Isabel Canales, Iratxe González y Marta Sanz
Pediatra y médicas de familia

Aitite

Hay un trabajo descomunal que hacer para corregir estas inercias. En la confección de los protocolos la base es la no deshumanización. Y no escribimos la humanización, porque ésa es la norma.

Non dauz etxekuek? ¿Dónde están los de casa, por qué no vienen a verme?

Era su segundo día después del alta. Había estado una semana ingresado, al principio más allá que acá con una máquina que le ayudaba a respirar y luego mejoró un poquito. Hicieron una excepción con nosotros: nos dejaron estar las 24 horas a su lado porque es un caso especial, el primer día se agitó y pensaba que le habían robado el reloj en el hospital, «le tuvimos que atar», nos dijeron, «y poner un poco de haloperidol, ahora está más tranquilo». «A veces pasa con noventa años, se desorientan y más si está sordo aunque en casa esté y haya estado hasta ese momento normal y con la cabeza en su sitio». «El cuidado de la familia es crucial, necesita tener el oxígeno puesto porque si no puede empeorar...» Todo eso nos dijeron. Y así estuvimos día y noche, siete días en el hospital, pensando que se iba. La víspera del alta pensamos que se moría, apenas respondía... Aquella mañana, una enfermera maravillosa consideró que no era necesario el haloperidol pautado y por la tarde con su mano entre nuestras manos, la mano que había estado atada con un hematoma importante que seguramente se había hecho al no entender què pasaba, empezó a conectar más. Esa mano cogió la nuestra y la puso sobre las suyas y se durmió. Merendó galletas con leche, un yogur de coco... e iba bebiendo con una pajita que le acercábamos. Le habían puesto seguril y pedía agua, lo que nunca. Estuvimos viendo fotos, sonrió, reconocía a los de casa, qué cara me puso cuando le pregunté quién era ése: Neu, nor izango da, bada? (¿Quién va a ser? ¡Yo!) Empezaba a ser él otra vez. Diagnóstico al alta: Descompensación cardìaca. Acidosis respiratoria resuelta. Insuficiencia respiratoria global con tratamiento de seguril, una pastilla para la tensión y oxígeno al menos dieciséis horas al día, máximo 1,5 litros. Seguimiento por su médica de familia. Si nos pasábamos de oxígeno, podía volver atrás, acumular carbónico y empeorar otra vez. tres PCRs negativas.

Llevaba dos meses en la residencia. Dicen que llegó «espabilado y contento» del hospital. Increible. Siempre ha sido fuerte. Y ha cuidado de todo el mundo. Hasta los noventa años solo ha tomado una pastilla para la tensión. ¿Podría recuperarse? Dispuestos a colaborar en el cuidado y seguir a su lado como estuvimos en el hospital, nos despedimos hasta el día siguiente.

No podeis entrar. Le hemos aislado. Es el protocolo.

No entendíamos nada. ¿Cómo que no podíamos estar con él ahora que necesitaba ayuda, compañía para ‘ir bebiendo’, tener el oxígeno puesto todo el rato», en definitiva para «no ir para atrás»? En el hospital nos habían dicho que era muy importante el cumplimiento del tratamiento.

Lo intentamos. De nada sirvieron tres PCR negativas, situación clínica que requería de acompañamiento porque el aislamiento podía poner en peligro el cumplimiento del tratamiento y la evolución clínica. Ninguna información oficial durante cuatro días. Extraoficialmente nos llegaba: «está nervioso, le encontramos con el oxígeno quitado cada vez que entramos, llama al timbre constantemente...». No dábamos crédito a lo que sucedía. Hablamos con los responsables de la residencia y pedimos información médica diaria y actualizada y entrar con un EPI para estar con él, para cuidarlo como habíamos hecho en el hospital, porque teníamos miedo. Porque estaba asustado. Porque el tratamiento era importante y no estar solo en un momento así, más.

