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Tres recordatorios que Josu Jon Imaz no olvida sobre el hidrógeno

Petronor inauguró el primer electrolizador para producir hidrógeno mediante energías renovables. Se trata de una tecnología con potencial para descarbonizar sectores concretos, pero que presenta numerosos problemas.

Josu Jon Imaz e Iñigo Urkullu durante la presentación del electrolizador. (Oskar MATXIN | FOKU)

Esta semana se ha presentado con pompa y lehendakari el primer electrolizador vasco en Muskiz, obra de Petronor, filial de Repsol. Se trata de la máquina que, dicho coloquialmente, rompe el agua, separando el oxígeno y el hidrógeno. Hacerlo requiere de mucha electricidad y si esta viene de fuentes de energía renovables, hablamos de hidrógeno verde, una promesa que está movilizando –o prometiendo– millones de euros de inversiones en una tecnología todavía poco desarrollada en muchos aspectos.

En Euskal Herria hace ya más de dos años que se creó el Corredor Vasco del Hidrógeno, con el propósito de «avanzar en la descarbonización de los sectores energético, industrial, residencial y de movilidad». Un hub, como gusta llamarlo, que sitúa el hidrógeno como «uno de los puntales con los que transitar hacia una economía productiva verde».

El hidrógeno verde, por lo tanto, suele presentarse como pieza clave en la descarbonización, es decir, en la transición energética que debiera llevarnos a una reducción drástica de los combustibles fósiles. El catálogo de posibles usos del hidrógeno –sobre el que se lleva décadas estudiando, sin grandes resultados más allá de su uso en procesos como la producción de fertilizantes– es a veces inabarcable. El despliegue mismo del proyecto de Petronor da cuenta de ellos: va a servir para abastecer la nueva sede de la filial de Repsol, para alimentar una pequeña flota de coches y autobuses, y sobre todo, para producir combustibles sintéticos, también llamados e-fuels.

El hidrógeno tiene al menos dos características que, sin duda, lo hacen muy interesante en cualquier proceso de descarbonización. Hay que tenerlas en cuenta antes de demonizarlo. Es una salida a la intermitencia de las renovables. Es decir, hay momentos en que las instalaciones renovables producen más de lo que en ese momento se consume, por lo que derivar ese sobrante que ahora se «pierde» a la producción de hidrógeno puede tener sentido. Por otro lado, existen algunos sectores de difícil electrificación en los que, con el pertinente desarrollo tecnológico –todavía pendiente– podría desempeñar un papel importante, como algunas industrias intensivas o el transporte marítimo.

Dicho esto, el boom en torno al hidrógeno tiene una serie de problemas que no se suelen mencionar, lo que puede alimentar la sospecha de que estamos ante una nueva burbuja, una promesa que permite canalizar millones de euros de dinero público y privado sin avanzar en realidad hacia esa transición energética. Aquí va un compendio.

Es muy ineficiente

Las pilas de hidrógeno que se utilizan en un vehículo son tremendamente ineficientes en el aprovechamiento de la energía que requieren. Como vector energético tienen características bastante pobres. Para empezar, cerca del 45% de la electricidad se pierde en el proceso de electrólisis, y del restante 55%, se pierde cerca de otra mitad reconvirtiendo ese hidrógeno en electricidad. La eficiencia de un vehículo eléctrico impulsado por una pila de hidrógeno es de entorno al 25 y el 35%. En el caso de las baterías eléctricas, se sitúa entre el 70 y el 90%.

Una cosa, por tanto, es utilizar la electricidad que la red no puede asumir en un momento dado para generar hidrógeno con una energía que, si no, se «perdería», y otra muy diferente producir electricidad para perder buena parte de ella produciendo hidrógeno y otra buena parte reconvirtiendo ese hidrógeno en electricidad, cuando se puede cargar una batería de forma mucho más eficiente.

La electrificación, en segundo plano

Ligado a esto, otro problema que plantea es el de mezclar y confundir prioridades. Con las tecnologías existentes y el escaso tiempo disponible, la transición energética solo puede reposar sobre dos pilares: un menor consumo de energía –ligado tanto a la eficiencia como a una reducción directa del consumo– y la electrificación de procesos que hoy en día utilizan fósiles. La razón de esta electrificación es muy sencilla: la eólica, la fotovoltaica y la inmensa mayoría de renovables producen electricidad, no otro tipo de energía. Por lo tanto, si se quiere caminar hacia un modelo energético basado en renovables, hay que apostar por un modelo que repose ante todo sobre la electricidad. Algo que no ocurre ahora, dado que solo un 20% de la energía consumida es eléctrica.

