Expansionismo de Rusia: realidad y sobreactuación occidental
¿Rusia fue y es, o aspira, a volver a ser un imperio? ¿Se le puede atribuir el epíteto de neocolonial?, ¿O estamos ante un inmenso Estado nación, por naturaleza asimilacionista, que reivindica su patio trasero? El debate, académico, tiene repercusiones en la guerra en Ucrania.
Tanto Ucrania como la mayoría de los habitantes de Crimea y buena parte de los del Donbass, sin olvidar algunos sectores rusófonos de otras provincias situadas en territorio oficialmente ucraniano, coinciden paradójicamente al denunciar que son víctimas de una guerra de invasión y conquista.
Los segundos, con el aval de Rusia, acusan a Kiev de someterles a un proceso de ucranización y, en respuesta a su resistencia, primero pacífica y luego armada, de perpetrar una guerra de reconquista.
Ucrania acusa a Rusia no solo de invadir su territorio, sino de planes para ir más allá y ampliar su terreno de operaciones al centro de Europa.
Polonia y, sobre todo, los países bálticos, vecinos y víctimas –en el caso de Varsovia enemigo histórico– comparten esa convicción-temor, que la Francia de Emmanuel Macron hace suya, al denunciar la agresión «neocolonial e imperialista» rusa.
Con matices, todo Occidente denuncia el expansionismo ruso, y Suecia y Finlandia, que comparten frontera marítima y terrestre con Rusia, se han adherido a la OTAN abandonando su neutralidad.
El Kremlin niega pretensión expansionista alguna y justifica su «operación militar especial» por el «genocidio contra la población del Donbass», perpetrado, según sus palabras, por «un régimen nazi» y por el expansionismo de la OTAN hacia la frontera rusa.
Se basa para ello en las promesas incumplidas por parte de EEUU, primero al último presidente ruso, Mijail Gorbachov sobre Alemania Oriental, y ya en los noventa al entonces mandatario, Boris Yeltsin, de que no habría una ampliación aliada hacia el este.
La desconfianza creciente de Rusia aumentó con el despliegue estadounidense de misiles en Europa en 2007 y con la invitación en 2008 de la Casa Blanca (con Bush júnior) a Ucrania y Georgia a entrar en la OTAN. Calibrada entonces en el eje franco-alemán como una provocación a Moscú.
La gota que colmó el vaso del Kremlin habrían sido los ejercicios militares aliados en 2014 en Ucrania, y la inclusión en 2019 en su Constitución del ingreso en la OTAN y la UE como «principio estratégico».
Problemas para Putin
Pero el problema no es solo la OTAN para el inquilino del Kremlin, Vladimir Putin, quien hace suya la tesis panrusa de que Ucrania no es una nación y responsabiliza de su independencia a la Revolución de 1917 y al traumático final de la URSS.
Asimismo, actualiza y reivindica como Rusia un término político-geográfico acuñado por el zarismo, Novorrosia, que agrupa, desde Odessa y Crimea hasta Jarkov, todo el este y sureste rusófono de Ucrania, incluido el Donbass.
Fracasado al inicio de la invasión el plan para forzar un golpe de Estado en Kiev e instalar un Gobierno títere –o no occidentalista–, Rusia descarta, por motivos obvios, la invasión y ocupación de un país más extenso que los Estados francés y español.
Pero nunca ha ocultado su preferencia por una partición de Ucrania que devolvería a Polonia la Galitzia ucraniófona y católica y el centro del país, y a la Hungría de Viktor Orban la Transcarpatia (el magiar Viktor Orban). Putin, amigo del primer ministro húngaro, se quedaría, por supuesto, con Novorrosia.
Volviendo a la cuestión original, es cierto que, por su dimensión geográfica y por su expansión a partir del principado de Moscovia en el siglo XIII –que se reclama heredero del rus de Kiev, actualmente en Ucrania–, Rusia cumple muchas de las características que definen a un imperio. Que se hunde, en el período zarista, con la Revolución de 1917, pero que se revitaliza, a ojos de Occidente, tras la II Guerra Mundial con el alineamiento hacia Moscú de los países del Pacto de Varsovia.
Dejando a un lado el debate en torno a la condición de imperio –para algunos fallido– de la URSS, un debate por otro lado contaminado por aprioris ideológicos –de uno y otro lado–, cabe reseñar la especificidad histórica de la construcción de Rusia.
Y es que nunca fue un imperio colonial al uso, con una separación geográfica y jurídicamente subalterna de los pueblos indígenas respecto a la metrópoli, como en los casos británico y francés.
Al contrario, en su expansión hacia el oeste, las élites rusas, desde Iván El Terrible hasta Pedro El Grande, aspiraban a civilizarse (hacerse europeas), no a «civilizar» o a eslavizar a los europeos. El fracaso de esa pretensión de homologación europea de Rusia ha provocado históricamente, y provoca hoy mismo, un giro hacia oriente (eurasianismo).
