Así es la ‘Megalópolis’ de Coppola, desde el Festival de Cannes
Colosal, convencida y desmesurada. Cine, ya sea bueno o malo, pero del que deja mella. La película compite por la 77ª Palma de Oro, que Coppola ya ganó por ‘La conversación’ y ‘Apocalypse Now’.
«¿Qué te pareció ‘Megalópolis’?», se preguntan los acreditados por los pasillos, a sabiendas de que, a pesar de lo dividida que ha dejado a la crítica, es imposible no tener una impresión de ella. Tanto es así que el servicio de prensa del festival emitía durante la tarde del jueves varios recordatorios de la hora de levantamiento del embargo del film, por la noche, como si no supieran del verdadero poder de la película de Francis Ford Coppola: el impacto asegurado, instantáneo y viral.
Esa es justo la influencia que el cine mira con añoranza, desde los márgenes, recordando un tiempo en el que era un arte verdaderamente generalista, cultural. Un arte grande. Resulta fantástico imaginar que George Miller y Francis Ford, dos refinadores artesanales de la superproducción, hayan podido encontrarse en la Croisette. Por la mañana George Miller daba rueda de prensa de ‘Furiosa’, en la que tanto Anya Taylor-Joy como él han querido tener una larga dedicatoria para los equipos dedicados a la escenografía: peluquería, maquillaje, localizaciones, armería y vehículos.
También para los dobles, a quienes la actriz ha recordado con devoción total: «Cada una de las secuencias de acción es una extensión de lo que necesita el personaje, no son superfluas, todo hace que el mundo sea más profundo. No hay nada por accidente y creo que eso se nota en la película».
Abramos el melón-polis
Unas primeras cartelas escritas sobre piedra etiquetan ‘Megalópolis’ como «una fábula» tan grave como el mármol. En efecto, en la película de Coppola los Estados Unidos actuales se medio-disfrazan de Imperio Romano, primero para comentar sobre el origen de la corrupción en los grandes imperios, y después para fantasear sobre las condiciones de nacimiento de una utopía.
A quién aplastaría, qué poderes tendrían que ser domados… Ideológicamente, ‘Megalópolis’ es un caos formateado como guerra entre César Catilina (Adam Driver), una suerte de alquimista-tecnócrata al cargo de diseñar una Nueva York mágica; y el alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), más tradicional aunque no villanificado. Dos bandos, unidos por el amor incondicional a Julia Cicero (Nathalie Emmanuel), respectiva hija y musa, y por un entramado familiar repleto de ratillas aprovechadas sacadas directamente de los clanes del noir.
Sonará grandioso –¿y qué no, de este proyecto que el cineasta lleva la mitad de su vida preparando (cuatro décadas) y que ha autofinanciado con 120 millones suyos, por ser demasiado caro e invendible?–, y lo es. En lo visual, el cimiento mágico con el que Catilina va moldeando la ciudad, una suerte de partículas doradas, acerca peligrosamente la película a un larguísimo anuncio de seguros Ocaso, con el sol y la ópera.
El despliegue escénico de ‘Megalópolis’, en cualquier caso, está a la altura de su versión de Drácula: rodada en Cinecittà con diseño de producción de Beth Mickle y Bradley Rubin (y el doble en la dirección artística), la de Francis Ford Coppola es una película pomposa y apabullante. Añádanle las decisiones de montaje más kitsch imaginables y una banda sonora de puro ‘Ben-Hur’, y tenemos una propuesta fea, aunque radicalmente atemporal.
Y divertida, qué narices. ‘Megalópolis’ es graciosa, escatológica, algo autoconsciente y no solo por la impenetrable ironía tras el cuadro posmoderno, que también. La fábula de Coppola aspira a pasarlo bien, y quizás por ello en su première ha introducido un fragmento de cine interactivo con un actor que interactúa con la pantalla (algo que no llegará a salas, por desgracia). Funcione o no, la cinta está destinada a seguir originando debates complejos a través del tiempo –y nadie necesitaba esta película pero qué tanta falta nos hace hablar del cine–. Como concluía Julia Cicero, siguiendo las palabras de Marco Aurelio: «Empezar a tener conversaciones valientes es la verdadera utopía».