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La familia del ambientalista muerto «Apu» Quinto Inuma reclama justicia en Perú

Los defensores de las comunidades nativas que luchan contra la tala de madera, la minera ilegal y el narcotráfico están desprotegidos en la Amazonía peruana. La familia de «Apu» Quinto Inuma, uno de los últimos líderes ambientalistas muertos en Perú, reclama justicia.

Marlith Mandruma Flores y Kevin Arnold, en su casa en la ciudad de Tarapoto. (Miguel FERNÁNDEZ IBÁÑEZ)

«Debemos ser constantes en la defensa y lucha de este territorio. Organizadamente yo creo que todo se va a poder, nada es imposible». Esta frase la pronunció «Apu» Quinto Inuma en una conferencia en la ciudad de Pucallpa días antes de fallecer en una emboscada en el río Huallaga, en la región de San Martín, en Perú, y destaca bajo una foto enmarcada del difunto líder ambientalista que sostiene Marlith Mandruma Flores, su viuda.

El 29 de noviembre de 2023 «Apu» Quinto Inuma regresaba a la comunidad nativa de Santa Rosillo de Yanayacu, en San Martín, en la Amazonía peruana, junto a su pareja su hijo Jean Pierre y otros cuatro pasajeros. La pequeña embarcación que surcaba la quebrada de Yanayacu del río Huallaga tuvo que detenerse al encontrar un tronco derribado. «Apu» Quinto Inuma bajó de la barca para apagar el «peque peque», como llaman aquí al motor de reducida potencia, y al regresar, cuando se disponía a encenderlo de nuevo, unos sicarios efectuaron tres disparos, dos en la espalda y uno en la cabeza, que terminaron con su vida.

Genix Saboya Saboya, uno de los sicarios, percibió 1.000 soles o 250 euros, aunque ha reconocido ante la Justicia que el instigador del crimen le había prometido 5.000. Es el precio que vale una vida en Perú.

Kevin Arnold, el hijo mayor de «Apu» Quinto Inuma, repite hasta en cinco ocasiones el nombre de Segundo Villalobos, el maderero y narcotraficante que supuestamente ordenó la muerte de su padre.

Pese a haber sido señalado ante la Justicia por el mismo sicario, Villalobos sigue en libertad: cinco personas son sospechosas de haber participado en el crimen, de las cuales tres estarán encarceladas de forma preventiva hasta al menos agosto de 2025 y dos permanecerán en libertad bajo fianza; sin embargo, denuncia la familia Inuma, el otro sicario, Belustiano Saboya, y el autor intelectual, Segundo Villalobos, siguen en libertad y sin cargos.

«Si el Estado no le condena, sería el colmo»

«Queremos justicia, que Villalobos cumpla condena. Si el Estado no le condena, sería el colmo», considera Kevin Arnold, satisfecho con que el caso se juzgue en Lima y no en las cortes locales, a las que describe como «corruptas».

Segundo Villalobos, oriundo de Chiclayo, una ciudad costera en el norte de Perú, penetró como peón en la localidad selvática de San José, en San Martín. Poco a poco fue creciendo, primero con yuntas, dos bueyes o mulas anudados capaces de transportar la carga, hasta convertirse en el «rey de la madera».

La clave de su ascenso, relata Kevin Arnold, fue enviar la madera lejos, hasta la costa, donde el precio por pie es de 8 soles, en lugar de los 30 céntimos que pagan en la cercana Yurimaguas.

Ahora Villalobos es el capo de la región y vive en Leche, la ciudad que da entrada a la quebrada de Yanayacu. Tiene terrenos, barcos, camiones y, sobre todo, dinero con el que sobornar a las comunidades locales y las autoridades. En una ocasión intentó comprar con 10.000 soles la voluntad «Apu» Quinto Inuma, pero no lo consiguió, y al final, sostiene Arnold, tuvo que matarlo.

En la última década, según las estadísticas de Aidesep, en Perú han matado a al menos 33 defensores. Esta cifra es inferior a la publicada por el centro de investigación periodística Convoca, que establece que entre mayo de 2013 y noviembre de 2023 fueron 39 los defensores asesinados, 27 de ellos en la Amazonía.

A estos datos hay que añadirles cuatro casos más, uno en diciembre de 2023 y tres en 2024: el último, el líder kakataibo Mariano Isacama Feliciano, cuyo cuerpo sin vida fue encontrado el pasado 14 de julio en el distrito de Padre Abad, en la región de Ucayali.

Protección sin implementar

«Apu» Quinto Inuma, líder de la comunidad kichwa de Santa Rosillo de Yanayacu, llevaba años denunciando el aumento de la tala de ilegal de madera y la expansión del narcotráfico en su región. Tenía evidencias irrefutables, fotos y vídeos que mostraban los puntos exactos de las actividades ilícitas, incluidas las localizaciones de las pistas para avionetas utilizadas para transportar la cocaína. En total, 21 denuncias documentadas.

Valeroso, incluso había dado a las autoridades nombres concretos. Por ello, en 2015 empezó a sufrir amenazas. En 2021, el Estado peruano le asignó protección, aunque en realidad nunca se implementó.



