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Acuerdo de Lizarra-Garazi: Un hito que quebró inercias del pasado y fijó la clave del futuro

El 12 de setiembre de 1998 Lizarra acogió la firma de un documento, refrendado luego en Donibane Garazi, que pretendía asentar las bases de un proceso democrático en Euskal Herria. Fue un hito político recibido con ilusión y que, aun sin lograr su objetivo, certificó un cambio de ciclo en este país.

Acto en Durango para celebrar el aniversario del acuerdo. (Luis JAUREGIALTZO | FOKU)

A la vista de todo lo que ha ocurrido en este país en poco más de una década, el Acuerdo de Lizarra-Garazi puede parecer un acontecimiento menor, sobre todo para la gente más joven, que solo lo conoce de referencias o que no lo vivió con edad suficiente para poder calibrar su impacto. También habrá quien solamente lo valore como un intento fallido de poner el conflicto en cauces de solución, y no hace falta explicar que el unionismo más irredento lleva cinco lustros descalificándolo. Sin embargo, aquel fue un hecho muy importante en la historia reciente de Euskal Herria y un punto de no retorno para algunas de las dinámicas que llevaban mucho tiempo establecidas en la política vasca.

Antes de nada, para medir el impacto del acuerdo hay que ponerlo en contexto. Y el contexto era terrible. Los meses inmediatamente anteriores a aquella firma en la Casa de Fray Diego de Lizarra –que fue refrendada un mes más tarde en Donibane Garazi–, estuvieron plagados de sucesos que sacudieron como pocas veces sentimientos y emociones en este pueblo. En el año transcurrido entre la muerte a manos de ETA de Miguel Ángel Blanco (12 de julio de 1997), que causó una profunda conmoción social, y el cierre por las armas de “Egin” y Egin Irratia (15 de julio de 1998), un ataque insólito a la libertad de expresión, se sucedieron varios acontecimientos que dejaban a la vista la situación descarnada que se estaba viviendo.

El encarcelamiento de la Mesa Nacional de Herri Batasuna, la muerte de varios ediles del PP, la emboscada de la Guardia Civil a los militantes de ETA Gaizka Gaztelumendi y Joxemi Bustinza en la calle de la Amistad de Bilbo, el atentado frustrado en la inauguración del Museo Guggenheim, que se saldó con la muerte del ertzaina José María Aguirre, y el acribillamiento por parte de la Ertzaintza –se contaron 28 impactos de bala en un cuerpo esposado– de Inaxi Zeberio, son ejemplos de la extrema crudeza del momento, en el que acciones armadas y represión policial abrían portadas un día sí y otro también.

En ese clima de enorme tensión, y con las baterías mediáticas de Madrid alentando todo tipo de movimientos ultras, la noticia de que cuarenta agentes políticos, sociales y sindicales se habían puesto de acuerdo para dibujar un proceso de solución democrática al conflicto, reconociendo a Euskal Herria como marco de decisión, fue mucho más que un bálsamo. Y el alto el fuego indefinido anunciado por ETA menos de una semana después ayudó a disparar expectativas e ilusiones.

Foro de Irlanda y unidad sindical

Por supuesto, algo así no surge de la nada, necesita cocina y un periodo de maduración. Y lo cierto es que, a pesar del contexto antes descrito, en la arena política y sindical hacía tiempo que las cosas se estaban moviendo.

Por un lado, con el referente cercano del proceso irlandés, que fructificó en un acuerdo de paz en abril de ese mismo año, sendas delegaciones del PNV y de Herri Batasuna mantenían abierto un canal de comunicación, con participación de Joseba Egibar, Juan María Ollora y Gorka Agirre por parte jeltzale, y de Arnaldo Otegi y Joseba Permarch, junto a Iñigo Iruin, desde la formación de la izquierda abertzale. Aquel marco de confianza, donde el factor personal jugó un papel no menor, permitió desbrozar el camino.

Es destacable, en este sentido, que Otegi y Permach habían llegado poco antes a la dirección de HB después de que la Mesa Nacional fuera encarcelada por difundir un vídeo con la propuesta de la Alternativa Democrática de ETA. Antes, sin embargo, sus integrantes habían logrado poner las bases del Foro de Irlanda, que fue la percha perfecta para las conversaciones.

La referencia irlandesa, a la que se hace mención en el documento, fue constante en aquel epílogo del siglo XX, igual que las comparaciones, a veces acertadas, otras veces no tanto, entre ambos países.

