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Queda lo más difícil: para unos gobernar y para otros forzar que se cumpla lo acordado

Pedro Sánchez, recién investido, recibe la ovación de los suyos. (Javier SORIANO | AFP)

A las 13.14 horas, el Congreso de los Diputados ha investido a Pedro Sánchez como presidente del Gobierno español en primera votación con 179 votos a favor, mayoría absoluta y una de las más amplias de las últimas legislaturas. Se abre así una legislatura en la que, según la respuesta dada a Mertxe Aizpurua, de EH Bildu, servirá para «avanzar en las políticas sociales, abrir un debate sobre el modelo territorial, el reconocimiento de derechos y la dignificación de las condiciones laborales».

Una mayoría absoluta que se creía increíble la noche del 23 de julio. Tras unas elecciones autonómicas y municipales el 28 de mayo en el que el PSOE perdió buena parte de su poder territorial, aunque fuera en buena medida por los malos resultados de sus socios de ese espacio ahora llamado Sumar, Pedro Sánchez dio el paso de convocar unas nuevas elecciones a Cortes. Y tras una campaña en al que el PP, empujado por sus augures demoscópicos, llegó a estar convencido de que sumaría una mayoría absoluta con Vox, las urnas le dejaron con la miel en los labios.

Aquella primera noche, PP, Vox y UPN sumaban 170 escaños y el comentario general era que el PSOE podría investir a Pedro Sánchez sin necesitar el apoyo expreso de Junts, una opción que se veía entonces lejana. Le bastaría la abstención de los de Puigdemont y el apoyo del resto de anteriores socios de la investidura de 2020. Pero el recuento del voto CERA restó un escaño por Madrid al PSOE y se lo dio a Alberto Núñez Feijóo. Aquello lo complicaba todo para Sánchez, porque habría que ir a negociar a Waterloo.

Pero el todavía inquilino en funciones de la Moncloa, a donde ahora volverá con todos parabienes legales, optó por manejar los tiempos. Dejó que Alberto Núñez Feijóo se estrellara contra la realidad de que no es lo mismo ser el partido más votado y poder gobernar, no es lo mismo insistir hasta el aburrimiento en que «he ganado las elecciones» que tener los apoyos para ser investido presidente del Gobierno. Y el presidente del PP tuvo también la oportunidad de aprender –no está claro que lo haya hecho– que mientras Euskal Herria, Catalunya y Galicia sigan participando en las elecciones al Congreso, va a tener muy difícil poder gobernar junto a Vox.

Cuando en aquellos primeros momentos postelectorales se comenzó a hablar desde Catalunya de una ley de amnistía como condición para que la votación de este mediodía fuera un éxito parecía una locura y, sin embargo, ya está registrada la proposición de ley. Sobre esto hay dos refranes aplicables. El que ha utilizado Pedro Sánchez ha sido el de «hacer de la necesidad, virtud». El otro es «a la fuerza ahorcan».

Pero si difícil era creer que se pudiera redactar una ley de amnistía para los participantes en el procés enjuiciados, procesados o en vía de serlo, más difícil era pensar que veríamos a la derecha en las calles agujereando rojigualdas para quitarles el escudo constitucional, gritando «los borbones, a los tiburones», «la Constitución destruye la nación», lanzando objetos contra las FSE y deseando a los «piolines» que les hubieran echado al mar en Catalunya. Además, claro está, de mandar a prisión a Pedro Sánchez y a Puigdemont. Puede decirse que esos son los más radicales de la ultraderecha, pero no cabe olvidar que fue el PP quien impulsó el «que te vote Txapote», ha llamado «hijo de puta» al presidente en funciones, ha deslegitimado preventivamente al Tribunal Constitucional y está montando una campaña contra su propio Estado en instituciones de la Unión Europea.

En todo caso, con lo complicado que haya podido ser lograr semejante apoyo para su investidura, no va a ser más sencillo para Pedro Sánchez poder gobernar de aquí en adelante. Por un lado, mucho tendrán que cambiar las cosas para que la derecha, en todos sus extremos, pueda apoyar ninguna de las medidas que proponga, aunque sea para decir que el Sol sale por el Este.

Pero, además, el conglomerado de grupos que han votado sí a la investidura es muy heterogéneo. Tiene una inclinación clara en favor de avanzar en el debate de la plurinacionalidad que Sánchez se ha comprometido a abrir en su respuesta a Mertxe Aizpurua, que no pareció casual, puesto que el presidente la llevaba escrito. En todo caso, Junts ya dejó claro el miércoles por la tarde que va a defender con uñas y dientes el contenido textual del pacto que alcanzaron con el PSOE, hasta el punto de llevar a Pedro Sánchez a corregir la terminología que había utilizado en su discurso. Y ese acuerdo no habla solo de amnistía.

Pero la heterogeneidad también afecta a cuestiones sociales. Desde el 23 de julio, el PNV viene destacando que la correlación de fuerzas ha cambiado y lo hace señalando que junto a Junts puede influir en la redacción de determinadas leyes que en la pasada legislatura le parecieron demasiado ideológicas. Además, el pacto firmado entre PNV y PSOE recoge la modificación del Concierto Económico para que en «determinados impuestos concertados» puedan ser las diputaciones forales las que «determinen el contenido de los modelos de cumplimiento». Es decir, que si algunos impuestos no les gustan mucho y finalmente se aprueban, las haciendas forales puedan decidir qué hacer con ello.

Por muchos pactos que haya escritos y firmados, y otros que se hayan podido dar con mayor discreción, a los grupos que han apoyado la investidura les va a tocar batallar día a día para poder sacar adelante las iniciativas que pretendan. No hay que olvidar que cada votación será una trinchera, que solo hay resquicio para unas pocas abstenciones en cada una de ellas.

En el horizonte, además de lo firmado con PNV, ERC y Junts –que tiene enorme calado– está también ese compromiso adoptado con EH Bildu por Pedro Sánchez desde la tribuna de oradores para «avanzar en las políticas sociales, abrir un debate sobre el modelo territorial, el reconocimiento de derechos y la dignificación de las condiciones laborales». No es labor pequeña.