y esa cadena de supermercados cuyos precios dice que enamoran. Uno sabe que no son anuncios de perfumes porque están en euskara o castellano, y no en inglés o francés; y tampoco de coches porque nadie empuña una palanca de cambios.
Sin embargo, a la primera, muchas veces hay que esperar hasta el final para saber qué partido es el que nos ofrece abrazos, poder elegir o avanzar. Y agradecer que no sea de la república libre de Ikea.
Hubo un tiempo en el que eso no pasaba. Si en la pantalla aparecían los trabajadores de Euskalduna peleando con la Policía en el puente de Deusto o un grupo de personas subiendo al monte con el jersey a los hombros y un plano cenital, ya se veía venir por dónde iban las cosas.
El reto del buzoneo y la pegada de carteles
Ahora en el buzón te encuentras con la publicidad de las candidaturas, en un sobre en el que figuran tu nombre, tus dos apellidos y tu dirección para que el cartero sepa dónde meterlo. Todo subvencionado para quien cumpla unos mínimos.
Recordarán los partidos el reto que suponía en su día reunir a la militancia en las sedes, fuera de horas de trabajo, para meter las papeletas en los sobres y cada cual con su correspondiente publicidad. Y el esfuerzo posterior de desplegarse por los barrios para su buzoneo.
Todo ello, antes, después o mientras otros grupos de militantes, con el cubo de cola y las escobas, iban pegando carteles allí donde se podía y también donde no se debía.
Esto no es un ejercicio de nostalgia, o al menos no es solo eso. La inquietud es hasta qué punto las nuevas formas de propaganda electoral, menos ligada al trabajo colectivo, pueden provocar un desapego militante o si es al revés, que la falta de militancia obliga a ello. También puede ser que se produzca un círculo vicioso en el que ya se ha perdido la pista de dónde y por qué empezó.
Pero quizá convendría reflexionar sobre si convertir la propaganda política en un producto etéreo más, que lo mismo serviría para preguntarse a qué huelen las nubes, provoca más indiferencia que movilización.
Porque el problema es que el voto no te lo encuentras en la estantería del lineal de supermercado, allí te acuerdas del spot y te dices «ahí va, voy a comprarlo»; sino que votar exige el esfuerzo de ir al colegio electoral. Un esfuerzo mayor o menor según la cultura política de cada cual, pero esfuezo al fin y al cabo.
Alguien, más capaz que quien firma, podría estudiarlo.