Imposible. «El protocolo es así: diez días de aislamiento aunque venga con una PCR negativa del hospital porque lo ha podido coger en la ambulancia». No tenía una PCR negativa. Tenía tres. Y noventa años. Y su sordera. Y miedo. Mucho miedo Su amigo Josetxu falleció en verano en otro pueblo, en otra residencia, una tarde después de que su familia fuera invitada a irse porque «el protocolo no permite que esteis más». De nada sirvieron: «le vemos mal, queremos estar con él, no está como el resto de los días». Imposible. Era el protocolo. Falleció solo, el 18 de julio a las 20:30, dos horas más tarde de que su familia se despidiera.

Somos médicas. Trabajamos con protocolos todos los días. Los interpretamos. Los aplicamos y flexibilizamos según la situación. Individualizamos constantemente. E intentamos que no pasen por encima de las personas y las familias. No solo lo hacemos por los demás. Lo hacemos por nosotras. Para no perdernos. Para no justificar lo injustificable. Trabajamos para que no pasen por encima de todos nosotros, de nosotras mismas. Cuando un protocolo no incluye a las familias, cuando un protocolo no individualiza, cuando un protocolo no revisa la humanidad perdida en nombre de la seguridad, se vuelve paradójicamente inseguro, inseguro médicamente, inseguro humanamente.

Hay un informe devastador de Médicos sin Fronteras sobre los efectos de la pandemia en las residencias donde se recogen datos escalofriantes: «Muchos ancianos murieron en soledad, deshidratados, en agonía y sin cuidados paliativos».

Hay un trabajo descomunal que hacer para corregir estas inercias. En la confección de los protocolos la base es la no deshumanización. Y no escribimos la humanización, porque ésa es la norma. Eso es lo que nos hace humanos. Hay que corregir todo lo que deshumanice. Hay en las residencias maravillosas trabajadoras dándolo todo, sobrecargadas de trabajo con unas condiciones laborales inaceptables. Hay que cambiar esto. Es posible. A estas alturas de la pandemia no hay restricciones de material. La familia debe poder entrar y acompañar a su ser querido con esta edad. Las familias deben poder acompañar para que nadie muera en soledad. Los seres humanos, tengamos unos meses o noventa años necesitamos ser sostenidos, cuidados y amados. Y ningún protocolo puede dificultar que la familia esté acompañando. Ninguno.

Y si no, se revisa. Como ha pedido directamente y con el visto bueno de los internos, el médico Roberto Colino a la dirección del centro donde él trabaja, a las autoridades competentes, incluso al juez. En este caso para que pudieran salir, salir a pasear, salir habiendo pasado la covid-19. Es desgarrador escuchar directamente a los afectados.

Los protocolos se revisan. La relaciones de poder se horizontalizan. Las familias y las personas residentes participan activamente en su diseño. Y los Gobiernos además de tener «grupos de expertos» que marcan restricciones y recomendaciones en nombre de la seguridad, van formando grupos de personas que comienzan a trabajar para el ahora, pero sobre todo para el medio-largo plazo e invierten dinero y energía en confeccionar algo parecido a una vacuna social. Porque si no, estamos perdidos.

La gente de nuestra sociedad que no tiene voz: los niños, las ancianas, a los presos ni los vemos, las más empobrecidas debe participar en nombre de la justicia, de la buena praxis y de la seguridad.

Necesitamos revisar el modelo de vejez que tenemos. Necesitamos revisar los resultados que apuntaba el informe de Médicos sin Fronteras. Necesitamos revisar las vulneraciones de derechos: el derecho a estar acompañado, a morir acompañado, a no ser atado ni sedado si hay otras alternativas. Necesitamos repensar muchas cosas como sociedad. Una de ellas es la vejez. Y la matriz, el cuidado en mayúsculas. Y es urgente hacerlo ya.

Si no, será difícil construir una sociedad moderna, en la que nos sintamos orgullosas de vivir. En la que se pueda vivir. No hacerlo nos destruye como seres humanos, a todos.

Decía El Roto en una de sus últimas viñetas: «Morimos de soledad para evitar la muerte». Que no sea así.

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