Pero, como recuerdan Jules Sergei Feidiunin Y Hélène Richard en «¿Rusia es imperialista?» (edición de enero de ‘Le Monde Diplomatique’), Rusia sí estableció una jerarquía clara sobre las poblaciones del Cáucaso, Asia Central y Siberia. Culturas paganas o musulmanas consideradas «pueblos extranjeros» (inorodtsy), inferiores a los pueblos eslavos (rusos, bielorrusos, ucranianos, polacos y bálticos), que conformaban un magma cultural superior. De ahí viene, precisamente, la teorización zarista de las tres Rusias, la Mayor (Rusia), la Menor (Ucrania o Novorrosia) y la Rusia Blanca (Bielorrusia).
Esta es una cuestión no menor a la hora de intentar entender las motivaciones de Putin, nostálgico del zarismo, y para matizar o incluso negar prisma colonialista en las relaciones entre Rusia y Ucrania.
No obstante, esa invitación a ucranianos y a eslavos en general a formar parte de la nación rusa tenía una condición: que renunciaran a toda veleidad independentista.
Tras la Revolución de Octubre, Lenin impulsa el reconocimiento de iure, que no de facto, de la autodeterminación de las naciones bajo el yugo zarista. E incluso promueve una discriminación positiva hacia sus pueblos y culturas. Una indigenización tras la que se oculta, sin embargo, la convicción de que esas adscripciones nacionales se irían diluyendo en la identidad soviética.
La reacción patriótica de la era estalinista y, finalmente, el desplome de la URSS, convertirán ese sueño en pesadilla.
Porque jamás, ni bajo el zarismo ni en la era soviética, Moscú dejó de practicar, de manera abierta o soterrada, una política de rusificación, arrinconando a las culturas vecinas, eslavas o foráneas.
Una política que incluyó el envío de «colonos» (nunca presentados como tales) a la Crimea tártara por parte de Catalina La Grande, al Donbass por parte de Lenin y a territorios como Besarabia (hoy Moldavia... y Transnistria); y al Cáucaso y Asia Central en los éxodos de población ordenados por Stalin como represalia-ingeniería demográfica tras la II Guerra Mundial.
Nada como leer ‘El Jardín de Vidrio’, de Tatiana Tibuleac (Impedimenta) para descubrir cómo los rusos y los rusófonos de Moldavia llamaban «boronos» (¿les suena?) a los moldavos que hablaban el rumano local. Y cómo las tornas cambiaron con la Perestroika o apertura de Gorbachov y, sobre todo, tras el desplome de la URSS, de la que Moldavia era una de sus repúblicas.
Fenómenos similares de revanchismo, hoy vigentes, se dieron en los países bálticos con sus minorías rusas.
Ucrania no fue una excepción
Ucrania no fue una excepción, pese a ser miembro fundador del Estado soviético, pese al peso de su industria minera y militar, a su condición de puerta al mar Negro y a que fue semillero de altos funcionarios para Moscú.
Al punto de que máximos líderes soviéticos como Nikita Krhushev y Leonid Brezhnev eran de origen ucraniano. Y que los ucranianos participaron históricamente en la expansión rusa hacia el este.
Salvando las distancias, esa especificidad no es tan extraña y recuerda a la participación, culturalmente subordinada pero muy activa, de las élites de pueblos periféricos en la gobernabilidad y en el expansionismo de monarquías e incluso de imperios fallidos como el español. El caso vasco, en las Cortes madrileñas y en la navegación y conquista de América, se puede calificar de paradigmático.
Lo que nos acerca a la tesis de que la Rusia actual es realmente un inmenso Estado-nación frustrado por no haber podido, o sabido, retener a su hermano menor, Ucrania y, por extensión, a unos territorios que considera, al modo de la Doctrina Monroe estadounidense sobre América central y del sur, su patio trasero. Putin quiere restaurar el Russky Mir (mundo ruso), «amenazado» por la OTAN.
Y más allá de que haya sectores panrusos que pudieran desear aprovechar ese impulso para ir más allá, Rusia no tiene –como se ha visto estos dos años en Ucrania– ni la capacidad militar ni económica para hacerlo y lanzarse a la temeraria agresión contra países aliados europeos. A lo sumo, que no es poco, ha intentado, desde 2008 en el Cáucaso (Abjasia y Osetia del Sur, en Georgia) y en 2014 (anexión de Crimea e implicación en la guerra del Donbass) amarrar no ya su «extranjero cercano», sino incluso territorio que considera, hegemónicamente, suyo.
Lo que certifica que las advertencias occidentales de que, en caso de ganar en Ucrania, Rusia no pararía ahí son una exageración con intereses ocultos, seguro que militaristas. Pero no resta gravedad al hegemonismo paneslavo (panruso) del Kremlin.