José Ignacio Camiruaga Mieza

35 años después de la caída del Muro, el precio de las ilusiones

La caída del Muro de Berlín fue y sigue siendo percibida como el hito más reciente de la historia europea, quizá también internacional. A partir de ahí se empieza a hablar del fin de la era bipolar y siempre a partir de ahí se empieza a explicar el proceso de integración europea de los últimos treinta años: la reunificación es, de hecho, la condición previa de todas las evoluciones de la Unión Europea, desde Maastricht hasta los acontecimientos más recientes. Nadie quiere negarlo, pero tal vez convenga considerar el trigésimo quinto aniversario no ya como el comienzo de un momento teleológico de la historia europea (e internacional), sino más bien como el inicio de una temporada política internacional sumamente ambivalente.

Vi el Muro de niño por televisión y esas imágenes nunca se me han borrado. La guerra había terminado 19 años antes, pero parecía mucho menos al ver las todavía numerosas ruinas. Decían que el silencio reinaba en las calles cuando uno se acercaba al Muro, un silencio de respeto por lo que aquella absurda construcción había causado al dividir no solo una ciudad ya dividida en cuatro, dos pueblos y familias enteras, sino dos mundos. Todas las destrucciones daban una digna realidad trágica a los alrededores, a sendos lados, del Muro. Las casas a lo largo del Muro tenían en la parte oriental de la ciudad todas sus ventanas tapiadas y las cajas de madera del lado occidental permitían a las familias saludar a distancia a sus seres queridos. En Yalta, Berlín ya había sido «castigada» con una división en cuatro «sectores» controlados por Francia, el Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética, con puestos de control militar entre cada zona.

El Berlín occidental de aquellos años era la representación trágicamente plástica de las nuevas realidades geopolíticas, el símbolo de lo que hoy llamaríamos el orden global. Recordemos que aquella alianza «contra natura» entre las democracias occidentales y el Moscú de Stalin que condujo a la victoria contra el Tercer Reich reveló rápidamente sus limitaciones políticas y desembocó en una situación de creciente conflicto con el Telón de Acero y luego en la Guerra Fría. Un periodo en el que no sólo coexistieron dos alianzas con dos visiones del mundo, sino millones de hombres y mujeres que aspiraban a vivir en paz y que, en cambio, se vieron obligados, por ambas partes, a (re) vivir en la pesadilla del miedo.

Fue en ese clima que varias generaciones de estadistas y diplomáticos de diversos países desarrollaron iniciativas políticas y diplomáticas que idealmente fueron quitando ladrillo tras ladrillo de ese muro desde 1961 hasta aquel 9 de noviembre de 1989.

En la historia hay flujos y reflujos. La historia del Muro de Berlín nos lo confirma desgraciadamente. Bastaría con repasar las distintas fases que han caracterizado estos casi 80 años, desde 1945 hasta hoy, en Occidente y en Europa. En la primera, de 1945 a 1948, se produce una colaboración forzada entre dos visiones del mundo que pronto empiezan a desconfiar la una de la otra. La segunda, a partir de 1948, conduce a la ruptura, no solo internacional, sino también interna, de esa colaboración y desemboca en la construcción del Muro de Berlín en 1961. En la tercera, que comienza en 1989 y culmina en diciembre de 1991 con la disolución de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia, las diplomacias occidentales se dedican activamente a intentar construir vías de diálogo, incluidas medidas de confianza −como las llamamos− que conduzcan a la caída de las barreras que amenazan la paz.

Aquellos años vieron nacer la Conferencia sobre Cooperación y Seguridad en Europa, se reanudó el diálogo, se habló de paz, antiguos soldados enemigos hablaron entre sí hasta el Consejo OTAN-Rusia de 2002 y los acuerdos y apretones de manos. De todo esto hace 22 años, que hoy parecen años luz si pensamos en dónde hemos llegado, o mejor dicho, cuánto hemos retrocedido, porque eso es lo que ocurrió el 24 de febrero de 2022 con la agresión rusa a Ucrania.

Al recordar estos días la caída del Muro de Berlín, sin duda revivimos la emoción de aquel acontecimiento −9 de noviembre de 1989−, pero no podemos olvidar que las grandes esperanzas suscitadas en 1989 y luego con la reunificación de Alemania en 1990 pronto mostraron su fragilidad. Han pasado algunas décadas antes de que podamos hablar de ello con el necesario distanciamiento, pero si hemos llegado al punto de que haya estallado una guerra en el corazón de Europa, tarde o temprano tendremos que tener la honestidad de reconocer que ha habido, cuando menos, errores en la evaluación de la situación por los que estamos pagando el precio.

Y entonces tenemos que darnos cuenta de una cosa: en Europa, en Occidente, en el mundo, con los numerosos conflictos en curso, con las dificultades que tienen los distintos gobiernos para gestionar las crisis, nos encontramos con que se han construido muchos «muros». Y aquí surge de inmediato la angustiosa pregunta: ¿es realmente nuevo el nuevo orden mundial del que todos hablamos, afirmando que es el resultado de los cambios en el mundo, o sigue siendo, a fin de cuentas, el establecido en Berlín desde 1961? ¿Es un orden o, más bien, un (des) orden global? ¿Es todo igual que antes? ¿Los famosos flujos y reflujos?

Viendo de nuevo no uno, sino muchos «muros», esperamos que en esta fase de continuos flujos y reflujos prevalezcan los de su caída, con esperanza, visión a largo plazo, sabiduría y determinación como en el siglo pasado. Y al recordar el momento de la «caída del muro», quizá deberíamos replantearnos las fuerzas... ilusiones y sueños... que desencadenaron aquella caída.

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