«Hay que ser justos con los defensores cuando aún están vivos. Si el Gobierno estuviera dispuesto a ayudar, no ocurrirían estos casos: el de Saweto [mataron a cuatro miembros ashaninka en 2014] o el de mi papá se veían venir», denuncia Kevin Arnold, profesor de kichwa en un colegio bilingüe en Tarapoto.

«Es competencia del Estado garantizar la seguridad de los defensores y las defensoras de derechos humanos, pero los protocolos no se implementan», sentencia Wilfredo Tsamash, presidente de la Coordinadora de Desarrollo de los Pueblos Indígenas de San Martín.

«No es nuestro trabajo ver dónde hay hoja de coca y fotografiarla; es trabajo del Estado. Si lo hacemos, estamos arriesgando nuestras vidas, la vida de nuestras familias. Y aguantamos, pero las comunidades nativas no podemos dar solución al narcotráfico: al Estado le toca intervenir», insiste, y alerta del aumento de la producción de hoja de coca en Huimbayoc y Papaplayas. Su solución sería militarizar la región, declararla «zona de emergencia».

«Antes, el maderero trabajaba solo, el cocalero trabajaba solo, el minero trabajaba solo, las instituciones trabajaban solas. Ahora todo es una cadena», considera Herlin Odicio, vicepresidente de la Organización Regional Aidesep Ucayali, región afectada por el narcotráfico y dominada por el grupo brasileño Comando Vermelho.

«Lo único que buscamos es autoprotección, conformar guardias indígenas como hicieron los kakataibos, que capturaron al asesino de Arbildo Meléndez, jefe de la comunidad de Unipacuyacu. Los kakataibos dieron ejemplo, y nosotros mismos tenemos que controlar nuestros territorios para que no haya más muertes», añade, sin dejar de incidir en su desconfianza en las autoridades, a las que considera aliadas de las redes criminales.

Comunidades dividas

Perú es un narcoestado al que la mayoría de la sociedad se adapta y en el que una minoría como la familia Inuma intenta cambiar las cosas; dan todo lo que tienen, incluso su vida. Durante más de una día, el cuerpo inerte de «Apu» Quinto Inuma permaneció en la casa familiar, envuelto en una tela, hasta que la autoridades acudieron en helicóptero a evacuar a toda la familia. Diferentes organizaciones les ayudaron a pagar los 5.000 soles del coste del entierro y la lápida.

Por motivos de seguridad, la familia Inuma vive en Tarapoto. Desde que dejó Santa Rosillo de Yanayacu, Marlith Mandruma Flores, la viuda de «Apu» Quinto Inuma, no ha vuelto al que fuera su hogar.

Asegura que no podría soportar la melancolía de habitar esa casa sin su marido, y reconoce que ahora es su madre la que cuida la chacra en la que cultivan frijoles, plátano, maíz o cacao.

Sin embargo, aunque quisiera, tampoco podría regresar: Santa Rosillo de Yanayacu es una zona remota controlada de facto por las mafias, que podrían organizar nuevas emboscadas, razón por la que la ONU y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han instado al Gobierno peruano a proteger esta región de las redes criminales.

Además, el clima social no es bueno: los Inuma guardan resquemor hacia vecinos y familiares de segundo grado que se posicionaron en contra de «Apu» Quinto Inuma. «Nuestras familias nos odiaron. Ahora se han dado cuenta de que Quinto tenía razón y quieren arreglar las cosas, pero nos cuesta confiar en ellos: nos apuñalaron por la espalda», lamenta Kevin Arnold.

División en las comunidades indígenas

Las comunidades indígenas están divididas, sobre todo desde que hace un siglo entraron en la Amazonía los devoradores del caucho. Luego, en busca de extraer minerales, madera o petróleo, se asentaron nuevos colonos que han ido alterando la vida y la cultura de las comunidades.

Entre esos colonos, han prosperado grupos aliados de las redes criminales que, sin la presencia del Estado y ante la falta de oportunidades, poco a poco compran la connivencia de los pueblos originarios.

Cada día más acostumbrados a vivir de la ilegalidad, también atemorizados, los indígenas van olvidando su cosmovisión y perdiendo sus entornos. «Cuando el narco entra en una población, malogra la mente de los jóvenes», resume Kevin Arnold. «El deseo de mi papá era que Santa Rosillo fuera una comunidad modelo, que creciera de forma sostenible y que así se beneficiaran todas la personas», recuerda.

De momento, Santa Rosillo es una comunidad rota por el narcotráfico. Manuel, el hermano de Quinto Inuma, ha sido elegido nuevo «Apu» o líder kichwa; sin embargo, cuenta con 54 votos en una comunidad de 300 personas.

Además, las tiranteces afectan a causas delicadas como la titulación colectiva de las tierras de las comunidades nativas. «Un conflicto en una población nos perjudica a todos: los proyectos no se pueden aprobar», subraya Kevin Arnold.

Mientras autóctonos como los Inuma tienen que huir, colonos como Segundo Villalobos ocupan terrenos que tendrían que ser reconocidos a los pueblos originarios. Y el Gobierno no solo lo permite, sino que lo incentiva: no solo deja en el limbo las peticiones de titulación de tierras, sino que este 2024 el Parlamento aprobó una ley que permitirá legalizar y expandir las tierras ocupadas por madereros y agricultores en la Amazonía.