Para J.Iratzar, hace ya casi treinta años, profanar una tumba era «fascismo y enajenación»
La tumba de Fernando Buesa ha sido atacada esta semana. Mirar hacia atrás puede darnos algunas pistas, como, por ejemplo, que el editorialista de ‘Egin’ ya en 1995 rechazaba, con palabras más allá incluso de la condena, este tipo de hechos.
J.Iratzar era una firma colectiva que suscribía en Egin un extenso editorial cada lunes, bajo el epígrafe ‘Asteko kronika’. Era de obligada lectura para gran parte de la militancia de la izquierda abertzale, y fue escrito durante un periodo por Josu Muguruza, hasta su muerte a tiros el 20 de noviembre de 1989 en el Hotel Alcalá de Madrid.
Según la instrucción y los consiguientes autos del inefable Baltasar Garzón, el juez que decretó el cierre del diario, esta firma expresaba con exactitud la mayor de las ortodoxias de ETA.
Bien sea porque era considerada por las bases abertzales como referente insoslayable o bien sea porque Garzón y los tribunales españoles le atribuyeron poco menos que ser la pluma de ETA, repasar sus textos puede convertirse en un buen ejercicio para conocer con mayor exactitud el pensamiento de este sector político, tanto respecto a acontecimientos del pasado como de los presentes.
El ataque sufrido esta semana por la tumba de Fernando Buesa, dirigente del PSE muerto junto con su escolta por ETA en 2000, ha levantado una gran y sospechosa polvareda política y mediática. Hasta Arnaldo Otegi ha salido a denunciar el citado ataque.
Hechos repetidos
Este tipo de conductas se han repetido en el tiempo durante estas décadas, aunque, todo hay que decirlo, con menor frecuencia de la que pudiera parecer, y seguramente han sido más numerosos y menos aireados los actos vandálicos realizados por elementos policiales y parapoliciales.
Porque, realmente, estos comportamientos no han contado con el plácet del independentismo de izquierdas. Como muestra precisamente un botón de J.Iratzar, en su editorial del 24 de abril de 1995 en relación a los daños causados días antes en el panteón de Gregorio Ordóñez, edil muerto en atentado de ETA pocos meses antes.
Escribía J.Iratzar sobre el «abertzalismo decidido» para, a renglón seguido, advertir de «ciertas gentes, personajes indignos» que «intentan salpicar de odio del modo más sucio e innoble, con la profanación de la tumba de Gregorio Ordóñez». «La pintada, el cincel y el martillo en cualquier tumba de un político –remarcaba– son signos inequívocos de fascismo y enajenación, siempre provocación grosera, acción ausente en la ética de la ideología de la izquierda abertzale que conoce en sus carnes mejor que nadie el dolor que produce la absoluta irrespetuosidad para los muertos, que sabe de monolitos y estelas funerarias barridas por la mano del que se ha convertido en alimaña».
Para muchos y, en especial, para sectores jóvenes que no vivieron todo aquello, puede resultar chocante que se comprendiera la practica armada que acaba con la vida de personas y que, simultáneamente, se pusiera tanto énfasis en el «respeto a los muertos», pero esa fue la plasmación que en Euskal Herria tuvieron las estrategias de corte revolucionarios basadas en la lucha armada que se expandieron por el mundo en la segunda mitad del siglo pasado, al calor de los movimientos de liberación y, a partir de un momento concreto, al ver frustrada manu militari la vía civil y democrática ensañada por Salvador Allende en Chile.
En todo caso, estas palabras de calibre grueso de J.Iratzar tenían sin duda el objetivo de parar en seco este tipo de prácticas si de jóvenes abertzales se trataba, puesto que pocas semanas antes se habían producido hechos similares en la sepultura de Ordóñez.
Los movimientos revolucionarios bien saben que la peor de las infiltraciones no es la de las fuerzas policiales, sino la infiltración ideológica, que puede hacer que el comportamiento de algunos de sus miembros sea totalmente ajeno a los propios principios, con el riesgo de que ello se extienda, se naturalice y termine favoreciendo al enemigo. Tampoco la izquierda abertzale ha estado exenta en determinados momentos de su historia de este peligro, por ejemplo, cuando parecía que podía colarse en su ideario el disparate de la «socialización del sufrimiento».
Falsa bandera
Por todo ello, si quien ha causado daños en la tumba de Buesa es alguien que quiere emular un pasado de lucha frente a la opresión y en defensa de los derechos nacionales de Euskal Herria, solo cabe recordar a J.Iratzar y concluir que se trata de un enajenado.
Si debemos mirar más allá del mero gamberrismo, la otra hipótesis viene de la mano de la (in)oportunidad política de estos hechos, cuando se están produciendo importantes negociaciones tras frenar el ascenso de la ultraderecha al gobierno del Estado español, gracias entre otros a la izquierda independentista vasca.
Hablar de «operaciones de falsa bandera» suena algo grandilocuente, pero no cabe descartar que la motivación más o menos tosca e improvisada de estos hechos sea precisamente la de enturbiar el panorama y la búsqueda de avances. Quizá hablar de ‘Cui prodest?’ o ‘Cui bono?’ puede sonar un tanto conspiranoico, pero está claro que lo sucedido bien no hace, y que, al final, pocos hacen ascos a aprovechar la situación, algunos de forma rastreramente obscena.