Lo explicó recientemente el director de programas europeos del Regulatory Assistance Project (RAP), Jan Rosenow, en el Parlamento de Gasteiz, donde compareció en la Comisión de sostenibilidad, medio ambiente y medio natural que trabaja en la Ley de transición energética y cambio político. Recordó que en Dinamarca han anunciado recientemente el cierre de las estaciones de carga para vehículos de hidrógeno –hidrolineras como la que se anuncia con pompa en Muskiz– ante la evidencia de que no resultan rentables, y concluyó de forma clara: «Deberíamos centrar el hidrógeno en aquellos campos en los que es esencial, pero no confundir el debate, sobre todo cuando está claro que la electrificación va a jugar un papel mucho más importante».

Los e-fuels contaminan

El proyecto de Petronor, en cualquier caso, no está tan enfocado en los coches con pila de hidrógeno, sino en la producción de los combustibles sintéticos, los e-fuels, la palanca con la que las empresas petroleras y la industria de la automoción confían en mantener vivos los motores de combustión.

El proyecto concreto de Muskiz tiene varios problemas, como los puestos de manifiesto por GARA hace ya dos años. La presentación original del proyecto hablaba de la producción de un combustible de cero emisiones netas, producido a partir del dióxido de carbono capturado en la refinería y el hidrógeno obtenido mediante electricidad renovable. Esta ecuación tiene un problema contable: la refinería no incluye el dióxido de carbono en sus cuentas como emisión porque lo captura –no lo emite a la atmósfera–, y el combustible sintético es presentado como de cero emisiones porque se produce con carbono capturado. El problema es que, en el proceso, ese carbono no se almacena, sino que acaba en la atmósfera, ya sea en la misma producción del e-fuel o en su quema por el motor de combustión del vehículo que lo emplee. Pero el juego de manos permite vender que la emisión no existe.

La segunda trampa tampoco es difícil de detectar: ese dióxido de carbono con el que se elabora el combustible sintético viene de la refinería que trabaja con el petróleo, es decir, viene de seguir trabajando derivados de esta materia prima, solo que le da una pátina más circular y sostenible. De ahí el riesgo de que la producción y consumo de e-fuels sea poco más que una excusa para que la industria fósil pueda seguir quemando petróleo.

Pero es que, además, los propios combustibles sintéticos son contaminantes. Se vendieron durante años como un combustible neutro en carbono, por lo que, a priori, la normativa europea –que prevé que para 2035 los nuevos coches no deberán emitir CO2 por el tubo de escape– no debiera ser un problema para ellos. Pero lo es, porque emiten. Mucho menos que los combustibles tradicionales, pero de neutralidad, nada. De ahí que la industria fósil y automovilística aspire a rebajar las exigencias.

Ello tendría consecuencias. Un reciente estudio de Transport & Enviroment establece claramente que relajar los objetivos de neutralidad tendrá consecuencias palpables en el CO2 emitido a la atmósfera. Rebajar la neutralidad al 70% –el mínimo que exige la actual directiva de energías renovables– hará que un vehículo medio de e-fuel emita 61 gramos de CO2 por kilómetro, lo que supone cinco veces más que un vehículo eléctrico. Además, añaden, los combustibles sintéticos llevan aparejada la emisión de otros gases como los óxidos de nitrógeno, que afectan seriamente la calidad del aire de una ciudad.

Ciencia e ideología, según Imaz

Pero todo esto, Josu Jon Imaz lo sabe más que de sobra. Por eso carga cada vez que puede –lo volvió a hacer en Muskiz esta semana– contra lo que acostumbra a calificar de ideología o teología de la prohibición. Aclaremos y subrayemos: prohibición de seguir emitiendo los gases contaminantes que están alterando las bases sobre las que se sustenta la vida en el planeta.

También sabe que la actual flota de vehículos con motores de combustión es inviable en coches eléctricos. No hay ni materiales ni infraestructura para ello. La única fórmula para movernos dentro de los límites planetarios pasa por la reducción del parque móvil y por la electrificación del que queda. Eso deja sin futuro su negocio. Los dividendos de sus accionistas y, por tanto, sus cuatro millones de euros de ganancias al año están en juego. Imaz lo sabe, y por eso cabe entender que luche con todo lo que puede contra ello, sin importar que por el camino haya que desprestigiarse a uno mismo negando el fondo de lo que dicen los sucesivos informes del IPCC, el mayor esfuerzo científico colectivo conocido nunca, articulado para hacer frente a la emergencia climática.

Porque todo el mundo sabe que los centenares de científicos implicados en el IPCC actúan empujados por su ideología y él, jefe de una empresa petrolera, por el bien común.