En ese mismo periodo, y de forma paralela, acabó asentándose la unidad de acción entre ELA y LAB que llevaba varios años fraguando. Fue destacable, en ese sentido, el acto celebrado en Gernika el 18 de octubre de 1997 por la central que entonces dirigía Joxe Elorrieta, en el que concluyó, sin ambages, que «el Estatuto ha muerto». ELA, el sindicato mayoritario en el país, antaño defensor del Estatuto de Gernika, había llegado a la conclusión de que el marco autonómico no daba más de sí. Aquel movimiento afianzó la percepción de que se abría un nuevo ciclo.

Movilizaciones unitarias

Estos fueron los prolegómenos de un acuerdo que, como ya se ha dicho, la sociedad vasca recibió con alborozo. Y eso no tardó en trasladarse a las calles, fábricas y universidades, donde empezaron a nacer grupos de trabajo, plataformas y foros de todo tipo destinados a socializar los contenidos de lo que la mayoría política y sindical vasca había suscrito.

Asimismo, algunos de los protagonistas no pararon de asistir a charlas, coloquios y mesas redondas con ese mismo objetivo, y hubo políticos de distintos partidos que, de tanto coincidir, parecían inseparables.

Organismos y sectores que llevaban años dándose la espalda, cuando no se habían enfrentado, empezaron a colaborar en todo tipo de actividades, y en muchos pueblos y barrios lo que antes habían sido gestos hoscos pasaron a ser sonrisas.

También hubo fricciones y personas entre los grupos firmantes que eran bastante refractarias al acuerdo, y Xabier Arzalluz, entonces presidente del PNV, llegó a calificar de «michelines» a los dirigentes de su partido que no eran precisamente entusiastas con aquello que estaba pasando.

Por otra parte, desde el Estado la beligerancia fue absoluta, y aunque el Ejecutivo español envió emisarios a hablar con delegaciones de ETA, por un lado, y de HB, por otro –para la historia quedará el momento en que José María Aznar, en una rueda de prensa junto al líder palestino Yasir Arafat, dijo que «el Gobierno, y yo personalmente, he autorizado contactos con el entorno del Movimiento Vasco de Liberación»–, la represión no cesó durante aquellos meses.

Sin embargo, el ánimo general era de ilusión, sobre todo en los primeros meses, y ejemplo de ello son las movilizaciones unitarias que se desarrollaron, tanto a nivel local como con carácter nacional. Fueron destacables, en este sentido, las concentraciones y manifestaciones celebradas en defensa de los derechos de los presos y presas vascas, que culminaron con una gran marcha celebrada en enero de 1999, que dejó pequeñas las calles de Bilbo.

También fue importante, y tuvo un fuerte componente emocional, la celebración conjunta del Aberri Eguna de 1999.

Aunque no mucho después, sobre todo a partir de aquel verano, empezó a percibirse que las cosas no iban del todo bien.

No llegó a puerto, pero dejó su estela

De forma paralela al camino que desembocó en Lizarra-Garazi, el PNV y EA alcanzaron con ETA otro acuerdo, que derivó en el anuncio del alto el fuego. Fue un pacto sometido a condiciones cuyo cumplimiento/inclumplimiento, dependiendo del prisma, fue enrareciendo el ambiente, hasta que en noviembre de 1999 la organización armada anunció la ruptura. Esa decisión, junto a los reproches entre las partes, lastró irremediablemente el proceso.

Sin embargo, la política vasca no volvió al punto de partida. El cambio de ciclo acelerado desde el 12 de setiembre de 1998 había llegado para quedarse. No regresó el Pacto de Ajuria Enea ni la división entre «demócratas y violentos», y el marco estatutario siguió considerándose amortizado por quienes habían pasado página.

Por contra, algunos párrafos del Acuerdo de Lizarra-Garazi quedaron anclados en el imaginario social de este pueblo como elementos esenciales para la consecución de un escenario democrático.

El documento que hoy se conmemora parte de que «el contencioso vasco es un conflicto histórico de origen y naturaleza política en el que se ven implicados el Estado español y el Estado francés», y que «su resolución debe ser necesariamente política». Para ello, aboga por «un proceso de diálogo y negociación abierto, sin exclusiones (…) y con la intervención de la sociedad vasca en su conjunto», y entiende que todos los proyectos deben situarse «en igualdad de condiciones de consecución», para «depositar en la ciudadanía de Euskal Herria la última palabra respecto a la conformación de su futuro», de modo «que se respete la decisión por parte de los estados implicados».

En resumen, que «Euskal Herria debe tener la palabra y la decisión». Todavía hay quien se niega a aceptarlo, pero cada vez lo tiene más crudo en este país.